Por Astarté.
León, España.
(Tomado del libro de relatos inédito Mitología y leyendas peregrinas de una isla, de Rosa Marina González-Quevedo).
Mi madrina me criticaba siempre
por mi exceso de intelectualidad. Me decía que a los santos hay que entenderlos
así, simples como son, en sus manifestaciones naturales. Que si la hierba es
verde, eso significa que “es verde” y no “que tiene un manto verde”. Y que
nunca iba a aprender a sentir el alma del monte porque, para mí, el monte era
un “adulto sonámbulo” y no “la casa de los santos orishas”.
Y tenía razón.
Yo leía libros e imaginaba todo lo demás.
En cierta ocasión, me invitó a presenciar un ritual de
purificación: Una chica vestida con una bata blanca estaba de pie, al centro de un círculo de velas blancas encendidas. Y mi madrina fumaba un tabaco por la parte
del fuego y le expulsaba el humo en la cabeza diciendo algunas frases en lucumí.
El ritual duró casi una
hora.
Recuerdo que en el patio había un árbol de mangos, frondoso y lleno de
frutos. Sus ramas se mecían, suavemente, emanando un perfume inigualable, mezcla
de yodo y almíbar. Recuerdo, además, un cielo muy azul sobre la techumbre de la
terraza, ésta improvisada con láminas de fibrocemento. Y recuerdo el olor a
frijoles negros que salía del interior de la cocina...
Después de todo esto, no
recuerdo nada más.
Luego, soñé.
Y la noche que soñé con Shangó había tenido muchos otros sueños,
todos extraños y llenos de símbolos de difícil lectura. A la orilla del mar,
siempre de noche, el orisha-guerrero (que esta vez venía como
hembra) era un gigante y vestía con su manto rojo.
Pasó por detrás de mi
espalda, de izquierda a derecha. Y continuó caminado hasta llegar a la
frontera, mi cama, a visitarme.
Y entonces, ya no era Shangó, sino Oshún.
Mujer morena y radiante.
Vestida de amarillo y oro.
Me tocó en el hombro.
Nada
me dijo aquella noche.
Pero mi instinto me impulsaba a entrar en su casa.
***
Era el corazón del monte. Había
un guayabal repleto de maleza. Y al atravesarlo, encontré a Ilé-Ifé (sitio conocido como la Meca de los yoruba).
Hasta que lo viera en sueños, de
su esplendor sólo conocía (por leerlo en libros) la existencia de sus templos,
su artesanía y la tradición de un fuerte espíritu entre sus antepasados. De los
orígenes de su nombre sabía bien poco, aunque todos lo llamaban “la casa que se
expande” o “la casa que se propaga”... O “la casa del pájaro que vuela”...
Y esto último fue lo que se me
quedó grabado.
Historia y leyendas coinciden en
que su fundador fuera Oduduwa (también llamado Odduwa, Oddúa,
Olofin, etc.). Y que Oduduwa era hijo de un rey. Bueno, hay
versiones que consideran su ascendencia islámica, suponiendo que éste,
desheredado y expulsado de La Meca, escapando a tierras paganas, fundara su
propio reino: la cuna del pueblo yoruba... Todo ello fruto de lectura.
Se cuenta, además, que en Ilé Ifè había un palacio lleno de ídolos de
madera.
Era el palacio real.
Y se cuenta del nacimiento de un genio de las
artes adivinatorias, Ifá,
quien seguido por dieciséis discípulos inició su peregrinar por tierras
nigerianas y más allá de éstas, fundando muchos imperios, de los cuales fuera Oyó el más importante. Estos reinos,
gobernados por el alafín (rey de reyes o rey divino), gozaban
de plena independencia...
Se cuenta que Shangó,
poderoso guerrero, se convirtió en el cuarto alafín de los habitantes de Oyó.
Esto y algunas cosas más
cuenta la leyenda.
***
Atravesé el guayabal y llegué a
un bosque de árboles.
Estaban cubiertos de una corteza que expelía el aroma de
la resina verde.
Buscaba a Oshún, la reina de los girasoles. La imaginaba abanicándose el cuerpo, sudando misterio allá, en las minas de cobre del oriente de mi isla. Quería pedirle que me descifrara el
mensaje que aquella noche, en sueños, había dejado al pie de mi cama cuando fue
a visitarme. De ello dependía mi re-encuentro con la vida futura, cuando fuera
yo capaz de interpretar mi diloggún
(oráculo usado en la religión yoruba para establecer una comunicación con los orishas):
Caracoles, hablen con las bragas
de Oshún, que a su vez hablan por
mí...
Pero me respondió el viento al
vaivén de las ramas de los árboles. Que ya no eran gigantes de brazos poderosos, sino verdes casuarinas. El sonido del viento era el rumor que devenía cada
vez más sordo y melodioso, como canto de tambores.
Y bien, creí llegar al final de mi
camino.
Estaba en un lugar mágico, en el que un río acotaba el resto del
paisaje.
Y en el río nadaba un pez de grandes dimensiones.
El agua tornasol era un espejo...
La tentación de verme reflejada
en la descomposición de la luz me superó.
Entonces, me agaché.
Y pude observar mi imagen
deformada por el resplandor.
Para continuar hacia delante
tenía que atravesar la corriente. Atravesar la luz...
Del otro lado estaba Ilé Ifé... Ilé Ifé...
La casa de los orishas.
Que ya no era un palacio donde
vivía un rey, sino una discoteca en medio de la manigua. Cubierta por paredes y techo de vidrio. Llena de
luces. Un sitio donde el ritmo del reggaetón y del rock se confundía con el retumbar de los
tambores Iyá, Itótele y
Okónkolo (los tres tambores batá).
Una mezcla rítmica de notas
crudas, salvajes, espasmódicas.
Melodía cargada de energía y,
seguramente, compuesta bajo órdenes directas de Olofi.
Y sin saber cómo, me absorbió el
conglomerado de cuerpos danzantes y llegué al pie del pedestal del creador de
todo lo que existe.
Le pregunté dónde podía encontrar
a Oshún, la reina de los girasoles.
Y Olofi, que no habla con la
gente, pero sí con las palomas y demás pájaros del monte, me dijo:
— Regresa a tu casa y acuéstate
de nuevo. La encontrarás sentada en tu cabecera, donde se quedó,
esperándote para contarte la fábula del NADA ES IMPOSIBLE que no llegaste a
escuchar.
Y yo regresé a mi nido.
En el
epicentro de una isla repleta de sueños peregrinos.
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