Bueno, queridos lectores, no siempre es Astarté quien cuenta sus historias. Esta es una de las historias que Astarté no cuenta... (a veces huelgan las palabras...)
La posesión.
(Relato contado por una
vieja amiga).
La
posesión.
La muñeca.
Tuve de niña una muñeca a la cual
puse el nombre de Lidia. La prefería entre todas por su pelo negro y dócil,
aparentemente natural. Y se llamaba Lidia por mi maestra de cuarto grado,
también de pelo negro y dócil, natural (casi del todo, digo yo, por eso de los
tintes y de los peluqueros). De ojos muy verdes, dulce maestra. Murió en el
salón de operaciones, por una simple úlcera. A veces los imprevistos nos tocan
el hombro sin avisar: la anestesia, el corazón que en ciertos momentos da
golpes blandos y en otros contundentes… El infarto sobrevino y también la
tragedia.
Mi maestra me había regalado y
dedicado un libro del cual puedo decir haya sido la compilación de las mejores
leyendas y mitos leídos en mi adolescencia. Una sopa de tragedias de amor
diluidas en la sal de apasionadas historias de caballeros medievales y
sortilegios de Oriente. No diré qué libro era, pero sí que lloré muchas veces
hojeando sus páginas, imaginando la muerte de mi maestra entre tantas pasiones.
Era aquél el momento en que perdía a Lidia por primera vez. Y al perderla
aferraba definitivamente su recuerdo a la muñeca como imagen. Fue desde
entonces que empecé a creer en la necesidad de poseer un símbolo, un deseo de
poder tan grande como para ser colocado a tiempo completo en un puesto
significativo. Había descubierto, sin lugar a dudas, mi más remoto sentimiento
de posesión.
La muñeca Lidia tenía un marido,
un muñeco con la cabeza de goma y el cuerpo de trapo inventado por mi abuela
cuando los muñecos eran como el oro. Pero no tenía hijos, porque sus congéneres
eran todas de su edad y como ella, vestían de pepillas. Por eso no podían ser
sus hijas. Esas otras mujercitas de plástico vivían encerradas en el cajón del
clóset de mi cuarto. Sin embargo, ¡Lidia sí que tenía una casa propia! Su casa
era un precioso apartamento construido en el sofá de la sala. Las reglas de la
inquilina eran claras y determinantes: ni siquiera las visitas que recibían los
adultos podían osar sentarse en aquel sofá sin su permiso. Y lo mejor del caso
era que para tener la venia de entrar en su casa había que traerle regalos,
chocolates, por ejemplo. Bueno, eran “cosas de muchachos”. Pero gracias a los
tributos que algunas visitas de mis padres tuvieron que pagar a Lidia, logré llenar
mis bolsillos de bombones (cuando los bombones eran como el oro…). ¡Pobre amiga
mía!, símbolo de mi primera guerra personal contra los usurpadores extranjeros.
Después vino lo de la mudada. Ya sabemos que los muchachos crecen, las familias
cambian de lugar… El apartamento de Lidia no sé bien a dónde fue a parar. Lo
perdí de vista. Evidentemente, eso de ocupar el sofá había dejado de tener la
fascinación de antes. Llegado el momento, nos deja de importar todo lo que
tuvimos en la niñez y hasta el placer de comer melcocha deviene acto ridículo.
Los gustos cambian y también el sentido de la posesión. Nada, que el afán que
antes teníamos de poseer un determinado símbolo con el tiempo tiende a
materializarse y a ganar una silueta, un peso específico y un espacio. Y es
cuando nos damos cuenta de que un símbolo es como un deseo atrofiado. Algo que
si nos lo colgamos al cuello, nos pesa, y si nos lo quitamos del cuello, nos
hace falta. Por eso, es mejor prescindir de los símbolos y hacerlos regresar al
mejor libro de nuestra adolescencia. Me olvidé de todos mis muñecos, también de
Lidia, sin saber que era la segunda y última vez que la perdía…
***
La casa.
¿Tienes casa? ¿No? ¿Todavía no?
Bueno, yo no tengo la casa de mis sueños. Esa grande, de dos pisos, llena de
ventanas de vidrio. Esa con un jardín etéreo donde un sauce llora (y no por
hambre…). Con una entrada de autos espectacular; esa que veo cada vez que paso
para ir de compras. Esa de la cual me pregunto quién la habita. Esa que no es
ni será mía. Silenciosa, tomada por los espectros, siempre muy cerca del mar.
Esa que encierra en sus paredes el sabor del salitre y el orgasmo de la rumba
de los reyes africanos, porque es ritmo y magia, qué se yo. Está encantada. Esa
en donde no quisiera entrar, pues sé que si entro no podré salir de nuevo. En
fin, que yo sé muy bien cuál es mi símbolo de casa. Lo llevo colgado al cuello
y lo escalo y lo penetro con la fuerza del falo poderoso. Pero no es mía; es
decir, no he llegado nunca a poseerla. La deseo cada vez que voy al
supermercado. La anhelo. Pero no es mía. Y me pregunto por qué no es mía. Me
detengo de frente a su silueta de puta para grandes ocasiones. La miro.
Construyo una barricada y me escondo para ver si veo salir al todopoderoso que
la posee. Y no sale nadie. ¿Por qué no es mía esa casa? Porque es de otro, o de
otra, o de otros. Pero yo la quiero. Y es que en este mundo hay dos categorías
o modos de posesión: la de los que tienen “de verdad” y la de los que quieren
tener. La segunda es la peor, porque genera envidia y no por nada más que eso.
Claro que contra la envidia hay potentes antídotos, pero son también
inaccesibles. ¡Dios nos libre de la envidia! Mi madrina me explicó que la
envidia nos rompe el alma y nos mete los muertos encima y que es como una enfermedad
contra la cual existe una cura, que es la misma que se usa para sanar a los
enfermos: despojarse con escoba amarga y maíz tostado. Yo ya he probado y nada…
La envidia me está matando. Sé que los muertos me poseen y que me están
empujando a hacer cualquier cosa para tener esa casa.
***
El propietario.
Entre mis antepasados había un
gallego dueño de un palacete. El tal pariente, gordo y bugarrón hasta caerse
para atrás, era un comerciante de vinos que había hecho algunos cuatrines
dándole el culo con altos intereses a ciertos clientes más que con los vinos.
Un día se empató con un tal Cristóbal apostador de carreras de caballos. Y
Cristóbal, tal vez porque estaba cansado de girar por las ruedas de maricas
desplumados sin lograr una vida estable, decidió proponerle a mi pariente una
especie de matrimonio. La pareja vivió feliz por mucho tiempo, hasta que
Cristóbal murió, dicen que de apendicitis. En fin, que el gordo de los vinos se
cargó de repente con una fortuna y la invirtió en la casa. Hoy, lo que otrora
fuera el palacete, reluce en la ciudad como policlínico dental. Eso es para que
tengamos una idea de que, al final, las casas no tienen ni nombre ni dueño. ¡Y
bien! Quizás sea esta una buena razón para luchar por obtener la casa de mis
sueños, que no es de nadie, aunque esté habitada. La posesión es, en tal caso,
relativa.
Mi plan era el siguiente: buscar
los documentos de la propiedad de mi pariente; es decir, el título del
palacete, y luego recuperarlo. No porque quisiera yo esa casa-policlínico
destartalada, sino porque quién sabe, dependiendo del valor que tuviera la
podría cambiar por la otra, la de los espectros… Un lío, ya lo sé.
Era una oficina… un establo…
Bueno, era un lugar que daba grima. Hasta allí tuve que llegar con un facsímil
del testamento que el gordo bugarrón de los vinos había dejado a una tía de mi
madre, ésta también “pasada a la historia” no se sabe desde cuándo. En aquel
puesto ocre todo olía a materia en descomposición: archivos desvencijados
expelían un ácido que la alta temperatura del verano terminaba por convertir en
vapor. La mujer que me atendió mascaba chicle. Un ventilador Westinghouse
de los años cincuenta le revolvía el moño desde el falso techo.
—Pero esto no tiene ningún efecto
legal… Este documento lo puedes llevar mejor al archivo nacional como cosa
histórica…
—Como cosa histórica… ¿de valor?
—Bueno, no sé si de valor, pero
la verdad es que hasta la caligrafía es de otra época y no hay ni quien la
entienda ni nada…
¿Hasta qué punto debía insistir?
Claro que eso de tener en mis manos un documento histórico no estaba del todo
mal. Pero lo de la herencia de la tía de mi madre era más importante. A veces
las ideas descabelladas resultan ser las mejores.
—Insisto. Si miras bien el
testamento, verás que no fue nunca hecho valer.
La mujer del moño hizo una mueca.
—Por casualidad, ¿eres abogada?
—Bueno, más o menos…
—Te pregunto, pues tú sabes que
para abrir legalmente este testamento tendría que comparecer ante un notario la
heredera, esa señora tía de…
—… de mi madre. Claro. Pero es
que esa persona está muerta. Y…
—¿… Y…?
—Estoy yo en su lugar, que soy la
sobrina-nieta, heredera de la tía de mi madre. Y para demostrarlo, traigo otro
documento en el que mi tía-abuela deja escrito que yo soy su heredera
universal…
Todo inútil. Pasaba siempre para
ir al supermercado donde, ¡total!, nada compraba. Y veía la casa. Cerrada.
Silenciosa pero viva. Linda como un sol. Mi casa que no era, ni sería mía.
Según la experiencia vivida, nos damos cuenta de que los documentos son sólo
cenizas cuando nadie los toma en serio. Ni siquiera en el archivo nacional me
miraron el testamento del gordo. En fin, que no sirvió para nada. Y mi pregunta
seguía siendo: ¿por qué no puedo tener la casa de mis sueños? Era una pregunta
obsesiva, claro está. Pero también me preguntaba quién le habría dado el poder
de posesión a su dueño. Y ese era otro tipo de pregunta, ya no tan obsesiva
como inquisitiva, y más que inquisitiva, acusadora. Sí. Y fue entonces que me
paré en el medio de la acera y grité: ¡Yo te acuso en nombre de la ley del
deseo; esa que hace a todos los hombres iguales…! ¡Yo te acuso por tener lo que
seguramente no te has ganado, ni has heredado…! ¡Que no es tuya, como tampoco
es mía…!
Un hombrecito bajo y de piel
color aceituna salió de la casa con las llaves del auto en la mano. Abrió el
garaje con un pulsante electrónico y entró. Sacó un Mercedes en marcha
atrás. ¿…Y tú quién coño eres? Nada más simple de explicar: En las
últimas décadas la ciudad se había llenado de un número no indiferente de casas
habitadas por espectros, de las cuales citamos dos categorías principales: las
que están habitadas por “vivos – muertos” y aquellas en las que hay “muertos –
vivos”. El hombrecito oliváceo pertenecía a la segunda categoría de inquilino. Era
un extranjero residente en mi país, de cuya actividad laboral y vida privada no
podríamos decir mucho. No sabríamos nunca quién era y por qué vino, aunque
podríamos haber imaginado tantas versiones. Entraba y salía de la casa como un
supuesto fantasma, por eso yo lo tenía por un “muerto – vivo”, o mejor dicho,
un vivo que pasaba por muerto para no tener que darle explicaciones al mundo
circundante. A la otra categoría pertenecía, por ejemplo, nuestro pobre
jardinero; un viejo muerto de hambre (por eso, un “vivo – muerto”). Vivía solo
en el cuartucho de un solar. Y se murió también solo. Lo descubrieron los
vecinos al notar que el viejo no había salido de su cuarto desde hacía tres
días. Pero bueno, esa es otra historia.
Estuve quince días montándole la
guardia al oliváceo. Me parapetaba detrás del muro que delimita el
supermercado, al costado de la casa de mis sueños. Ya me habían pedido el carné
de identidad dos veces. Pero nadie me podía impedir que me sentara en el quicio
de la escalera que sube al departamento de “Oportunidades”. Me sentaba porque
estaba cansada y tenía fatiga, así le decía a los de la seguridad. ¿Sería
casado o soltero? ¿Tendría hijos? Y mientras tanto vigilaba al extraño, sin
prisa. Nadie sabe nunca lo que puede suceder. El hombrecito extranjero podía no
regresar… Pero siempre regresaba. Hasta que un día no lo vi salir o entrar de
nuevo. A decir verdad, a partir de entonces no volví a ver a nadie más entrando
o saliendo de la casa. Pienso que, tal vez, toda aquella imagen de mansión al
vacío tuviera una simple explicación: los espectros no tienen planes de vida,
no hacen programas, ni tienen vacaciones ni días de trabajo. Y si se mueven, es
porque la noria los obliga, al menos, eso dicen por ahí...
***
El símbolo.
Sigo montando guardia, quizás
ahora mucho más a mis sueños que a la casa. Por un momento he llegado a creer
que hay un número infinito de la casa de mis sueños, todas en la misma calle.
Todas con jardín con sauces y enredaderas de campanas. En aquella de la
esquina, por ejemplo, hay un dálmata tras la verja… En aquella otra hay un
columpio blanco, también tras la verja. Están todas entre rejas y tienen
antenas parabólicas gigantes que parecen radares más que otra cosa. Son todas
ellas “casas – símbolos” de colores varios, igual que en la canción que una vez
escribió el poeta chileno: Hay
rosadas, verdecitas, blanquitas y celestitas… Y es que acabo de
descubrir que la posesión no me apuñala desde afuera, sino desde adentro. Es la
envidia, como dice mi madrina que tanto sabe de esas cosas. Es la envidia que
no me suelta, ni con escoba amarga, ni con ninguno de los mejores “amarres” que
ya me han dicho. Dicen que tengo que “amarrar” al dueño de la casa para
poseerlo y luego eliminarlo. Pero el “amarre” consiste en una receta estrafalaria
que dice así: “Se consiguen unos vellos de los genitales de la persona y
pedazos de uñas. Las uñas se muelen hasta hacerlas polvo. Luego, se busca una
mata de platanillo y se abre la cebolla que ésta tiene en su raíz, se le
introducen los vellos y las uñas molidas y después se vuelve a sembrar. Así se
amarrará al sujeto”. Asquerosa y demasiado difícil la recetita. Y al final, ¡no
vale la pena! Igual da, te condeno eternamente, aunque no sepa quién eres. Lo
peor es que los símbolos nos pesan demasiado si los llevamos al cuello, pero si
nos los quitamos, nos hacen falta.
Rous..tienes que volver a escribir....en serio
ResponderEliminarDe acuerdo... en serio
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