Por Astarté.
León, España.
Tengo que contarte, vida mía, una historia, tan inverosímil como
cierta. Son de esas historias que frisan en el tiempo de las simples leyendas,
en las cuales los protagonistas son triángulos, círculos, figuras geométricas
en el sentido más amplio de la palabra geometría.
Bueno, lo de geo es por aquello de
querer siempre imaginar que el contexto tiene algo que ver con la tierra como
espacio… Pero digo yo: ¿es que no hay, acaso, rombos en el cielo?... La
constelación de Virgo, por ejemplo. Busquemos una mínima información y la
veremos allí, opulenta, espléndida, entre Leo y Libra, en perfecto equilibrio:
fiereza y misura. Mujer zodiacal que ilumina el cielo de los cultivadores de
trigo, cada amanecer, con la obsesión de una estrella denominada Espiga por los campesinos medievales.
Claro, queden en su casa los astrónomos, haciendo cuentas con la física
cósmica. Yo solamente te quiero contar, amor mío, la historia de un dibujo
astral. Fue diseňado a piceladas incompletas por un ángel, pícaro, ebrio como
el mejor postor. Está pintado a mano alzada, ya sabes, sin proyecto alguno que
le sirviera de modelo. Más o menos, la historia dice así:
En la constelación de Virgo,
un buen día, nació un árbol. Y de entre frutas y flores de todas
las especies terrestes y celestes un elemento, de extraňa figura, cayó; no por
gravedad, claro está. Newton fue un pobre ser humano que
no habló de cosas que caen del espacio infinito donde viven los ángeles. Y
bien, el raro cuerpo llegó a nuestro oscuro planeta con el sol de abril.
Espiga, esa estrella de Virgo, salió por vez primera a gobernar el mundo
mineral terrestre. Y un espermatozoide gravitacional germinó, entonces, en el mágico
territorio del hierro y de la fertilidad. Y nació el amor. Y en el silencio del
alba pasó un ángel y vio la escena. Dicen las malas lenguas que se trataba de
un ángel caído, quién sabe de dónde. A veces, ángeles y cuerpos extraňos caen
al mismo tiempo y del mismo sitio... El caso es que el ángel, ebrio como
estaba, se creyó discípulo de los grandes maestros. Pincel en mano, y sin
reparar en los remilgos de príncipes moralistas, inició a pintar un círculo,
del cual ideó un cuadrado y luego un triángulo. Era algo así como la
refiguración de un ser primario, sin identidad. Brazos, piernas, corazones
germinaron pues... Dos caras se unieron en la misma abreviatura de un beso
interminable. Y dos cuerpos surgieron de la extraňa figura (¿geométrica?)...
¿Sabes, amor? Los sueňos son extraňos. Casi siempre comienzan como
historias y terminan en deseo. Quién sabe si aquel ángel, repleto de locura,
quiso pintar un acto de pasión y no supo cómo hacerlo... Quién lo sabe... Pero,
¿qué nos importa? Te amo. Me amas. Y eso es suficiente. Escribamos, entonces,
el epílogo. Que aquel ángel, borracho como estaba, duerme y sueňa todavía. Como
un hombre. Como tú.
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