Por Astarté.
León, España.
- I -
Te quiero contar, hijo mío, la historia de una
vieja barca anclada en la orilla. Poco decía de grandes viajes, pues era muy
pequeña. Las olas lamían su armazón de madera corroida, absorbiendo todo lo que
de bosque quedaba en ella. Sin remos, mutilada, ofrecía lo último de sus fuerzas
por quedarse allí, ligada al pedazo de hierro, del cual se sostenía como se
sostiene un cuadro de un clavo en la pared. A duras penas se alimentaba del
salitre y del olor a peces podridos, esos que la resaca arroja sobre el margen
de las playas. Y nada más. Su dueño, pescador de grandes metas nunca realizadas,
la había dejado abandonada cuando supo que el cáncer llegaba a su fase
terminal. Y muerto el hombre, quedó solamente la barca en un enjambre de
silencio. Quiero que sepas, además, que fue mi padre quien me enseñó a tirar un
bote hacia adelante en medio de la laguna. Creo que remar es un ejercicio espléndido,
no obstante la fatiga, claro está. Es como atrapar un líquido viscoso para
dejarlo escapar, inmediatamente, a golpe de fuerza. Sientes cuando el agua
entra y huye, una vez, dos entre los remos. La barca viaja y vive, cumple su
función de vehículo, pero su motor son tus brazos, no lo olvides, hijo mío... ¿Sabes?,
te cuento que el hombre, desde que es hombre, ha echado a andar en el ir y
venir de las mareas. Un buen día, de un tronco de árbol construyó una vara
larga y la hundió en la profundidad del agua hasta tocar el fondo. Y gracias al
impulso de sus brazos atravesó ríos, y después cruzó de lado a lado el mar. Y
es que el hombre no es otra cosa que una barca de remos, que se va lejos y
regresa, llena de peces o con una canasta vacía. A veces, tiene que ir contra corriente.
Y en esos momentos, sólo Dios decide si dejarlo o no con energías suficientes para
regresar y encender de nuevo la lumbre en su hogar. Y te digo “Dios”, pues no
sé qué otra cosa decir. Pero bueno, te contaba la historia de la vieja barca
abandonada en la orilla. No siempre fue vieja y no siempre estuvo allí, ligada
por una cuerda...
- II -
Mi madre me contaba historias de remos. Ella decía
que nosotros, los seres humanos (nos llamaba hombres) éramos como barcas que se abren el paso entre las olas, navegando,
a veces, contra corriente. Y que nuestros brazos eran los motores de la
navegación. Y tenía razón. Hoy llegué a mi oficina y mi jefe me llamó para
anularme el contrato de trabajo, por eso de la crisis, me dijo. Y bien, ahora
es que me toca remar, haciendo uso de todas las fuerzas del universo. Tengo
mujer y dos hijos; uno de ellos, de la misma edad que tenía yo cuando mi madre
me contó un relato sobre una pobre barca abandonada en una orilla. Y ahora debo
sacarle partido a esa historia, por desgracia sí. Y es que aquella armazón de
palos, olvidada y carcomida por el salitre y el limo, volvió un día a navegar.
Ya sin remos, sin pescador, sin esperanzas de regresar se lanzó a vivir la
última de sus grandes aventuras. Una tarde de viento, de esas en las que la
resaca es fuerte y tira mar adentro cuanta cosa pueda, se quebró la soga que mantenía
atada la barca al hierro. Así, por instinto, entre peces y espuma se dejó andar
sin prejuicios. Y a sotavento, la corriente la empujó en el sentido opuesto de
la costa, por dos días y dos noches. Al final, arribó a un islote solitario,
selvaje, lleno de palmas. En el sentido opuesto, sí, pero llegó a alguna parte,
eso al menos. Y yo llegaré a mi casa, no puedo hacer otra cosa. No tengo ya un
trabajo y mis remos se han perdido en el fondo de este océano de mierda, al
cual le han dado el nombre de crisis.
Caminando, por instinto, como barca al fin, llegaré y me haré un café, si
todavía queda...
- III -
El día en el que papá perdió el trabajo yo estaba
en la escuela. La maestra nos había pedido que escribiéramos una historia
cualquiera, cosa difícil. Pero yo me acordé de mi abuela, sabia mujer, la cual decía
que para escribir algo bastaba solamente tener una pluma en la mano. Y escribí la
historia de unos remos, descubiertos en la playa donde siempre íbamos de vacaciones.
Abandonados en la arena, como dos brazos abiertos, me esperaban. Yo no sabía
remar. Tenía no más de diez años y era flaquita como un güin. Sabía, sin
embargo, que con nuestros brazos amamos y hacemos señales; los policías del
tránsito, por ejemplo. Fue entonces que inventé que aquellos remos eran mis
brazos. Y que me servían para volar, porque remar era demasiado duro para mí. Y
en mi fantasía de diez años tomé los remos y abrí las alas. Y volé y llegué al
sol, como ese tal Ícaro de la mitología. La diferencia entre mi historia de
remos y aquella del hijo de Dédalo estaba en que yo, al final, tocaba el sol
con mis brazos sin quemarme. Linda composición; obtuve un premio y todo. Mi
padre regresó a su trabajo una semana después, de la misma forma en que la vieja
barca regresó a su orilla. Porque desde el islote, el barlovento la llevó de
nuevo a casa. Y yo, ¡qué decir!... Llegué a tocar el sol sin quemarme los
brazos. Al parecer, el hombre nació para remar, como decía mi abuela. Es un
ejercicio muy fatigoso, pero la condición del instinto lo impone. La vida
también lo impone. Eso lo aprendí cuando ese mismo día, al volver de la
escuela, encontré una paloma en mi ventana.