PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




sábado, 8 de septiembre de 2012

El más débil.



 
 Por Astarté.
             León, España.


Olvidémonos ahora de los presentes. Es evidente que nos miran con caras de estupefacción. Peor para ellos. Porque con respecto a ese automóvil somos solamente dos, tú y yo, que sería igual a decir la mañana y su sombra. Luz y negación. Aunque los demás afirmen que venimos al mundo para obrar. Pero nosotros sabemos que no existe una mentira mayor que esa, sobre todo ahora que te observo y nada me dices. Ya lo sé. Tienes la palabra en desuso. La palabra… ¡Cómo si fuera gran cosa!
Cuando éramos pequeños y solíamos jugar encaramados en los tejados del barrio no podía evitar la amenaza del vértigo. Y tú lo sabías. Por ello, esperabas siempre a que estuviera próximo al borde para hacer como si fueras a empujarme. Yo, por supuesto, me aterrorizaba. Cerraba los ojos y ponía mis bracitos en cruz, pretendiendo semejar de alguna manera a la Gloria. Pero, igualmente, al final terminaba por hacerme la caca entre las piernitas. Y tú reías. Eras mayor y más fuerte. Yo, poco menos que un desastre. Blando y deformado por la sobreprotección materna te reconocía como mi hermano en aquel entonces. Luego, cuando las golondrinas cruzaron el candil celeste, comenzaste a negarlo. Y yo sufrí. Sufrí en silencio. Apretando los dientes aprendí a probar el sabor de la decepción. Claro que a ti no es que te importaba demasiado. Con poco esfuerzo y tanto de coraje te lanzabas ágil hacia la cima de las colinas, siempre altivo y arrogante. Mientras yo, al contrario, arrastraba mis escuálidos tendones que se entreveraban en un montón de pajilla seca. Hasta que un día… ¡Oh Dios!, sucedió el milagro. Descubrí que había precipitado su carita alegre por un poro de mi triste pellejo la primera pluma. Blanca y suave como algodón de azúcar.
¿Sería libre a partir de entonces? ¿Acaso el corazón puede serlo? Pues yo te amaba. Encontraba en ti las beldades añoradas y las razones preconcebidas. Tú, bello, radiante, ya te empeñabas en cruzar el río cuando yo no más podía revolotear alrededor del nido. ¡Cuánto lloré! También mamá se había trasladado a un nuevo sitio. Otra cría reclamaba su amor. Una mañana, mirándome dulcemente me dijo: “Debemos despedirnos”. Y cuando llegó el invierno, yo aún imberbe no tenía las fuerzas para acumular alimentos. Tú sí. Ya estabas lejos como nuestra madre y no eras más mi hermano, sino otro pájaro del bosque. O tal vez, hasta fueras mi enemigo.
A pesar de todo sobreviví. Algunas hormigas enloquecidas con el viento acudieron a buscar refugio en mi pico. Y cuando el sol volvió a mostrar su gentileza yo ya estaba listo para echar a volar. Después pasó el tiempo, mas no logré olvidarte. Te veía haciendo círculos en el azul continuo. Como un contrincante al que no se puede jamás derrotar. O quizás, como una deidad, quién lo sabe. El mundo que idealicé para ti era el mejor de todos y había en él suficiente oquedad para que cupiesen lo cierto y lo falso.
Cada vez que distinguía una ola migratoria alzaba la vista y te buscaba. Y no sabía si eras realmente tú, pero te imaginaba el líder; aquél que llevaba el sentido del vuelo en el vértice de ese triángulo perfecto que hacemos las aves cuando debemos volar a otras tierras. Ciertamente, como podrás suponer, siempre he tenido que contentarme con la cola de la saeta. Jamás he logrado reunir toda la destreza y la inteligencia que se requiere para dirigir algo en mi vida. No obstante, soy aún feliz recordándote y mimetizando tu fuerza en mi debilidad. Tendrás ya hijos y a lo mejor nietos, ¿no es así? Yo no. Cuando he querido amar a alguna ha llegado un forzudo a desplazarme. Me pregunto si podrán quererme algún día…
Han transcurrido varios inviernos desde que te fuiste sin regreso y ya ves, mi hermano del alma, qué extrañas se presentan hoy las circunstancias y cuán pobres somos ante los caprichos de la eternidad. Y es que si seguí el rumbo que traza esta carretera de campo fue porque algo presentí, aunque nunca el hallarte de esta forma, después de tanto tiempo. Quién sabe si a lo mejor eres feliz también en este instante. No me respondes, pues tienes la palabra en desuso, ya lo sé. Pero, al menos, déjame pensar que tampoco tuviste miedo en tu último momento; no éste que yo siento ahora al verte así, desde la altura de mis incompetencias, incrustado en ese miserable parabrisa.


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