Nota de la autora: En lo más recóndito del monte, donde no llega el bullicio de la humanidad, gobierna la Naturaleza en su esplendor. Y allí, formando un gran pueblo, viven los orishas. Pienso que la fábula nos acerca a la dimensión de esta realidad intangible.
(Rosa Marina González-Quevedo)
Por Astarté.
León, España.
Un buen día, Obatalá, que en el
panteón yoruba es orisha de respeto por gobernar las cabezas de los
hombres y mujeres, dejó atrás su reino de palomas y entró en un viejo museo
abandonado. Vale decir que, en esta ocasión, sus poderes se manifestaban en forma
femenina (Obatalá a veces es mujer; otras, hombre). Así, por vanidad de
fémina, quiso cambiar de vestido. Específicamente, su decisión de irse por ahí
buscando cambios de ropaje tuvo que ver con su gran deseo de vestir de verde. Porque,
por lo general, ella viste con el color de la espuma y usa como adornos piedras
de cuarzo opalino. Sin embargo, desde hacía tiempo soñaba con vestir con el
color del monte para poseerlo. (Bueno, que quede entre nosotros, según cuentan
algunas leyendas, Obatalá ha envidiado siempre el brillo de la esmeralda de
Oggún, su gran enemigo). En fin, que aquel día, despojándose de su túnica de
blanco encaje, para realizar su deseo emprendió uno de sus tantos viajes de
aventuras hasta llegar a aquel museo, ahora viejo y olvidado.
Solitaria, sobre una columna
construida como pedestal, se erguía en piedra verde el busto de una mujer de
semblante exótico, rudo y sublime al mismo tiempo. Su mirada era profunda. De la
oscuridad de sus ojos huecos emergía la luz, si bien su expresión era composición
de miedo y lujuria al mismo tiempo. No sé, algo así como la sorpresa de un animal
de las cavernas al sentirse deslumbrado ante la maravilla del cielo. Claro, para Obatalá no hay misterios que no
puedan ser revelados. La enigmática expresión de la doncella verde era prueba de
antiguos dolores no del todo superados, como si le faltara solamente hablar
para pedir libertad. Y si nada decía, era por ausencia de pensamiento para
construir palabras.
Entonces, Obatalá, que todo lo puede,
moldeó el cráneo de la exótica mujer de piedra hasta convertir su cabeza en un
templo piramidal. Y así, estableciendo una conexión de energía entre la cúspide
de la pirámide craneana y el sol, la reina-orisha se posesionó de la figura
estática de aquella escultura de piedra. Y desde entonces, en plena libertad,
abriéndose paso por el monte, bajo la imagen de la mujer-pétrea gobernó por
siempre, con su espléndido verdor, entre blancas palomas.
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