PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




lunes, 10 de septiembre de 2012

La metamorfosis o el amor transformado.




Por Astarté.
León, España.

No me explico dónde Kafka dejaría el borrador de su Metamorfosis. Hace algunos aňos paseaba en el jolgorio de turistas invasores del Callejón del Oro, en el Castillo de Praga. No pude en aquel entonces advertir mi pasión por la alquimia, ni siquiera, al pasar frente a la casa con el número 22, donde viviera el escritor bohemio en 1916. La multitud, el viento frío de fines de diciembre atentaban contra el élam vital que, en condiciones de calma, me hubiera empujado hacia la intimidad de la pequeňa vivienda, hoy convertida en librería. Mi consuelo era que, resumidas cuentas, las casas pueden hablar por sus antiguos habitantes, pero solamente hasta un cierto punto. Al final, la corroboración del pensamiento de los hombres la encontramos allí, escondida entre las líneas que la vida nos traza, casi siempre, a sorpresa.
Él era el amor. Y de buenas a primeras, una maňana despertó convertido en insecto. Y no porque lo quisiera, por supuesto. A nadie le gusta sufrir ese tipo de cambio atroz. Pero, desafortunadamente, no pudimos evitarlo. Su cuerpo, que hasta entonces había sido la imagen virtual del caballero encantado, devino coraza, dura y negra. Horribles tentáculos; largas cuerdas en forma de patas peludas se movían, eléctricamente, sin control. Y de su boca emergían frases agudas, lacerantes, incongruentes... Sin dudas, la obra kafkiana, en la plenitud de su apogeo, se apoderaba de un sueňo. Y aquello que pocos días antes había sido idilio para la estación invernal, se transformaba en tosca amalgama de rencores, de odios, de pesadillas... Bueno, es que sólo los hombres pueden convertirse en insectos. Y cuando digo hombres, digo también hembras. Porque junto a mi fiel Gregorio Samsa, descubrí mi cuerpo cubierto del polvillo gris de las crisálidas. Yo, envuelta en una cápsula gelatinosa, viendo mi palacio de arenas doradas derrumbarse como castillo de naipes. Y no porque lo quisiera, por supuesto. A nadie le gusta ver caer la propia casa delante de la vista, sin poder hacer nada por evitarlo. Mas, si como las casas pueden hablar por sus antiguos habitantes solamente hasta un punto (y no más que eso), no desesperé.
Regresé esa misma maňana al Callejón del Oro, donde vivieran los mejores alquimistas de Praga[1]. Era impelente encontrar la fórmula mágica, pero no aquella con la cual se querían transformar los metales en oro, claro está, sino otra: la que convertiría de nuevo el amor en hombre y mujer. Caminé por la oscura callejuela, sin reparar en el viento frío de febrero. Pasé de largo por el número 22 (Franz dormiría a esas horas, ¿para qué despertarlo?...). Y llegué a una antigua bodega, de esas clásicas y descritas en cualquier texto sobre magia. Una puertecita chirrió. Entré y bajé a tientas por la angosta escalera hasta el sótano. Y allí estaba, seňoril, con los brazos abiertos, la mentira. Me esperaba desafiante. Y tuve que matarla. Tuve que cortar su cabeza de cuajo para regresar de nuevo a mi cuerpo, a su cuerpo, a nuestras vidas...


[1] Bajo el gobierno del Emperador Rodolfo II de Asburgo, a finales del S. XVI.

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