Por Astarté.
León, España.
Y es que había tanto sol que le
ardían los ojos. Su piel, completamente quemada, desprendía el aroma que el campo guarda, secularmente, en
absoluto secreto. Y arrastrando los llagados talones llegó al punto de partida:
su corazón. Que no era un órgano. Que no era, tampoco, la metáfora recocida por
desabridos románticos. Era, simplemente, un corazón especial: el suyo. Y cuando
no pudo seguir a pie por el sendero; cuando sus talones habían dejado de
existir, se montó en un corcel. Y a pleno galope, se abrió camino entre la
maleza del monte. El olor a hierba era indescriptible. Perfume vaginal, tierra
y río mezclados en el barro... Hierba verde, árboles, sinsontes le dieron
permiso para entrar al sitio sacro. Entró cabalgando. Y a mitad del camino
rompió la montura para continuar su rumbo apresurando el paso. El tiempo de
llegar a la meta era demasiado breve. Y cuando llegó, se sentó mirando al
cielo, respirando el aire de la tarde que olía a olmo reverdecido en primavera.
Y supo entonces que se había bebido el propio corazón. El sabor dulce de la
sangre le llenó el paladar. Y tuvo, por supuesto, miedo de morir. Pero no
murió. Y una tarde de abril, cuando no contaba ya con las fuerzas de su cuerpo,
se abrió el pecho y sacó aquel antiguo rosario. Lo llevaba siempre, pero para
usarlo, solamente, en casos de vida o muerte. Valga decir, por cierto, que
aquella era una mujer que no creía ya, ni siquiera, en los milagros. Sin
embargo, repitió la vieja letanía, como quien reitera alguna condición errante:
Dios te salve María, llena eres de
Gracia... Y la catedral se iluminó de eternidad: Porque él estaba allí, en
su cama, abrazado a su cintura. Desnudo y despojado de cualquier veneno: Amor mío eres hoy, maňana y siempre... Y bendita eres entre todas las mujeres.
Dulces sueňos. Ahora y en la hora de nuestra vida y nuestra muerte. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario