Por Astarté.
León, España.
Que la pimienta dulce pudiese ser utilizada como poderoso repelente
contra las hormigas fue algo descubierto así, “en modo casual”, por mi padre.
Recuerdo que en aquel tiempo tenía yo la manía de inventar receteas. Y digo
esto de “inventar” a pesar de saber muy bien que la pimienta dulce, usada en
cocina (por ejemplo, para adobar un pollo), no es obra de grandes olimpiadas
científicas. Las palabras pueden ser usadas (y de hecho lo son) para creernos
(o hacer creer) que somos lo que queremos ser y no lo que somos en realidad...
El descubrimiento de mi padre, sin embargo, fue genial (¿y casual?...) ¡Eureka!: Expresión de un buen tío que
un día de calor descubriera que cada
cuerpo tiene un lugar en el espacio, justo cuando se disponía a entrar en
la baňera de su lúgubre cuarto de aseo personal. Al menos, es esto lo que
cuenta la leyenda. Lo cierto es que, de tal anécdota, podríamos llegar a la
conclusión que el buen Arquímedes se baňaba algunas veces, o por lo menos, de
vez en cuando en su vida. Y con respecto a lo que contaba antes sobre la
pimienta dulce... ¡Ja!... Regar ingredientes sobre la meseta de nuestra cocina,
más que arte de desordenados, bien podría llegar a ser concebido (¿y por qué
no?) móvil para la experimientación científica. Mi padre, que era un genial
observador, vio que las hormigas desviaban su ruta rectilínea, sólo por evitar
aquellos desparramados granos del mencionado producto natural, “des-cubreindo”
así sus propiedades insecticidas.
Y bien, ¿qué es entonces la
casualidad? Hay quien dice que no existe, ni como categoría, ni como hecho.
Los llamados “pesimistas”, por
ejemplo, niegan totalmente sus posibilidades de existencia real. En tal caso, no tenemos que llegar a pensar que un ladrillo caído de un techo en
construcción nos ha roto, funestamente, la cabeza en modo casual y por
desgracia. Porque, aunque no hayamos tenido en cuenta esta posibilidad,
nosotros íbamos necesariamente a pasar por esa calle; el ladrillo tenía,
necesariamente, que caer... Y la rajadura craneana (o la muerte como
consecuencia en el peor de los casos) son nada de haberse podido evitar: era
ese nuestro día de subir al reino de los cielos para sentarnos a la diestra del
Seňor. Fin de un programa de vida. Fin de una de las vidas...
¿Y cómo definir, entonces, la necesidad? Todo sucede para bien, decía mi
querida bisabuela. ¿Todo está previsto? Volvamos a Arquímides (entrando en la
baňera) y a mi padre (entusiasmado ante el cambio de ruta de las hormigas en la
meseta). El antiguo genio griego (y lo de “genio” se lo doy por su enorme
capacidad de observar y sacarle partido al juego universal del Cosmos) y mi
padre son, en tal caso, una y la misma persona en el acto de observar pequeñas
piezas de un engranaje que llamaremos “divino” (por denominarle de alguna
manera): Leyes entreveradas en condiciones aparentemente casuales. ¿Por qué
enfurecernos, pues, al perder el avión por retraso del taxi hacia el
aeropuerto?
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