Por Astarté.
León, España.
Olvidémonos
ahora de los presentes. Es evidente que nos miran con caras de estupefacción.
Peor para ellos. Porque con respecto a ese automóvil somos solamente dos, tú y
yo, que sería igual a decir la mañana y su sombra. Luz y negación. Aunque los
demás afirmen que venimos al mundo para obrar. Pero nosotros sabemos que no
existe una mentira mayor que esa, sobre todo ahora que te observo y nada me
dices. Ya lo sé. Tienes la palabra en desuso. La palabra… ¡Cómo si fuera gran
cosa!
Cuando
éramos pequeños y solíamos jugar encaramados en los tejados del barrio no podía
evitar la amenaza del vértigo. Y tú lo sabías. Por ello, esperabas siempre a
que estuviera próximo al borde para hacer como si fueras a empujarme. Yo, por
supuesto, me aterrorizaba. Cerraba los ojos y ponía mis bracitos en cruz,
pretendiendo semejar de alguna manera a la Gloria. Pero, igualmente, al final
terminaba por hacerme la caca entre las piernitas. Y tú reías. Eras mayor y más
fuerte. Yo, poco menos que un desastre. Blando y deformado por la
sobreprotección materna te reconocía como mi hermano en aquel entonces. Luego,
cuando las golondrinas cruzaron el candil celeste, comenzaste a negarlo. Y yo
sufrí. Sufrí en silencio. Apretando los dientes aprendí a probar el sabor de la
decepción. Claro que a ti no es que te importaba demasiado. Con poco esfuerzo y
tanto de coraje te lanzabas ágil hacia la cima de las colinas, siempre altivo y
arrogante. Mientras yo, al contrario, arrastraba mis escuálidos tendones que se
entreveraban en un montón de pajilla seca. Hasta que un día… ¡Oh Dios!, sucedió
el milagro. Descubrí que había precipitado su carita alegre por un poro de mi
triste pellejo la primera pluma. Blanca y suave como algodón de azúcar.
¿Sería libre
a partir de entonces? ¿Acaso el corazón puede serlo? Pues yo te amaba.
Encontraba en ti las beldades añoradas y las razones preconcebidas. Tú, bello,
radiante, ya te empeñabas en cruzar el río cuando yo no más podía revolotear
alrededor del nido. ¡Cuánto lloré! También mamá se había trasladado a un nuevo
sitio. Otra cría reclamaba su amor. Una mañana, mirándome dulcemente me dijo:
“Debemos despedirnos”. Y cuando llegó el invierno, yo aún imberbe no tenía las
fuerzas para acumular alimentos. Tú sí. Ya estabas lejos como nuestra madre y
no eras más mi hermano, sino otro pájaro del bosque. O tal vez, hasta fueras mi
enemigo.
A pesar de
todo sobreviví. Algunas hormigas enloquecidas con el viento acudieron a buscar
refugio en mi pico. Y cuando el sol volvió a mostrar su gentileza yo ya estaba
listo para echar a volar. Después pasó el tiempo, mas no logré olvidarte. Te
veía haciendo círculos en el azul continuo. Como un contrincante al que no se
puede jamás derrotar. O quizás, como una deidad, quién lo sabe. El mundo que
idealicé para ti era el mejor de todos y había en él suficiente oquedad para
que cupiesen lo cierto y lo falso.
Cada vez que
distinguía una ola migratoria alzaba la vista y te buscaba. Y no sabía si eras
realmente tú, pero te imaginaba el líder; aquél que llevaba el sentido del
vuelo en el vértice de ese triángulo perfecto que hacemos las aves cuando
debemos volar a otras tierras. Ciertamente, como podrás suponer, siempre he
tenido que contentarme con la cola de la saeta. Jamás he logrado reunir toda la
destreza y la inteligencia que se requiere para dirigir algo en mi vida. No
obstante, soy aún feliz recordándote y mimetizando tu fuerza en mi debilidad.
Tendrás ya hijos y a lo mejor nietos, ¿no es así? Yo no. Cuando he querido amar
a alguna ha llegado un forzudo a desplazarme. Me pregunto si podrán quererme
algún día…
Han
transcurrido varios inviernos desde que te fuiste sin regreso y ya ves, mi
hermano del alma, qué extrañas se presentan hoy las circunstancias y cuán
pobres somos ante los caprichos de la eternidad. Y es que si seguí el rumbo que
traza esta carretera de campo fue porque algo presentí, aunque nunca el
hallarte de esta forma, después de tanto tiempo. Quién sabe si a lo mejor eres
feliz también en este instante. No me respondes, pues tienes la palabra en
desuso, ya lo sé. Pero, al menos, déjame pensar que tampoco tuviste miedo en tu
último momento; no éste que yo siento ahora al verte así, desde la altura de
mis incompetencias, incrustado en ese miserable parabrisa.
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