Por Astarté.
León, España.
Los complejos, que (generalmente) forman parte de
la cruel adolescencia, llegan a recrudecerse o, por el contrario, a disminuir
con la edad. Hoy quiero hablar de una palabra “prohibida” en los ilustres
salones de la vida cotidiana: el sexo,
elemento mucho más “apegado” a las cuestiones prácticas que a las teóricas.
Pues si algo somos y hacemos es sexo.
Sin embargo, su definición se ha transformado en tema escabroso para el ser
humano, desde que la ética cristiana intervino como mediadora entre el ser sexual y el ser moral. Mencionar la palabra resulta, casi casi, un oprobio. Tal
vez, el término latino sexus (de
ambigüedad etimológica) se haya transformado en lema para designar eso que
conocemos como el misterio de ser pervertidos.
Hubo, como siempre sucede, un revolucionario. Un
invierno tuve la posibilidad de realizar uno de mis tantos sueños: visitar una
extraordinaria ciudad, Viena. Sin prejuicios, puedo afirmar que ésta se reveló
para mí un punto místico del planeta, repleto de emociones, mágico y terrible
al mismo tiempo por su historia y su gente. Pero si Viena representaba un
sueño, lo que no imaginé en mi existencia precedente fue poder traspasar las
puertas de un apartamento, otrora parte de mi “nunca jamás”. Claro que en la
vida todo es posible. Debéis creerme: Berggasse n. 19, primer piso, donde
viviera (entre 1891 y 1939) un ser humano convertido en tabú para el
pensamiento de su época, Sigmund Freud.
Que si cuando estudié vagamente su punto de vista
filosófico le temía o no coincidía plenamente con él, es cierto. Que si escuché tantas versiones sobre su vida
personal y me aterrorizaba, también lo es. Pero los apasionados del misterio
(¡somos tantos en el mundo!) que han ultrajado las paredes de su apartamento
vienés en condición de “curiosos” (¡somos tantos en el mundo!...) podrán darme
la razón al afirmar que la sensibilidad es un atributo humano, cuyo desarrollo
depende solamente del espíritu. En su fotografía, débil y enfermo, desde el
exilio, rodeado por sus seres queridos y sus perros, yacía el padre de familia,
que era el mismo que hablara de sexo para
describir aberraciones, traumas y psicosis. Tres
ensayos sobre teoría sexual, obra que en su época provocara la violenta
aversión del puritanismo (y no sólo de ello), fue uno de los libros que, con avidez,
me lancé a adquirir. Y no sé por qué, de todo lo leído, han quedado frases en mi mente como exergos;
frases que, quizás, ayudarían a trazar una línea (torcida, pero interesante)
para definir la enigmática palabra. Os propongo, queridos lectores, ésta: individuos que besan con pasión los labios
de una bella muchacha no podrán emplear sin repugnancia su cepillo de dientes.
Y pregunto (retóricamente, midiendo el espacio del silencio entre el lector y
la frase), en este caso, si la boca del beso no es la misma que la del cepillo
dental. Claro que sí. Como vemos, basta
una frase para encontrar un indicio del misterio y el poder del ser sexual. La palabra sexo quedará por siempre en el catálogo
de los textos “apócrifos”. El sexo,
al contrario, en el sacro nexo del ser humano con su propia especie. ¿Sexo? Sí,
gracias. Pero no hablemos de él. Romperíamos el recinto de sus poderes
ancestrales para caer, de bruces, en la noria de lo que se puede y de lo que
no se puede ser y hacer.
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