Por Astarté.
León, España.
No me explico dónde Kafka dejaría el borrador de su Metamorfosis. Hace algunos aňos paseaba
en el jolgorio de turistas invasores del Callejón del Oro, en el Castillo de Praga.
No pude en aquel entonces advertir mi pasión por la alquimia, ni siquiera, al
pasar frente a la casa con el número 22, donde viviera el escritor bohemio en
1916. La multitud, el viento frío de fines de diciembre atentaban contra el élam vital que, en condiciones de calma,
me hubiera empujado hacia la intimidad de la pequeňa vivienda, hoy convertida
en librería. Mi consuelo era que, resumidas cuentas, las casas pueden hablar
por sus antiguos habitantes, pero solamente hasta un cierto punto. Al final, la
corroboración del pensamiento de los hombres la encontramos allí, escondida
entre las líneas que la vida nos traza, casi siempre, a sorpresa.
Él era el amor. Y de buenas a primeras, una maňana despertó convertido
en insecto. Y no porque lo quisiera, por supuesto. A nadie le gusta sufrir ese
tipo de cambio atroz. Pero, desafortunadamente, no pudimos evitarlo. Su cuerpo,
que hasta entonces había sido la imagen virtual del caballero encantado, devino
coraza, dura y negra. Horribles tentáculos; largas cuerdas en forma de patas
peludas se movían, eléctricamente, sin control. Y de su boca emergían frases agudas,
lacerantes, incongruentes... Sin dudas, la obra kafkiana, en la plenitud de su
apogeo, se apoderaba de un sueňo. Y aquello que pocos días antes había sido
idilio para la estación invernal, se transformaba en tosca amalgama de
rencores, de odios, de pesadillas... Bueno, es que sólo los hombres pueden
convertirse en insectos. Y cuando digo hombres,
digo también hembras. Porque junto a
mi fiel Gregorio Samsa, descubrí mi cuerpo cubierto del polvillo gris de las
crisálidas. Yo, envuelta en una cápsula gelatinosa, viendo mi palacio de arenas
doradas derrumbarse como castillo de naipes. Y no porque lo quisiera, por supuesto.
A nadie le gusta ver caer la propia casa delante de la vista, sin poder hacer
nada por evitarlo. Mas, si como las casas pueden hablar por sus antiguos habitantes
solamente hasta un punto (y no más que eso), no desesperé.
Regresé esa misma maňana al Callejón del Oro, donde vivieran los
mejores alquimistas de Praga[1].
Era impelente encontrar la fórmula mágica, pero no aquella con la cual se
querían transformar los metales en oro, claro está, sino otra: la que
convertiría de nuevo el amor en hombre y mujer. Caminé por la oscura callejuela,
sin reparar en el viento frío de febrero. Pasé de largo por el número 22 (Franz
dormiría a esas horas, ¿para qué despertarlo?...). Y llegué a una antigua
bodega, de esas clásicas y descritas en cualquier texto sobre magia. Una
puertecita chirrió. Entré y bajé a tientas por la angosta escalera hasta el
sótano. Y allí estaba, seňoril, con los brazos abiertos, la mentira. Me
esperaba desafiante. Y tuve que matarla. Tuve que cortar su cabeza de cuajo
para regresar de nuevo a mi cuerpo, a su cuerpo, a nuestras vidas...
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