Por Astarté.
León, España.
Hoy compré una idea. Una brillante idea. La vi mientras paseaba por las
tiendas del centro. Detrás de una vitrina, en un escaparate gigante donde
también había otras ideas, muchas de ellas de vieja confección. Entre un espejo
y un maniquí resplandecía. Y su luz se proyectaba desde la fría lámina de
azogue del espejo, llegando a iluminar la fachada del edificio de enfrente.
Eran las tres. El sol hacía piruetas en el techo del mundo.
¿Sabéis por qué me gustó? Bueno, quizás parezca estúpido, pero
me atrajo enormemente su forma: aparecía a los ojos de los consumidores
envuelta en papel maché. O mejor dicho, hecha de papel maché. Un cuadrito,
simple, colorido. Una idea adulta llena de muchas y brillantes ideas infantiles que esperaban ser
tomadas en serio por racionalistas y empiristas. Algo, por supuesto, muy difícil de lograr. Pues para quienes la
recuerdan, la infancia es tan clara y
diferente (por no decir distinta) que, en la mayoría de los casos, no podría jamás cubrir los
estrechos contornos de un tratado. Y quién sabe (me pregunto) si al final es
del todo inútil que los altos
pensadores traten de comprar buenas ideas. Probablemente no sabrían qué hacer
con ellas. Probablemente, claro está. Hay quien cree en los milagros.
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