Por Astarté.
León, España.
Recuerdo que era una mañana gris y fría cuando
dejé el pueblo. No me despedí de los vecinos. Cerré la puerta y eché a andar
sin mirar lo que dejaba a mis espaldas. Sabía que sentimientos breves no alcanzarían
jamás mis huellas; en mi comunidad no existía ese tipo de sutileza emocional
con respecto a mi ingenio. Me tenían por borracho y jugador. Les hacía un gran
favor con irme lejos. Claro que lo que no sabían era que conmigo llevaba el
alma de aquel sitio de Dios... El alma revestida con un cuerpo que da la
naturaleza a los pésimos hijos de la sociedad; a aquellos que, como yo, no
pactan con los que tiran las cartas sobre el tapete verde. Mis cartas fueron
siempre las peores, las de perder. Y ni siquiera como expatriado me dan paz. Ni
siquiera así... Eso del robo de las flores es pura cizaña, invento de los que
quieren encubrir las propias trampas en la mesa del juego. Yo, sin embargo,
jugué, sí, pero siempre limpio. Se sabía que robaba el As de trébol y que me
gustaba por su inmensa frescura. Pero de ahí a eso de romper una cerca para
robar flores en casas ajenas va un gran trecho. No tengo culpa. Ni de eso, ni
de nada. Y ahora me salen con esta treta, siempre para darme las peores cartas,
por supuesto... Vamos a ver, ¿a qué hora más o menos descubrieron la verja
rota?... A las diez, ¿no? Hora improbable para robar en los jardines. Pasan
todos y miran. Un usurpador no podría haber entrado así, con la gente que pasa
y cotillea... A mí, la verdad, me preocuparían más los mirones, que son los que
entran y salen sin pedir permiso. Son los que de tanto husmear en las
expectativas ajenas, terminan por desbaratarlas. Pero un viejo perdedor como
yo... ¡Vamos!, solamente querría flores para su memoria.
Morí a las nueve y robé a las diez. Sólo flores para su memoria...
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