Por Astarté.
León, España.
El insecto
Un amigo ecologista dice que vivimos en una
especie de frenesí de consumismo, que lo mismo nos llevará a comernos un jabón
al chocolate que a tomarnos un zambuco con detergente al coco. Luego, y como
los detergentes no se comen, sin dudas terminaremos en el supermercado
comprando kilos de bizcochos con nata y cuantas ignominias encontremos a
nuestro paso. Y si un día, después de tanta gula, San Pedro nos concede la
llave del Cielo y llegamos al Paraíso, probablemente tendremos que pagar
nuestros pecados de gula terminando por ser pasto de insectos, cosa que da
asco. Entre paréntesis, sépase que en el Paraíso la cucaracha está considerada
la mascota oficial, categoría alcanzada por su nivel de supervivencia. Bicho
asqueroso, sí, pero al menos nos permite despertar de un profundo sueño y
comprobar que hemos aterrizado en una hipérbole con cara de ingenuidad: la
tierra natal.
Parafraseando al filósofo, nuestro hogar es el
punto del eterno retorno y volver es algo más que un tango de Carlos
Gardel. Mi regreso (a la isla de Cuba) ha tenido dos causas: la primera, de
origen antropo-genealógico; es decir, ver a la familia y renovar mi condición
ancestral; la segunda, de naturaleza eminentemente burocrática, recoger y
legalizar documentos. Cual de las dos más compleja, aún no lo sé. La diferencia
está en el límite existencial de cada una. Las raíces se pierden o se aferran
al barro, y te dan la oportunidad de sentirte sangre y piel. Mientras que los
papeles, frágiles y carentes de naturaleza propia, en el mejor de los casos
pueden hacerte sentir un objeto con valor, pues sin ellos no somos nada.
Absolutamente nada.
En fin, mi llegada fue como un parto: el recién
nacido asomando la cabecita por la chocha sangrienta de una madre que grita
quién diablos la mandó a acostarse con un desgraciado. Nada extraordinario. He
llegado ya otras veces y siempre me parece que estoy naciendo. Claro, entrar
por las puertas del Edén es complicadísimo. Te tienen en espera haciendo cola
hasta que se te cae la mandíbula con la incerteza de recordar qué viniste a
buscar ante las inexpugnables compuertas de inmigración, por donde asoma su
perfil cualquier humanoide vestido de soldado. Y entonces llegan las preguntas,
los cuñitos en el pasaporte, el reto a desafiar mil veces el umbral de la
paciencia hasta que… ¡al fin!, te admiten por tiempo limitado. Es también
normal lo del tiempo. No somos eternos. Tampoco aquí, donde se inventó la
eternidad.
Cuando pisé el suelo sagrado fui conducida por la
inercia del viajero a través de los corredores de plástico transparente
construidos en el nuevo aeropuerto. A mi izquierda, una pared del mismo
material separando a los que llegan de los que se van, estos últimos atrapados
en una pecera, rodeados de anuncios publicitarios que proponen la venta de
productos autóctonos. Advertencia: no se debe abandonar este territorio sin
probar, por ejemplo, el ron o los puros de marca.
La misma noche que llegué sucedió lo de la
cucaracha en mi cuello (cosa que no cuento por asco). Había permanecido durante
toda la noche en mi cama, con los ojos abiertos, mirando con atención la
lámpara que pendía sobre mi cabeza y organizando cada paso de la jornada
sucesiva: ir de compras, obviamente. Sabemos que todo aquel que llega tiene,
por obligación, que ir el primer día a comprar víveres al mercado principal,
que es el esmeralda. En tal sentido, y como información general, tengo que
decir que en el Paraíso la estructura mercantil se organiza de la siguiente
forma: la primera opción para los recién llegados es el mercado esmeralda,
donde se compran los productos a altos precios y con billetes verdes. La
segunda opción es el mercado negro, donde se usan, indistintamente, billetes
verdes o azules; en él los precios son más económicos, todo depende de la categoría
y rareza del producto (aunque no sepas nunca de dónde salió lo que adquiriste).
Por último, un mercado gris, no recomendable, en el cual se adquieren las
papeletas para la subsistencia, se utilizan solamente billetes azules y se come
una semana al mes. Los foráneos siempre vamos el primer día al mercado
esmeralda, y si nos tardamos un poco en tierra sagrada, empezamos a frecuentar
el mercado negro… ¡pero jamás el gris!
Después de hacer mis primeras adquisiciones me
dispuse a iniciar mis propósitos burocráticos. Hacía ya seis meses que estaba
en la farándula de llamar por teléfono a distancia, haciendo gestiones aquí y
en el más allá, poniendo vasos de agua bajo el sol y la lluvia a San Aparicio
de los Beatos con tal de resolver mis documentos, uno de ellos perdido en el
archivo de mi provincia natal. “Todo está listo, legalizado y traducido”, había
dicho mi madre en una de las últimas llamadas. Solamente me quedaba la parte
oficial del consulado, empresa que bien podría realizarse en unos quince días,
según mis cálculos.
Me levanté con los ojos hinchados de tan mala
noche. Pienso que la cucaracha, arcano del fin de los tiempos, estaría
parapetada bajo el colchón o en otro rincón del cuarto, así que lo mejor era
esperar la tarde para darle caza con el spray matainsectos. Bueno,
aprovecho este contexto para aclarar que en el Paraíso no todo es tan terrible
como parece; por ejemplo, además de una mascota oficial hay frutos divinos. En
verano, por ejemplo, podemos batir con leche un buen mango, o un pedazo de
fruta-bomba, o un platanito maduro, y así desayunar sin echar de menos las
leches desnatadas o los yogures dietéticos. Llenarte las tripas de frutas todas
las que quieras, todas cuantas pagues, todas las que puedas comprar es la mejor
estrategia para darte una buena carga de vitaminas. Y por lo general se
consiguen siempre, a no ser que pase un cicloncito y destruya el idílico
jardín.
Permanencia: la comunidad
Después de hacer un recorrido por la ciudad,
llegué a la oficina consular. Con una altivez fuera de lo común presenté al
custodio mi nuevo pasaporte, ese que me dieron fuera del Paraíso; o sea, en el
Infierno. De inmediato me hicieron pasar y pedí entrevista con el funcionario
encargado de la documentación. Vino a mi encuentro una joven de buenos modales,
la cual me atendió sin pérdida de tiempo:
— Pero aquí falta un documento, uno de los
principales, y sin él nada puedo hacer.
— No lo creo. Me han dicho que no me falta nada.
— Señora, le digo que falta uno. Es mejor que
verifique y luego venga.
De más está decir que en aquel instante creí
transformarme en mi álter ego. Sentí que mis sienes comenzaban a
sufrir un proceso de congelación nerviosa, al tiempo que mi cuerpo se tornaba
esmeralda, como el mercado. Quien no lo ha experimentado no sabe lo que
significa recibir la noticia de que te falta un documento en tierra sacra. Es
lo mismo que estar en el Titanic sin botes de salvamento cuando el iceberg
ha roto la quilla. Para qué contar lo que sentí. No vale la pena.
Como una onda magnética atravesé el parque del
edificio consular, tomé de nuevo el auto de mi padre, “¡es todo un grandísimo
desastre!”… Se unieron, en menos de un segundo, cielo y tierra. Sin
reflexionar, sobre la medida de mis pasos llegué, en horario de almuerzo, con
las papilas gustativas del todo secas, a la oficina nacional en donde debían
“completar” mis prácticas burocráticas:
— No sabemos nada de que falte algo, pero si
ellos lo dicen, así será. Si se trata del certificado de estudios, eso hay que
irlo a buscar a su lugar de origen, señora. Además, debe usted pagar otra cifra
por el papel que falta, son trescientos cincuenta…
Continuando con la enumeración de los bienes a
los que podemos aspirar, este huerto del Señor tiene una mascota oficial,
frutas tropicales y, sobre todo, una etnia que te rompe el pellejo hasta
dejarte bailando al toque de cajón africano. Las noches son calientes, sobre
todo en los meses de verano, en los que no te queda más remedio que sentarte en
el portal para coger fresco y mirar pasar a los habitantes del barrio y sus
contornos. En tal sentido, debo señalar que en los últimos tiempos se ha
perfilado el semblante del barrio en forma abiertamente primitiva: si no vi
pasar más de un centenar de negritos sin camisa por el medio de la calle, o de
parejas multicolores bebiendo la ambrosía divina, empinándose alegremente una
botellita de gualfarina, juro entonces que es mentira que existo.
Ahora la moda en el país de los ritos y de los sacramentos es la absoluta toma
de conciencia tribal. Pues si en épocas precedentes la organización comunitaria
era de tendencia matriarcal y dormía en el regazo de Mather-Matrioska, hoy,
tras un violento retorno a los ancestros, ha sido sustituida por modelos
comunitarios locales, mucho más patriarcales y seguros. En pocas palabras: sucede
que la vida ha cambiado, que la otrora forma de colectivización
descubierta en otras latitudes y a duras penas puesta en práctica en la
tierra caliente ya no es operativa, etc., razones por las que la tendencia a la
comunidad del cromagnon ha comenzado a ser vista con buenos ojos. Y
para darle un toque de originalidad a la atmósfera comunitaria, aquella noche
algunos vecinos habían sacado una mesita colocándola en el medio de la acera,
con la finalidad de recoger firmas. Se trataba de una campaña de organización,
algo así como la aprobación popular de una ley que impidiese tocar el libro que
regula la arquitectura eidética del topus urano.
Vamos a explicar mejor las cosas: por lo que
entendí, cada miembro de la comunidad debía dar su consentimiento a no
modificar las normas de equilibrio establecidas desde los orígenes del
colectivismo primitivo y a no dejarse contagiar por epidemias endémicas
foráneas. Dicha mesita (con la hoja para recoger las firmas) debía permanecer
tres días con tres noches en el medio de la acera, o en uno de los portales de
algún guerrero comunitario. De esta forma, todos, lo mismo si pasaba algún
adicto a la gualfarina o si una anciana de la tribu asomaba su
cabecita blanca por un humilde ventanuco, absolutamente todos (y por votación
unánime) tendrían la oportunidad de garantizar la continuidad del orden y de la
prosperidad colectiva. ¿Cómo? Firmando y basta.
Gracias a Dios, yo no tenía que firmar nada. En
mi cabeza sólo giraba la imagen del documento que faltaba y que estaba por
llegar de no se sabe dónde. Ya me habían dicho que la demora en su envío se
debía a que el correo no estaba funcionando por motivos desconocidos, y que con
un poco de suerte, obtendría el documento en mi última semana de estancia en
tierras paradisíacas, cosa que me ponía los nervios de punta. En fin, que una
vez llegado el documento, me quedarían aún dos pasos burocráticos de
envergadura para terminar mi misión burocrática en el Paraíso: legalizar los
papeles que no llegaban y no sé qué otra autorización en la oficina consular.
Fue entonces que, arrastrada por el ambiente de primitivismo e inspirada en un
ejemplar de hombre de las cavernas que en aquel instante pasaba frente a mi
portal lanzando sonidos onomatopéyicos: “¡Oye, oye, asere, ambia…!”, vino a mi
cabeza una idea no menos brillante que primitiva: apelar al uso de palomas
mensajeras.
En el Edén hay muchas palomas. Es histórico el
arte de entrenarlas para llevar y traer la correspondencia. Así funcionó el
correo en el monte, cuando la guerra contra la primera metrópoli. Es así que
después de valorar bien el estado de las cosas, de pensar que me quedaba poco
tiempo para someterme a la burocracia consular y, sobre todo, tras recordar eso
que explicaba antes con respecto al estado tribal del cromagnon y
todas mis demás consideraciones, llegué a la conclusión de que la Internet y
mierda del género no tienen cabida en tan bello horizonte, donde hay
suficientes instrumentos naturales para sustituir la tecnología. Evoqué un
capítulo del Génesis, y a mí llegó un rayo de luz…
… y atravesando el cielo aquella paloma blanca
trajo en su pico una hoja de papel mascullada, una mísera fotocopia que dio la
vuelta al mundo y cayó entre mis manos, suavemente, como el maná.
Una semana después hacía la cola en la ventanilla
de atención a conciudadanos, en el consulado de mi actual país de residencia.
Estoy convencida de que es difícil imaginar el titingó de hembras de
todas razas y colores que allí encontré tratando de legalizar sus respectivos
matrimonios con ciudadanos foráneos, cada una divagando en un sinfín de
posibilidades para salir del Paraíso hacia los llamados puntos luciferinos del
planeta, dejando atrás la cucaracha que ya no puede caminar, las frutas del
Caney y las palomitas mensajeras…
—Pero, exactamente, ¿cuál es tu municipio de
residencia en el exterior?, ¿cómo se llama?, porque si no me lo dices, ¿cómo
puedo inscribir tu matrimonio, mi’jita?
—¡Ah, no!, yo no sé cómo se llama el lugar donde
vive mi marido…
—¿Y por lo menos sabes el nombre de tu marido,
hija mía?
… ¡Pobres ángeles caídos! Tal vez Dios sabrá
perdonarlos el día del Juicio Final.
Las raíces, las leyendas
Mi padre tiene los ojos vidriosos y el semblante
cansado de tanto mirar el sol. En sus monólogos hay retazos de memoria,
historias de juventud, cicatrices del pasado. Me cuenta de un ser pintoresco,
un hijo de su puta madre, profesor de anatomía en la universidad, un tal Isidro
Hernández. Este tipo se dedicaba a vender y a revender todo cuanto podía, desde
libros a los estudiantes, hasta cajas de muerto. Y estaba siempre sucio como un
coño de prostíbulo, era “tarrúo” y borracho, lo que se dice un dechado de
virtudes. Cierta tarde quiso entrar en la tanda dominical del cine más lujoso
de la ciudad con un pantalón lleno de agujeros y una camisa negra de churre,
sabiendo que le sería totalmente prohibida la entrada en semejantes
condiciones. A este cine sólo dejaban pasar en cuello y corbata, me cuenta mi
padre, nada de suciedades. Fue cuando el tal Isidro, sacando un fajo de
billetes del bolsillo, gritó a voz en cuello que él entraría de “a cojones”,
pues tenía tanto dinero que podía comprar ese y todos los demás cines de la
ciudad. Y era cierto, según mi padre, era un tipo riquísimo que tenía la
inteligencia de convertir la mierda en oro, cosa que no lograra hacer, ni
siquiera en sus mejores momentos, el mismísimo Conde de Saint-Germain.
El tal Isidro escapó del Paraíso desde los
inicios de la creación, y fue tan audaz en sus maniobras comerciales que logró
fundar una institución humanista en tierras del demonio. Estas son las cosas
que hoy hacen reír a mi padre, quien no pudo jamás convertir la mierda en oro,
pero sí sus sueños en quimeras. Mi madre también relata historias, me repite
aquella fábula del tesoro escondido y del barracón de esclavos en el ingenio
Las Palmas, sitio en el cual su bisabuelo trabajara como mayoral. Allí fueron
descubiertas, metidas en un saquito de yute y enterradas, las piedras que hoy
titilan en mi mano, en este anillo made in Italy. Parecían de
plástico; sin embargo, son piedras preciosas. Fue mi bisabuela, la hija del
mayoral, quien las regalara a mi madre, diciéndole: “Estas piedras te las dejo
como herencia. Espero que algún día se conviertan en una joya importante”. ¡Y
hoy están aquí, en la mano derecha de tu bisnieta!… Así son las fábulas, pueden
convertirse en realidad.
Siempre he dicho que el alma de la familia renace
en la cuarta generación y que en la tercera muere. No sé por qué se me ocurren
estas idioteces. En tal caso, el alma de mi bisabuela moriría en mi madre y
renacería en mí, cosa para nada absurda, pues cada vez que miro el anillo, una
fuente de energía me hace regresar al viejo barracón de esclavos. Lo que no
entiendo es qué diablos hacían las piedras en un barracón, escondidas bajo la
tierra. Quizás, una historia de amor explicaría las cosas; por ejemplo, la
historia entre un amo blanco y una negra esclava a quien el amante diera una
recompensa por sus servicios o, tal vez, un pequeño patrimonio para el hijo
oculto. Sea como sea son historias de almas muertas, no de aquellas de Gógol,
sino éstas de una isla llena de mitos y leyendas. Y ahora me parece que otra
alma está muriendo. Mi padre está muy cansado, como si su energía comenzara a
ser insuficiente para vivir en el Paraíso y necesitase un poco de fuego ígneo.
Sé que está enfermo, como casi todos los padres que conozco. Y tengo miedo de
quedarme un día sin padre, sin madre, sin raíces. Desde el día que emigré he
comenzado a quedarme genealógicamente sola.
Mi casa es como las demás, siempre que llueve se
moja. Bueno, a decir verdad, se moja más que las otras, porque en el último
huracán perdió la techumbre que cubría el pasillo exterior y ahora, cada vez
que cae un chaparrón, no se sabe si está lloviendo adentro o afuera. Antes era
diferente. Mi casa tenía rincones con sabor a melcocha y búcaros de porcelana,
aquellos que generaciones de gatos malcriados se encargaron de destruir. Se
escuchaba la música en un tocadiscos de plato, discos grabados con voces
lejanas que hoy ya no quieren cantar. Y había una niña que escribía en las
paredes las primeras palabras aprendidas en la escuela y que llenaba el diván
con muñecas de pelo largo. Mi ciudad, sin embargo, no ha cambiado. Sigue siendo
tan grande como pintoresca, sólo que ahora sus habitantes han desarrollado un
modo de vida rudimentario que les permite adaptarse a lo que venga. Esta
mañana, por ejemplo, se hace un desfile popular. Si miras la televisión verás
la concentración de hormiguitas pasando por un punto fijo de la capital. Ello
significa que los miembros de la comunidad están adiestrados para
conglomerarse, aun cuando la temperatura marca 35 grados a las 10:00 de la
mañana. Y bien, son éstas las normas del código colectivo, entrenarte y seguir
la orden de mando sin mirar las condiciones climáticas. Claro que hay
determinados elementos que viven por encima de la media; son aquellos que a
pesar del entrenamiento se las han ingeniado para robar la fruta prohibida sin
ser descubiertos, viven en condiciones de homo sapiens, no saben hasta
cuándo, pero mientras dure, gozan. Son ellos quienes han inventado eso de sacar
mesitas a la calle para realizar votaciones públicas.
Cuando terminó el desfile acudí con urgencia a la
oficina consular con vistas a recoger mis documentos. Desafortunadamente, la
joven que me debía atender no había llegado, y no vendría hasta el día
siguiente. Recordé que luchar sin límites fue el oráculo que la sacerdotisa de
la vida dijera a mi madre el día que nací. Y me fui a freír papas, por docenas
para sofocar las penas. Una tonelada de papitas recubiertas de sal, a ver si me
venía el soponcio, pero por lo menos moriría comiendo como las cucarachas, y no
martirizándome con papeles y firmas. A veces, me pregunto qué haré el día en el
que ya no dependamos de los papeles, en un momento así, cómo segregar bilis sin
la carga psíquica de la burocracia en nuestras mentes de hormigas
conglomeradas. Y ahora “estoy aquí, de pie”, como dice la canción,
mirando el estante de pastas en el mercado esmeralda. Será ésta mi última
compra y aprovecho para adquirir lo más que pueda. Por supuesto, hay mercancías
que no existen en ninguno de los tres mercados, por ejemplo, los cepillos de
dientes. Pero hay dentífricos, no importa que no se vendan los cepillos, total,
si masticas la pasta y luego la escupes es lo mismo que cepillarte los dientes.
No importa tampoco que la pasta no sea al chocolate o a la menta. Así evitas
que una cucaracha te entre en la boca. Se sabe que la sociedad de consumo; es
decir, ese imán que te atrae a un centro diabólico, inventa cepillos y pastas
con sabores para hacerte comprar cosas inútiles. Mira, que te digo que masticar
la pasta y luego escupirla es igual que cepillarte la dentadura. O mejor aún.
Si vas al dentista (que en el Paraíso es gratis) y te sacas los dientes para
ponértelos postizos, matas dos pájaros de un tiro: el dentífrico y el cepillo.
Consejo santo.
El regreso a las llamas luciferinas
— ¡Quítese el sombrero!, ¡mire de frente!
Me controlan de pies a cabeza, esta vez no para
entrar, sino para abandonar el Paraíso. Deben saber si yo soy yo o un facsímil
de mi currículum vítae. Ahora me preguntan si estoy segura de ser yo realmente,
respondo que sí, aunque la incertidumbre por un instante me traiciona. Ellos
huelen mis emanaciones de inseguridad y dudan, pero me dejan pasar. Con una
sonrisa me desean buen viaje y un pronto retorno al Edén.
De nuevo, el pasillo detrás de la pared de
plástico transparente. Y de nuevo los carteles que hacen propaganda a productos
autóctonos, entre los cuales uno o dos se salen de la regla haciendo publicidad
a cierta marca de jeans no convencional. Pienso que tal vez haya
llegado un virus demoníaco a la Tierra Santa, mas son elucubraciones de mi
mente que ya no es capaz de razonar. Siento una sensación de dolor
inigualable, un cuchillo que me corta la garganta y que me dice “llora
por lo que nunca fuiste, por lo que nunca hiciste”… Dicen que esto del
cuchillo en la garganta sucede a todos los que hemos dejado este lugar. Dicen
también que es difícil volver a tocarlo sin probar el ardor de la tierra bajo
nuestras plantas, pues estamos condenados al extrañamiento.
Yo, a decir verdad, estoy harta de historias de
amor y odio y me rehúso a cruzar el umbral hacia las tinieblas con un cuchillo
en la garganta. Sin embargo, no puedo dejar de reconocer que el Creador, no
sabemos por qué, no pudo haber pensado en un suelo más fértil y febril al mismo
tiempo, en el cual crecen los árboles por las avenidas y ninguno se ocupa de
guiar sus ramas. En el Paraíso, en verano llueve a voluntad y de pronto
escampa. Entonces, todo se seca en un abrir y cerrar de ojos. Y luego se siente
el olor del monte y el toque del tambor hecho con la piel del chivo. Te
levantas o te acuestas con el sudor en el cuerpo, y te puedes duchar durante
todo el día que nada resolverás con eso. Hay una mascota oficial, la cucaracha,
palomas mensajeras, ron y gualfarina. Y hay frutas divinas, todas las
que quieras, todas las que puedas pagar.
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Publicado en Palabra Abierta;
véase http://anterior.palabrabierta.com/ensayo/regresar-al-paraiso/
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