PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




martes, 20 de diciembre de 2016

La fábula de Obatalá y la mujer-pétrea (con nota de la autora).


Nota de la autora: En lo más recóndito del monte, donde no llega el bullicio de la humanidad, gobierna la Naturaleza en su esplendor. Y allí, formando un gran pueblo, viven los orishas. Pienso que la fábula nos acerca a la dimensión de esta realidad intangible.

(Rosa Marina González-Quevedo)







Por Astarté.
León, España.

Un buen día, Obatalá, que en el panteón yoruba es orisha de respeto por gobernar las cabezas de los hombres y mujeres, dejó atrás su reino de palomas y entró en un viejo museo abandonado. Vale decir que, en esta ocasión, sus poderes se manifestaban en forma femenina (Obatalá a veces es mujer; otras, hombre). Así, por vanidad de fémina, quiso cambiar de vestido. Específicamente, su decisión de irse por ahí buscando cambios de ropaje tuvo que ver con su gran deseo de vestir de verde. Porque, por lo general, ella viste con el color de la espuma y usa como adornos piedras de cuarzo opalino. Sin embargo, desde hacía tiempo soñaba con vestir con el color del monte para poseerlo. (Bueno, que quede entre nosotros, según cuentan algunas leyendas, Obatalá ha envidiado siempre el brillo de la esmeralda de Oggún, su gran enemigo). En fin, que aquel día, despojándose de su túnica de blanco encaje, para realizar su deseo emprendió uno de sus tantos viajes de aventuras hasta llegar a aquel museo, ahora viejo y olvidado.

Solitaria, sobre una columna construida como pedestal, se erguía en piedra verde el busto de una mujer de semblante exótico, rudo y sublime al mismo tiempo. Su mirada era profunda. De la oscuridad de sus ojos huecos emergía la luz, si bien su expresión era composición de miedo y lujuria al mismo tiempo. No sé, algo así como la sorpresa de un animal de las cavernas al sentirse deslumbrado ante la maravilla del cielo.  Claro, para Obatalá no hay misterios que no puedan ser revelados. La enigmática expresión de la doncella verde era prueba de antiguos dolores no del todo superados, como si le faltara solamente hablar para pedir libertad. Y si nada decía, era por ausencia de pensamiento para construir palabras.


Entonces, Obatalá, que todo lo puede, moldeó el cráneo de la exótica mujer de piedra hasta convertir su cabeza en un templo piramidal. Y así, estableciendo una conexión de energía entre la cúspide de la pirámide craneana y el sol, la reina-orisha se posesionó de la figura estática de aquella escultura de piedra. Y desde entonces, en plena libertad, abriéndose paso por el monte, bajo la imagen de la mujer-pétrea gobernó por siempre, con su espléndido verdor, entre blancas palomas. 

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Empezamos Diciembre: Nuria Viuda García y Las crónicas de los días que pasan.

Nota de la autora: Narrar lo imperceptible de los días que pasan... Porque los días se suceden unos a otros y no nos damos cuenta de que la sucesión es el único camino del tiempo que viaja "hacia delante", la dimensión de Cronos traducida en crónicas por parte de Nuria Viuda García, prolífica escritora de nuestra ciudad de León. Hoy tengo el placer de dar a conocer a los lectores de "Los días de Venus en la Tierra" el modo sutil en el que nuestra autora percibe lo imperceptible del frío diciembre: el blanco-azul cubriendo el amarillo-rojo de la luz solar en un cuadro cotidiano, la memoria de la niñez bajo los copos de nieve y tanta belleza, que por sus condiciones extremas a veces nos resulta hostil. 
Aquí, sin más, os dejo su artículo Empezamos Diciembre, recientemente publicado en la revista digital La charca literaria.

 (Rosa Marina González-Quevedo)


Paisaje con nieve y caballos, Robert Duncan
(1952, Salt Lake City, Utah, Estados Unidos)



Diciembre

Crónica de los días que pasan 


    En diciembre el mundo juega maliciosamente a tantear los bordes del espacio, buscando un mástil donde asirse, al despertar el alba desnuda de porqués. Desprevenido y cómico bombea el día su extensión-nenúfar.
    Se avecina un sufrido invierno enumerando pasos en la nieve, pasos pequeños, capaces de recorrer cien millas en un intervalo de cinco minutos y regresar al punto de partida, como niños que se alejan pero de los que jamás se pierde la referencia. Puntos negros allá en el horizonte, que se extiende ante los ojos, semejante a una lengua inmensa y blanca que lame el paisaje hasta donde alcanza la mirada, cegándola de luz y plato.
    La nieve posee esa gran capacidad de descifrar al instante los colores y convertirlos en tragedia.
    ¿Acaso no resulta trágica una camiseta azul hecha jirones, un caramelo de menta recién mordisqueado, una gota de sangre, una moneda extraviada; allí esparcidos y condenados a la desaparición; diluyéndose con cada copo en territorio níveo?
    En contraposición no existe nada tan hermoso como observar un alce hundiendo sus cuatro patas al unísono en nieve virgen; puntos negros en procesión concéntrica. Ni nada más tremendo que una tarde de diciembre pidiendo auxilio, sepultada por la inminente oscuridad que la transmuta en noche prematura, engullendo de un modo salvaje su condición de tregua.

martes, 13 de diciembre de 2016

Había una vez un pueblo (con nota de la autora).

Nota de la autora: Podrán quitarnos la palabra, pero no el pensamiento. El pensamiento es libre y reivindica la palabra. Así, al final, la palabra será siempre escrita, dibujada, representada en los mismos muros que le sirven de barrera. (Rosa Marina González-Quevedo).













Por Astarté.
León, España.

Según las leyes de aquel pueblo, sus residentes no podían seguir leyendo libros de poesía o cosas por el estilo. El máximo tribunal del Consejo Jurídico había dictaminado que ese tipo de literatura entraba en la categoría de propaganda inmoral, específicamente en aquella llamada “pornográfica” por estimular las mentes a la masturbación para provocar orgasmos de pensamiento:

INMORAL E ILÍCITA LA POESÍA ESCRITA. QUEDA ASÍ ESTABLECIDA SU PROHIBICIÓN PARA MANTENER LAS BUENAS COSTUMBRES Y EL ORDEN.

__¿Para mantener qué orden?__ se le ocurrió preguntar al tonto del pueblo y le crucificaron en medio de la plaza. Por inoportuno.

Por supuesto, tras la ejecución del pobre iluso, a nadie más le dio por hacer preguntas. Así, el sitio fue cubriéndose de un humo muy negro llamado “silencio”. La gente abría las puertas de sus casas y salía al exterior, caminaba por las calles, iba al mercado. La gente seguía haciendo lo de siempre. Pero en completa mudez. Para no cometer el trágico error de hacer preguntas.

Y fue así que los residentes de aquel lugar empezaron a usar la mímica para comunicar. Crearon un sistema de signos, algo raro por cierto, pero efectivo para decirse cosas entre sí. Y poco a poco, los poetas encontraron la forma de crear versos gestuales, los cuales no necesitaban de texto escrito alguno como tampoco ser publicados en carteles, panfletos, diarios, libros, etc. para ver la luz y vivir. En pocas palabras, la ley del gobierno fue, poco a poco, estrangulada, crucificada y destruida por la ley del amor. Y la poesía reivindicó su naturaleza eterna.


lunes, 28 de noviembre de 2016

Arquitectura de un sueño. Tres viajes de Gulliver.

 Nota de la autora: La vida es sueño, dijo Calderón de la Barca. Y bien, hasta en sueños podemos ser esclavos de nosotros mismos o libres. ¿Habrá un mundo de caballos inteligentes?
(Rosa Marina González-Quevedo).



Por Astarté.
León, España.

Muchas veces, alucinando, sueño con una calle llena de edificios ¡tan altos! que amenazan con venirme encima como los gigantes de Brobdingnag[1]. Ésta es una calle cualquiera y, a la vez, símbolo del mundo. No hay personas que caminen por sus aceras, ni coches que circulen, ni nada. Sólo edificios muy altos y un pedazo de asfalto divisado desde arriba. Es muy enigmático este sueño: no ver a nadie representa no verme a mí misma. Al despertar busco las moles endrinas, los gigantes fabricados de concreto; es decir, los altos edificios entre los cuales no significo nada. Pero doy con las paredes de mi habitación. Entonces, sin alarmarme demasiado, llego a la conclusión de que he estado despierta, vagando horas enteras por mi mente, presa de un estado de sonambulismo especial. La arquitectura de este sueño es simple y apunta hacia el cielo (¿hacia mis delirios e ideales?)... No tengo posibilidad alguna de caminar hacia los lados, sino de moverme, únicamente, hacia arriba y hacia abajo. Un hilo de oxígeno me toca desde lo alto pasando a través de la columna horizontal que se abre entre las hileras de edificios. Y si a nadie veo es porque, tal vez, tenga que ver pasar un ángel y no me he dado cuenta.

Hay una segunda posibilidad de arquitectura, que es ésa de construir mi propio sueño. Porque los sueños se inventan cuando y como queremos, ¿no lo sabías? Así, cierro los ojos y en mi mente construyo una plaza; en su centro una fuente (en cada plaza hay una fuente por lo general). Y tanta gente. Gente que da vueltas y vueltas sin rumbo fijo. Personas, para colmo conglomeradas, que tropiezan entre sí. Sin dudas, un sitio que reconozco. Desde la altura puedo ver el enjambre de hormigas humanizadas girando en torno a mi gigantesca estatura;  un sueño del ego recreado en Lilipud[2]. Un sueño que también es símbolo del mundo. Creo que en él no cabe posibilidad alguna de que llegue un ángel para rescatarme. Este sueño es tan enigmático como el primero. Y lo peor de todo es que yo misma lo he inventado. Por tanto, es obra de mi voluntad.

Queda una tercera posibilidad: la de entrar al país de los Houyhnhnms[3] donde me esperan caballos inteligentes, los Yahoo. No soy gigante ni enana. Y me encuentro ante la disyuntiva de escoger por mí misma si ser grande o pequeña. Este sueño no es inventado. Tampoco resulta de ninguna fase alucinatoria de la mente. No hay fuentes, ni calles, ni gente en su sentido más amplio. Hay solamente espléndidos caballos inteligentes que caminan, libres, de un prado a otro. Abundan los colores y reina el verde. Si decido quedarme aquí, claro está, tendré que sacudir de mis hombros la contaminación adquirida durante el viaje. Y, en segundo lugar, tendré que aprender a pastar, a vivir entre caballos salvajes y a reconocer que, después de todo, en la vida todo es posible. Al menos, éste es un sueño feliz.





[1] Segundo viaje de Gulliver.
[2] Primer viaje de Gulliver.
[3] Tercer viaje de Gulliver.

martes, 25 de octubre de 2016

Manos rotas.


Manos ofreciendo, óleo de Anna Arderiu Gil (Alemania)

Por Astarté
León, España.


Con estas manos dibujé en tu cuerpo
aquel  país de extrañas lejanías,
y  un mar enamorado del silencio
con su misterio de asombradas islas.
(Alberto Cortés, Canción para mis manos)

Despertó y vio que sus manos estaban repletas de incomprensibles abismos, algunos profundos; otros, más superficiales. Y bien, mejor tenerlas rotas que vacías, pensó; sobre todo, porque en tal estado sus manos representaban la constancia de estar vivo aún. Y además, porque sabía muy bien que las pasiones, si son desenfrenadas, al igual que el viento, tarde o temprano terminan erosionando la piel y despedazando la carne (por no decir el alma). En fin, que en la habitación de aquel hotel permanecían él y sus aventuras dibujadas en sus manos, las cuales, quizás, estaban rotas de tanto usarlas (probablemente sí)... ¡Benditas las pasiones!... Virilidad, hambre saciada en cuerpos extraños. (A veces, también en cuerpos conocidos que luego llegaban a parecerles extraños). Y es que con esas manos  había dado la vuelta al mundo, robando ilusiones y amasando victorias que alimentaban su insatisfecho ego de varón dominante. Sin embargo, a pesar de tantas dudas, lo cierto era que sus manos, ésas que antes esculpieran caricias y desencadenaran vibraciones extremas no eran ya las mismas. Pues ahora, si bien entrelazadas y en reposo, estaban a punto de quebrarse cual esculturas de barro bajo la acción de un terremoto.
Claro, como hombre había navegado sin límites en el mar de la experiencia y ya nada podría resultarle inquietante. Por ello, a pesar de su sorpresa, no se inmutó en lo absoluto ante la incomprensión. (Todo lo absurdo es real, ¿no?) Porque, al final, nada había que entender: él estaba allí, y aunque transformadas, esas manos seguían siendo las suyas y no piezas de museo, ni nada por el estilo. Entonces, simplemente, se detuvo a observarlas, igual que haría un niño al descubrir un cuadro impresionista de Paul Wright entre sus juguetes más preciados. Y así, observándolas, inició una especie de estudio ¡tan minucioso! como el que podría realizar el mejor de los científicos. Para encontrar algo nuevo en ellas, algo que explicara el misterio de su quiebra.  
De esta forma, comenzó por analizar las características de cada hendidura, clasificándolas de acuerdo con parámetros como la longitud y la profundidad. Le importaba descubrir, ante todo, cuál de todas las incomprensibles grietas era la más peligrosa, por donde quizás había escapado una mayor cuota de felicidad. Y nada: las conclusiones no fueron demasiado alentadoras. Porque más allá de los datos visibles, descubrió la existencia de pozos sin fondo abiertos por la soledad y el despecho de un macho abandonado; esos que explicaban por qué, en los últimos años de su vida, había dejado huir el amor reteniendo sólo deseos erosivos.
Tenía, por tanto, que tomar alguna medida urgente. Necesitaba hacer alguna acción de salvamento antes de perder para siempre aquellas manos. Y pensó que, a pesar de estar rotas, éstas todavía podían permitirle producir y sacar a la luz sentimientos que, por vanidad, había mantenido ocultos en su pecho desde hacía mucho tiempo.
Y fue así que probó a escribir. A pesar del dolor que le provocaba sujetar la pluma entre sus dedos quebradizos, a pesar de la insoportable sensación provocada por las heridas y las llagas, probó a escribir de nuevo.
Y escribió un poema a la memoria.
Y luego, tomando el pincel, dibujó con sus manos rotas un enorme corazón.
Tal vez, desde un extraño país, ella estaría leyendo ésa, su última carta de amor. 

domingo, 2 de octubre de 2016

Vivir fuera buscando prestigio.

Por Astarté.
León, España.

Vivir fuera de las posibilidades reales y personales buscando prestigio; enlazo esta reflexión con el término MOVING OUT, que literalmente viene traducido como"mudarse" y que a mí me suena a "transformarse en otra cosa" o "mutar" o algo por el estilo; sabrá un buen experto en lengua inglesa dar en el clavo con la mejor traducción de este phrasal verb. 

Esta canción de Billy Joel, uno de sus mayores éxitos de finales de los setenta (1978) es una de mis favoritas. La misma hace referencia a todo lo que somos capaces de hacer en un momento dado por alcanzar un status materialmente "respetable" (el de clase media burguesa; a ello se refiere, específicamente, el autor) que nos garantice ser aceptados en un contexto confortable: Anthony se mata trabajando en una tienda de comestibles para ahorrar dinero y poder mudarse a las afueras (busca prestigio); el sargento O'Leary trabaja de noche como barman sólo por cambiar su Chevy por un Cadillac... ¿Fuera hoy de contexto? ¡Ni mucho menos! Cambiar la esencia en apariencia y vivir fuera de lo que realmente somos no está jamás fuera de lugar: tú, yo, todos y cualquiera hemos vivido fuera de lo que somos, evadiendo complejos, miedos, incompetencias, envidias, y todo el ramillete de piedras contenidas en el pesado saco del ego, mudando nuestra verdadera cara (llena de arrugas, manchas, ojeras, etc) por otra mucho más coqueta, con tal de ser reconocidos. Claro, a veces exageramos; es cuando, sobre-valorando nuestra obra (y siempre buscando prestigio), nos creemos supergeniales e infalibles, al extremo de obviar el hecho de que nuestra obra es importante solamente porque existe la persona humana que somos todos, ninguno excluido.

sábado, 24 de septiembre de 2016

La urna (con nota de la autora).

Este relato tiene la intención de ser la reproducción de un viaje a través del subconsciente, por tanto, un relato surrealista. Me resulta muy difícil describir los sueños y, al mismo tiempo, quedar ligada a la realidad sin confundir lo que veo, toco y pienso con aquello que imagino. Y bien, os invito a cruzar el "ojo de la aguja" de la realidad física para caer de bruces en el mundo "imago"  (o de las imágenes literarias) con el fin de rescatar a  este personaje de las fauces del miedo. Lo merece.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).



Alicia en la urna, Eduardo Naranjo (1944, España)

La urna.

Por Astarté.
León, España.

El cielo estaba repleto de venas rojizas. Era uno de esos cielos extraños. Sin dudas, se avecinaba un temporal de los lindos y había llegado el momento de esconderse. En la plaza, la muchedumbre agitaba banderas de papel. Y tantas y tantas banderas impedían ver el fragmento de sol que persistía aún entre los nubarrones.
Empecé a subir la cuesta. Subía y cantaba cuando un hombre con gafas oscuras me cerró el paso. Era el teniente:

__¡Eh, tú! ¿Y dónde está tu bandera?
__La tenía en la mano hasta ahora, teniente... o en el cuello, no, no recuerdo muy bien__, murmuré.
__¡Lo siento, pero por aquí no pasas!
Una compuerta de vidrio se cerró a mis espaldas. Y de buenas a primeras y sin recibir los honores que se dan a los santos o a los muertos me vi empotrada en una rara especie de urna de cristal. Una nube de polvo se alzó en remolinos. Y a partir de ese instante, a través del vidrio pude percibir la imagen de un niño índigo (quizás un fantasma o un héroe lilipudsiano escapado de un cuento infantil) que llevaba un enorme papalote entre las manos, de esos llamados “cardenales”. Quise dar la vuelta a la redonda dentro de la urna, pero el círculo se había achicado hasta llegar a convertirse en una raya tan estrecha como el brazo del teniente.
Inmóvil como estaba logré, al menos, ponerme en cuclillas para esperar el fin de la jornada. La lluvia saltaría de las nubes y llegaría a mi mente para formar una tormenta de ideas, pensé. Y así, pasaron las horas. Y poco a poco comencé a sentir una fuerza sobre mi cabeza. Era el techo circular de la urna de cristal, el cual, en proceso de reducción, comenzaba a presionarme dulcemente el cráneo. Y digo dulcemente, sí. A veces, el peso del miedo nos sabe a miel.

***
El antiguo palacete, semidestruido y convertido en consultorio médico, había sido la lujosa mansión de un antiguo pariente. Sin embargo, a pesar de su derruido aspecto, el tiempo había dejado en pie huellas de la opulencia que dominara, otrora, en su interior. Así, bajorrelieves de escenas mitológicas donde abundaban faunos, centauros y otras figuras daban al escuálido presente algunas pinceladas de leyenda con la gloria del pasado. Por ejemplo, en la pared del vestíbulo resaltaba, a primera vista, la protuberancia de una cabeza de Gorgona manchada por el moho y el hollín. Y en un oscuro y penoso rincón, un busto de Sócrates en mármol blanco, las cuencas de sus ojos vacías, en su base se leía la siguiente inscripción: Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides (últimas palabras del filósofo, según Platón.  Vamos a creerle).
Tragué en seco y subí la escalera acelerando el paso hasta mi destino. En la segunda planta me esperaba un corredor estrecho y varias consultas que se amalgamaban a razón de pocos metros: PEDIATRÍA – PSICOLOGÍA – GERIATRÍA, una verdadera confusión.  La consulta del psicólogo, la última de todas, puerta “X-Y”.
Con paciencia de anacoreta encontré un hueco en el banco de espera. Me senté entre una anciana que mascullaba un cabo de tabaco y una joven madre con su bebé cagaleriento en brazos:
__¿Me haces el favor de aguantarle las piernitas? Es que tengo que cambiarle el pañal.
El pequeño daba coces de cabrito sin control. La vieja lo miraba y seguía mascullando el cabo de tabaco. Un hombrecito bajo y flaco vestido de blanco asomó la cabeza por la puerta “X-Y”:
__¡Que pase el próximo!

 La sensación del encierro no me abandonaba desde que el teniente me confundiera con uno de los abanderados, metiéndome en una especie de urna de cristal. En fin, que tras varias preguntas de rutina, la sesión de acupuntura no se hizo esperar.  El psicólogo, poseído por un cierto aire orientalista aprendido en algún seminario técnico,  me clavaba agujas detrás de las orejas y en la nuca.  Al parecer, era todo cuestión de tacto. O de energía. O de estrategias para calmar el hambre que quemaba mi estómago. Por otra parte, a través de la ventana de vidrio de la consulta “X-Y”, mientras el psicólogo me convertía en alfiletero, veía pasar a hombres y mujeres con muchas banderas en grupos de tres o cuatro. Y luego, otro grupo más numeroso... y otro... y otro. Y en la muchedumbre, como espectro, vi también pasar al chico índigo con el cardenal en la mano. El cielo era violeta con venas rojizas. Un hombre con sonrisa cínica se acercó. Me aguijoneó en la nuca y detrás de las orejas y me preguntó la hora. Era el teniente. Sus gafas oscuras escondían las cuencas vacías de sus ojos.

martes, 13 de septiembre de 2016

Breve historia a pie.



Por Astarté.
León, España.

Según el mapa, la calle termina en la próxima curva. Dejo entonces las suposiciones y cierro el coche de las circunstancias para continuar a pie. Así, sigo andando en línea recta. Llevo más de dos horas machacando adoquines con la voluntad de alcanzar esa próxima curva que no llega. Y bien, probablemente y por razones ajenas a mi voluntad, alguien ha cambiado el camino. Al menos, esto es cierto.

domingo, 29 de mayo de 2016

CONFESIONES DE ALGUIEN QUE VIVIÓ EN LA TIERRA.



Por Astarté.
León, España.

Hace mucho tiempo atrás viví en un lugar donde la gente es igual en todas partes y la verdad no existe. Tendría siete años cuando descubrí que los niños no llegaban de París, ni que los traía una cigüeña. Y lo descubrí casualmente, gracias a un libro de sexología subyacente en un viejo estante, escondido en  aquel rincón de mi hogar paterno. No podía entonces imaginar que mi  curiosidad infantil, ávida de un sustrato fértil para germinar, pero en controversia con la cara pervertida del moralismo adulto, me hiciera merecedor de un par de bofetones por tal descubrimiento.  Así, por primera vez y en aquella vida que ya quedó atrás, supe que el conocimiento se conquista a golpes de injusticia y sin piedad.

No voy a relatar el sinfín de incertidumbres que trillaron mi camino. Desde aquí, donde ahora me encuentro, siento que del otro lado las cosas siguen, más o menos, como siempre. Mi memoria, sin embargo, se prolonga. Y mis sentidos se alargan como un bucle elástico para ver, por ejemplo, destellos de luz artificial e imaginar medallas (de ésas otorgadas al valor o a la inteligencia) como chispas de luz que se encienden y apagan.  Medallas, eso es. Y siento el peso de la plastilina que termina en monumentos. (Como siempre, todos siguen queriendo monumentos y medallas). Creo también oler el humo de asadores y escuchar, balando, manadas de corderos que se dispersan en varias direcciones. Veo y siento demasiado. Y confieso que,  aunque perdí desde hace tiempo la condición humana, no pretendo (pretender ya no es mi juego) regresar a la Tierra.

Ahora estoy aquí, del otro lado, a veces de pie, a veces cabeza abajo para no olvidar que allí, en aquel lugar remoto, hay armonía (aunque no se sepa). No miento. A decir verdad, ya de nada me sirve eso de mentir. Y como no miento, confieso que, de vez en cuando, juego a perseguir a muchos de aquellos que un día conocí. Pero luego me arrepiento. Mi forma de morir nada tiene que ver con mi instinto de venganza.  Y la venganza es, al fin y al cabo, un sueño sin amanecer. Uno de tantos. Y yo estoy muy cerca de dejar atrás y para siempre las claves del absurdo. Ni en el peor de los casos  pondría manchas en mi actual expediente. Porque, ante todo, no sé cuánto espacio debo andar aún, y las medallas que gané con la razón de los comunes mortales me pesan todavía. Eso sí, no las tiraré a la nada por aquello de no olvidar lo vivido. Como dije anteriormente, tenía siete años cuando descubrí que el conocimiento se conquista a golpes de injusticia y sin piedad. Pero con amor.


sábado, 7 de mayo de 2016

LOS DÍAS DE VENUS EN LA TIERRA: Manzanas rojas para ti.

LOS DÍAS DE VENUS EN LA TIERRA: Manzanas rojas para ti.: Por Astaré. León, España. ¡Compra manzanas rojas y hallarás tu propio centro! , repetía. La recuerdo muy bien. Era una esta...

Manzanas rojas para ti.




Por Astaré.
León, España.


¡Compra manzanas rojas y hallarás tu propio centro!, repetía. La recuerdo muy bien. Era una estampa peregrina y hablaba siempre sola. O con el viento. O con los animales. O con Dios. ¿Quién puede asegurar que así no fuera?

Caminaba por las calles sin mirarte a los ojos e iba siempre descalza. A veces, cargaba una cesta entre sus brazos, de la cual colgaba un trozo de papel (algo así como un anuncio publicitario) con un letrero: “Estos son algunos frutos del pecado”. Y no eran, precisamente, manzanas, sino cosas que encontraba a su paso y que nosotros, “los cuerdos”, llamamos “desperdicios”. Y ella los echaba en aquella oquedad de mimbre raída por el tiempo. Y al hacerlo, decía en alta voz: Pecado es todo aquello que, por falta de amor, ponemos en desuso. En fin, un ser raro. Un ejemplar de ave cósmica que, quizás por haber perdido el rumbo, había caído de bruces en la tierra. Quiero decir, en nuestra Tierra. Ya podrás imaginar los comentarios, ¿para qué repetirlos? Luego, la encontrabas allí, a mediodía, en aquel pequeño parque de frente a la universidad. Siempre descalza, repito. Dando migas de pan a las palomas. Sus pies, negros como el hollín. Y el pelo, blanco y suelto sobre la espalda. Una mujer baja. Creo que excesivamente baja. Manzanas rojas para ti, pregonaba. Y las palomas, los perros y las hojas caídas de los árboles la seguían por doquier. Con los remolinos formados por el viento.



LOS DÍAS DE VENUS EN LA TIERRA: Algo ha germinado.

LOS DÍAS DE VENUS EN LA TIERRA: Algo ha germinado.: Por Astarté. León, España.  (A la memoria de mi abuela, tejedora de dulces recuerdos de mi infancia). Extasiada en la lenti...

Algo ha germinado.



Por Astarté.
León, España. 

(A la memoria de mi abuela, tejedora de dulces recuerdos de mi infancia).

Extasiada en la lentitud del tiempo vuelvo a casa. En realidad, no pensaba hacerlo. Pero, ¡en fin!, la convicción de no mirar hacia atrás, tarde o temprano, se anula ante la curiosidad de regresar para reencontrar lo que no olvido. Y una vez aquí, en la casa de mi infancia, abro los ojos. Para percatarme del sitio exacto en el que me hallo palpo las paredes, descorro las persianas. Entonces, veo el viejo árbol del patio. Sus ramas se mecen con la suave brisa del viento tropical. Y el viento es caliente. Un viento que trae consigo el aroma salobre de la costa cercana. Un viento que, a veces, se levanta en torbellinos. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, veo desplomarse, en torrente, la lluvia. Algún nubarrón se agrieta y lanza hacia abajo cántaros de agua, dejando el olor a tierra mojada y a humedad. 

Allá afuera algo estará germinando, sin lugar a dudas, pienso.

Cada tarde, de tres a cinco, mi madre sale a sus clases de inglés. Y a mí, que ni por nada me entra en la cabeza eso de dormir siestas, me sientan en el pequeño sillón de madera (construido a la medida de un niño de corta edad) para que acompañe a mi abuela en su sesión de tejido con gancho. Y claro, también para que no escape a donde el vecino... a treparme en el muro alto y húmedo donde buscan refugio las babosas. Un muro que colinda con un solar yermo, donde hay todo tipo de bichos peligrosos... (Eso me dicen, para que no vaya). Por supuesto, para mí, una hora sentada viendo tejer a mi abuela es algo así como la representación de la eternidad multiplicada por el infinito. Ella, de vez en cuando, levanta su mirada por encima de las gafas y me dedica una sonrisa. Sabe que quiero escapar. Y por eso se queda dormida... (Zzzzzz.... Zzzzzz..., parece tener un dulce sueño). Y yo no sé muy bien si su somnolencia es real. No sé si finge la buena de mi abuela. Pero lo cierto es que no aguanta tejiendo más de media hora sin cabecear. Y se duerme.

Yo la vigilo durante un par de minutos, por si acaso despierta. Me percato de que tiene el pelo plateado. Sin embargo, sus mejillas, cual frutas maduras, son rojas aún. Y expreso entre dientes un desiderátum: ¡Quiero tener para siempre a mi abuelita tejedora...! Luego, me preparo para escurrirme. Desde mi perspectiva, busco un punto de fuga hacia afuera. Me proyecto como una flecha.

Salgo al patio.

Paso junto al viejo árbol y llego al muro. No me encaramo (hoy no, será otro día). Pero atrapo un caracol.

En mi mente ha transcurrido el tiempo desde que salí del salón. Así que, poco a poco y sin que nadie me sienta, regreso. Mi paso es lento. Tan lento como el de una babosa. Y al regresar, me detengo bajo el árbol, que ahora es muy pequeño y ya no está en pie como hace tan sólo un instante. Su tronco sin ramas, corroído por las hormigas y vestido de verde por el fresco liquen, descansa extendido sobre la tierra. Y no sé por qué, pero me parece que algo ha germinado. Mis ojos infantiles no dan crédito ante el esplendor de la naturaleza. Soy demasiado joven y no logro comprender que una hora es suficiente para que todo se transforme. Todo. Hasta yo, por así decirlo.

Estupefacta, pongo el caracol en la hierba. El molusco, asustado, asoma su cabecita pegajosa a través de la abertura de la concha. Y empieza a andar, lentamente, dejando tras de sí la estría de un líquido viscoso. Yo lo observo y decido dejarlo en libertad para que viva todo y cuanto pueda yo vivir. Y entro de nuevo en el salón. Mis zapatillas, ahora mojadas por la humedad, dejan también (igual que la babosa) una estría sobre el suelo. Camino hacia mi pequeño sillón de madera y me doy cuenta de que, sin decir adiós, mi abuela se ha ido. Y que, en su lugar, como por milagro, ha quedado un mantel de fino encaje. Pero ella se ha ido. Ya no está.

Mi madre regresa de sus clases de inglés y me llama. Me dice: ¡Despierta, que es tarde! ... Afuera llueve. Y en esta ocasión, es una lluvia fina y blanca como el encaje del mantel. Una lluvia que me anuncia que todo ha cambiado. Una lluvia musical, pues silba al caer con un soplo de viento. Y yo, que apenas tengo alas para cruzar volando el jardín de mis recuerdos, sonrío convencida de que la sutil babosa está siempre allí. En el patio. Acariciando el liquen que también ha germinado. Adornando el tronco de la vida, del cual, lentamente, ha brotado una hoja muy verde.



domingo, 20 de marzo de 2016

LA DESPEDIDA.


Por Astarté.
León, España.

No quiso pronunciar discursos por considerarlos un medio inapropiado. Tenía la impresión de que, al hablar, se enredaría en la cuerda del dolor; es decir, en esa especie de tela de araña que le atrapaba y no le dejaba volar hacia el jardín. Desde su silla, observaba el hilo de hormigas en la pared (le parecía una línea oblicua mal trazada por un niño que aprende a usar el lápiz). El comedor, pequeño y apretado, le causaba la sensación de un pellizco (de esos que no duelen y que, al contrario, dejan un agradable cosquilleo en la piel). Un comedor donde, por cierto, todo olía a piel. Y sobre la mesa, aquel trozo de papel mal doblado... Ojalá pudiera explicarte que la soledad viene siempre acompañada de recuerdos y los recuerdos de ideas locas y destructivas, pero aquella tarde fue definitiva para comprender que te habías marchado desde hacía ya  un montón de tiempo. No voy a describir todo lo vivido. Eso sí, puedo (y deseo) resumir la sensación que me anegó  la garganta. Era algo así como el sabor amargo de la rúcula silvestre o del berro o qué sé yo... Quizás, el sabor de tu sexo, húmedo,  sin su componente salobre. Y luego, el nudo asfixiante que no me permitía respirar. Entonces, lloré. Durante algunos minutos. Era un llanto intenso como lluvia de mayo. Un llanto que despejaba el cielo de mi pecho, poco a poco, lentamente... Para luego dejarlo vacío, sin sabor a nada... Y tantas otras frases más que salían de su escritura como balas proyectadas por su mente. Manojo de sensaciones superpuestas, dulces y amargas a la vez. Frases que no habría podido pronunciar (¿por falta de coraje?)... En fin, frases en un papel. Frases cargadas de un erotismo alucinante, nacido del despecho; cómo decir, un cuadro espontáneo de emociones  con un background de olores, sabores y texturas imaginarias e imaginadas. Frases escritas por él y para él y no para ella. No para ella, repito, que no había estado nunca allí, sino en otra casa y en otro mundo. No para ella, ídolo nacido del delirio de una mente infantil, de un Edipo preso de la imagen de su madre. En fin, una despedida a sí mismo. A su extraña definición de amor. 

jueves, 10 de marzo de 2016

País turbulento.




País turbulento.


En este país turbulento hay una ciudad llamada Corazón, donde la gente va y viene, dando tumbos de aquí para allá, subiendo y bajando colinas de emociones. Aquí, desde siempre, los residentes acuden a la fuente de la felicidad con canastas de mimbre. Pero el agua cristalina del goce y la alegría brota y brota sin parar, al compás de pulsaciones sanguíneas que conducen (también) por raras arterias y oscuros callejones en los que, agazapados, esperan el miedo y el dolor.

miércoles, 17 de febrero de 2016

Prehistoria:Las falsas ilusiones del poeta.





Por Astarté.
León, España.

          Queriendo no hacerlo, escribo, a pesar de la advertencia que me han dado de no ser comprendida (Ni vendida. Ni comprada). Pero la necesidad de alimentar el alma es más fuerte que la sed que tengo de alcanzar la fama. Y por eso, escribo. No obstante,  siento que las frases (enlazo unas con otras) son palabras que se agregan al papel, configurando el rostro de un extraño dinosaurio de grandes ideas y estómago vacío. Entonces, pienso que (si al menos) supiera dónde está el árbol gigante donde crece el pan de gloria, podría ir allí, a desparramarme bajo su sombra. Como fuente de agua. O como copa de sabrosa miel. En fin, rescataría algo del arte de los antiguos griegos. Y así, entre gloria, sombra y ambrosía, me pondría a comer sin parar hasta saciar mi descontrolada tripa de animal hambriento. Pero, a veces, pensar es lo peor que puede hacer un dinosaurio. Y por eso, sin tener alternativas, para rescatar el espacio de luz que brilla en el último reducto de mi ego, escribo.
Ésta podría ser la prehistórica historia de un itinerario sin fronteras. En ciertas ocasiones, preparamos viajes así, ¡tan breves!, como lo que dura un sueño. Y si el corazón requiere equipaje, llenamos la maleta de objetivos petulantes para tratar de no perder el camino. Pero igual da. Porque, sin más ni más, nos perdemos en el falso paraíso de lo ignoto y tomamos frutas verdes por maduras y llenamos nuestro estómago famélico con la llama ígnea que hay en el centro de la Tierra, creyendo, prometeicamente, que un día hemos conquistado el fuego. Pero, en realidad, el fuego estaba allí. Desde siempre. Nos precedía y nos precede. Y bien, que queriendo no hacerlo, una vez más lleno de birriones la cara del papel, creyendo que, (y muy segura de mí), en el día de hoy he descubierto la poesía. Cuando, en realidad, el reino del imago estaba y está ahí, desde y donde siempre. Lejos y a poca distancia del palmo de mi mano.

Palabras. Palabras. Palabras que ni van ni vienen. Palabras que me adjudico como autora original. Palabras que, al final, acusan al hambriento dinosaurio de orgullo y al soñador de necedad. Palabras que se vuelven contra la necesidad de ser y de existir en versos por encima (y más allá) de las penurias, del rencor y del miedo. Palabras que señalan con el dedo al hacedor de imágenes para decirle: ¡Eh, tú!, ¡despierta!... Que hay que cargar la leña para que haya fuego... Que hay que trillar la huerta para que haya un árbol... ¡Despierta, dinosaurio! ¡Vete a la guerra a combatir con municiones reales! Y tienen razón. Sin embargo, a pesar de todo eso y de otras cosas más que ahora no me vienen a la mente, queriendo no hacerlo, escribo. Para volver a intentarlo, tal vez, ¿quién sabe?. (Repito lo que he dicho sobre la alimentación del alma). Pero, en realidad, mi casa, hoy más que nunca, necesita leña y mi mesa, pan. Condiciones suficientes para que esta prehistórica historia de ilusiones perdidas no me pierda en el absurdo quehacer de emborronar cuartillas con frases que se agregan al papel. Para luego morir.