PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




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miércoles, 3 de julio de 2024

SOBRE LA MARCHA: EL MIEDO NUESTRO DE CADA DÍA

   

Foto libre de derechos de autor tomada de Pixabay


  Es muy simple: nos domina el miedo. Miedo a no ser idóneos, miedo a la soledad, miedo a perder el trabajo, miedo a soltar las riendas de una situación cualquiera en caso de imprevisto, miedo a contagiar un virus, miedo a envejecer, miedo a que no nos quieran, miedo a no aprobar los exámenes, miedo a un diagnóstico médico negativo, miedo a las malas noticias, miedo a que nos desprecien, miedo a los accidentes, miedo a no saber qué hacer o qué decir, miedo a los cataclismos, miedo a perder a un ser querido, miedo a hacer el ridículo, miedo a las cucarachas, miedo a no ser puntuales, miedo a la oscuridad, miedo a pasar hambre, miedo a la muerte… En fin, si hay algo que nos acompaña siempre es el miedo.

  Soy un animal temeroso. Es lógico, pues, que el tema me interese. Ahora bien, si alguien me pidiera ser un poco más explícita y definir lo indefinible (el miedo), diría de antemano que no existe lógica alguna para describir algo que no pertenece al dominio de la razón y que cualquier definición al respecto sería imposible. No obstante, si bajo presión y con una pistola apuntándome a la sien me viera obligada, alegaría entonces dos argumentos: el primero, que no hay un miedo sino muchos; el segundo, que los miedos son cuerpos energéticos inorgánicos formados por moléculas libres y, de hecho, caóticos. A lo anteriormente expuesto, agregaría que a pesar de estar regidos por el caos, bajo circunstancias concretas estos cuerpos de moléculas libres se organizan alrededor de un núcleo y asumen la apariencia de figuras semejantes al ser racional despavorido que les dio origen: el hombre. Y agregaría aún más: esas figuras de naturaleza inorgánica semejantes al hombre establecen entre sí relaciones de jerarquía en pirámides y dicha jerarquización cambia de acuerdo con las diferentes épocas históricas, culturas, zonas geográficas, etcétera. Por ejemplo, el miedo a la peste bubónica ocupó -en Europa y en general en todo el planeta- un puesto privilegiado en la cúspide de la pirámide de jerarquías en una época determinada (entre 1347 y 1352 según los historiadores). Sin embargo, a  día de hoy este miedo no entra en las primeras posiciones jerárquicas, al menos en esta zona del planeta llamada Occidente.

  Hay, sin embargo, un miedo que no pierde su puesto estelar, un miedo de los más terribles desde que el prestigio y el éxito social fueron establecidos como baremo para evaluar al ser humano: el miedo al qué dirán. Así, salirse de las normas establecidas o tomar decisiones que chocan con las de un determinado patrón o colectivo social (sea este cual sea) se convierte en hazaña de titanes. Basta con decir NO o con rechazar un proyecto de tendencia manipuladora (¡y cuántos hay de esos!); basta con renunciar a bailar en el carnaval de la mayoría para ser expulsados ignominiosamente del paraíso categorial de los corderos. 


 Nos vemos SOBRE LA MARCHA, amigos.


sábado, 24 de septiembre de 2016

La urna (con nota de la autora).

Este relato tiene la intención de ser la reproducción de un viaje a través del subconsciente, por tanto, un relato surrealista. Me resulta muy difícil describir los sueños y, al mismo tiempo, quedar ligada a la realidad sin confundir lo que veo, toco y pienso con aquello que imagino. Y bien, os invito a cruzar el "ojo de la aguja" de la realidad física para caer de bruces en el mundo "imago"  (o de las imágenes literarias) con el fin de rescatar a  este personaje de las fauces del miedo. Lo merece.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).



Alicia en la urna, Eduardo Naranjo (1944, España)

La urna.

Por Astarté.
León, España.

El cielo estaba repleto de venas rojizas. Era uno de esos cielos extraños. Sin dudas, se avecinaba un temporal de los lindos y había llegado el momento de esconderse. En la plaza, la muchedumbre agitaba banderas de papel. Y tantas y tantas banderas impedían ver el fragmento de sol que persistía aún entre los nubarrones.
Empecé a subir la cuesta. Subía y cantaba cuando un hombre con gafas oscuras me cerró el paso. Era el teniente:

__¡Eh, tú! ¿Y dónde está tu bandera?
__La tenía en la mano hasta ahora, teniente... o en el cuello, no, no recuerdo muy bien__, murmuré.
__¡Lo siento, pero por aquí no pasas!
Una compuerta de vidrio se cerró a mis espaldas. Y de buenas a primeras y sin recibir los honores que se dan a los santos o a los muertos me vi empotrada en una rara especie de urna de cristal. Una nube de polvo se alzó en remolinos. Y a partir de ese instante, a través del vidrio pude percibir la imagen de un niño índigo (quizás un fantasma o un héroe lilipudsiano escapado de un cuento infantil) que llevaba un enorme papalote entre las manos, de esos llamados “cardenales”. Quise dar la vuelta a la redonda dentro de la urna, pero el círculo se había achicado hasta llegar a convertirse en una raya tan estrecha como el brazo del teniente.
Inmóvil como estaba logré, al menos, ponerme en cuclillas para esperar el fin de la jornada. La lluvia saltaría de las nubes y llegaría a mi mente para formar una tormenta de ideas, pensé. Y así, pasaron las horas. Y poco a poco comencé a sentir una fuerza sobre mi cabeza. Era el techo circular de la urna de cristal, el cual, en proceso de reducción, comenzaba a presionarme dulcemente el cráneo. Y digo dulcemente, sí. A veces, el peso del miedo nos sabe a miel.

***
El antiguo palacete, semidestruido y convertido en consultorio médico, había sido la lujosa mansión de un antiguo pariente. Sin embargo, a pesar de su derruido aspecto, el tiempo había dejado en pie huellas de la opulencia que dominara, otrora, en su interior. Así, bajorrelieves de escenas mitológicas donde abundaban faunos, centauros y otras figuras daban al escuálido presente algunas pinceladas de leyenda con la gloria del pasado. Por ejemplo, en la pared del vestíbulo resaltaba, a primera vista, la protuberancia de una cabeza de Gorgona manchada por el moho y el hollín. Y en un oscuro y penoso rincón, un busto de Sócrates en mármol blanco, las cuencas de sus ojos vacías, en su base se leía la siguiente inscripción: Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides (últimas palabras del filósofo, según Platón.  Vamos a creerle).
Tragué en seco y subí la escalera acelerando el paso hasta mi destino. En la segunda planta me esperaba un corredor estrecho y varias consultas que se amalgamaban a razón de pocos metros: PEDIATRÍA – PSICOLOGÍA – GERIATRÍA, una verdadera confusión.  La consulta del psicólogo, la última de todas, puerta “X-Y”.
Con paciencia de anacoreta encontré un hueco en el banco de espera. Me senté entre una anciana que mascullaba un cabo de tabaco y una joven madre con su bebé cagaleriento en brazos:
__¿Me haces el favor de aguantarle las piernitas? Es que tengo que cambiarle el pañal.
El pequeño daba coces de cabrito sin control. La vieja lo miraba y seguía mascullando el cabo de tabaco. Un hombrecito bajo y flaco vestido de blanco asomó la cabeza por la puerta “X-Y”:
__¡Que pase el próximo!

 La sensación del encierro no me abandonaba desde que el teniente me confundiera con uno de los abanderados, metiéndome en una especie de urna de cristal. En fin, que tras varias preguntas de rutina, la sesión de acupuntura no se hizo esperar.  El psicólogo, poseído por un cierto aire orientalista aprendido en algún seminario técnico,  me clavaba agujas detrás de las orejas y en la nuca.  Al parecer, era todo cuestión de tacto. O de energía. O de estrategias para calmar el hambre que quemaba mi estómago. Por otra parte, a través de la ventana de vidrio de la consulta “X-Y”, mientras el psicólogo me convertía en alfiletero, veía pasar a hombres y mujeres con muchas banderas en grupos de tres o cuatro. Y luego, otro grupo más numeroso... y otro... y otro. Y en la muchedumbre, como espectro, vi también pasar al chico índigo con el cardenal en la mano. El cielo era violeta con venas rojizas. Un hombre con sonrisa cínica se acercó. Me aguijoneó en la nuca y detrás de las orejas y me preguntó la hora. Era el teniente. Sus gafas oscuras escondían las cuencas vacías de sus ojos.

jueves, 10 de marzo de 2016

País turbulento.




País turbulento.


En este país turbulento hay una ciudad llamada Corazón, donde la gente va y viene, dando tumbos de aquí para allá, subiendo y bajando colinas de emociones. Aquí, desde siempre, los residentes acuden a la fuente de la felicidad con canastas de mimbre. Pero el agua cristalina del goce y la alegría brota y brota sin parar, al compás de pulsaciones sanguíneas que conducen (también) por raras arterias y oscuros callejones en los que, agazapados, esperan el miedo y el dolor.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Sin más ni más.




Por Astarté.
León, España.


Y así, sin más ni más, aprendí que el miedo es lo mismo que el coraje al revés.
Lo aprendí mientras fumabas.
Ya sé que prefieres el café por las mañanas, sentado en tu poltrona, leyendo el diario.
Tal vez, lo ideal es conocer el miedo a través de las noticias.
O a través de las palabras. O de las falsas cuestiones.
Tal vez, es mejor mirarnos desde afuera, tal y como somos.
Pero el miedo es lo mismo que el coraje al revés. Te pido me creas.
¿O acaso no ves que esgrimo la espada para darte un beso?


viernes, 26 de septiembre de 2014

Metamorfosis.

Por Astarté.
León, España.


El negro para fiestas, el verde para los domingos, el rojo para Navidad. Y el azul... El azul para qué...  En fin, el armario abarrotado. Vestidos, pieles de armiño, quimonos de seda, bufandas de lana. Y en el cofre,  joyas de valor y también bisutería barata, de todo un poco. Tenía, además, muchos zapatos: de tacones muy altos para la noche, zapatillas para el hogar, sandalias veraniegas, botines de piel...Y también tantos bolsos, ¡cuántos de ellos!... Y en el tocador, maquillaje, perfumes, pañuelos...Y luego, la casa: en el salón, un sofá de gamuza, irresistible, con cojines. Y tumbonas de mimbre rodeadas de plantas exóticas; equipos electrónicos, porcelanas, alfombras, cuadros, espejos... Y en la alacena de la cocina, conservas, golosinas, frutas, néctares. Y en la biblioteca, libros y más libros. Una vida llena. Lo difícil de aceptar era aquello de los huecos en la mente. Sí. Porque tenía baches en el pensamiento que le impedían viajar al pasado, coordinar el presente y  proyectar el futuro. Y bien, centrémonos en el presente: Vamos a ver, estaba como ausente. Era como si el presente se vistiera de negro para ir al supermercado o se pusiera la piel de armiño para freír huevos. Por ello, el pasado y el futuro se declaraban en bancarrota total. Ni siquiera, los recuerdos la llenaban de emociones porque no existían. Recuerdos, anhelos, sueños, metas, todo eso era materia succionada por los huecos del espacio de su mente.



Un buen día tocaron a su puerta. Abrió. Y no era nadie al parecer. Pero sintió que una mole de energía le empujaba hacia atrás y entraba en su casa. Luego, vio que una parte del sofá se hundía (algo se había sentado en él). Preguntó que quién era. No obtuvo respuesta. No obstante, sintió que alguien colaba café el la cocina. Que se servía una taza y tomaba. Y el aroma del café despertó a una mariposa, de esas nocturnas, que había quedado dormida en un rincón del techo. El insecto, revoloteando, salió por la ventana y se perdió en el azul. Mientras tanto, la mole de energía había abierto la alacena y estaba despachándose de lo lindo (había encontrado la mermelada de frambuesas, la preferida...). Y casi al instante, saltaba la música desde el lector CD del salón. ¿Poltergeist? Lo más probable. Lo cierto es que el miedo, contenido por tanto tiempo, camuflado bajo los efectos de la posesión y el poder, afloró. Y cojines, alfombras y cuadros comenzaron a levitar, colándose a través de los huecos de su mente e yendo no se sabe a dónde, a algún punto del espacio exterior. Y también las joyas, y los trajes y zapatos. Y las pieles de armiño y todo lo demás. En fin, que de buenas a primeras, percibió un sitio vacío e invadido por la fuerza del miedo y por aquella mole extra-sensorial. Era, quién sabe, el vacío total volcándose desde el interior de su mente hacia el presente. Pero bueno, al menos, algo sentía. Quiero decir, miedo. A partir de entonces, no le quedaba otra alternativa que la de convivir con él en paz. Por supuesto, nadie le creyó aquella historia del vuelo. Cuando entraron los de la policía local, se limitaron a tomar nota de los “presuntos” hechos ocurridos en aquel sitio: Suicido. O probable homicidio. Sobre la alfombra del salón había sido hallado el cuerpo de un ser alado y cubierto de pequeñas escamas, las cuales, al tocarlas, se convertían en un polvo muy sutil. Tal vez, había sucedido la metamorfosis de un sueño. Bueno, en ciertas ocasiones es difícil regresar y corremos el riesgo de quedar allí, afuera. Revoloteando en el azul.

sábado, 4 de mayo de 2013

LA FÁBULA DE LA GORRA.




Por Astarté.
León, España.

No se quitaba la gorra, ni siquiera para entrar a la cama. Y es que su gran secreto era que, bajo la gorra, almacenaba ideas. Ideas buenas, malas, regulares, peores, mejores... Pero, al fin y al cabo, ideas. En mayúscula y en minúscula, entre corchetes y signos de admiración... Ideas elevadas al cuadrado y al cubo; ideas frías y calientes, blancas y negras. Esas que, justo por ser ideas, raramente pasan por los telediarios o por las fiestas de cumplidos o por las revistas de moda. Ideas menguadas y enriquecidas, viejas y nuevas, raras y comunes. Y es que una vez, por haberse quitado la gorra, le vieron pensar. Y desde entonces trataron de castrarlo. Fue cuando decidió “engorrarse” por siempre, hasta para ir a la cama. Y sobre todo para ir a la cama, por si acaso los sueños fuesen confundidos con ideas.

Tenía una entera colección de gorras, adecuadas a cualquier estación del año y a todo tipo de acontecimiento público o privado. Gorras de todos los colores, elegantes y deportivas, sobrias y ridículas. Y se las ponía en cualquier posición, igual con la visera al derecho que al revés o de  lado. Gorras acumuladas entre el armario y la bañera, entre la habitación y el portal. Tongas y tongas de gorras por doquier; barricadas construidas para protegerse contra la imbecilidad, el miedo o la envidia.

En cierta ocasión llegaron a su encuentro los de la televisión, posiblemente hasta con buenas intenciones. Querían entrevistarlo. Pero él les echó a cajas destempladas, más bien, por aquello de evitar que las ideas se le escapasen a través de la boca: “Perdonad el engorro, pero... ¡podéis iros a la puta mierda!”, y les cerró la puerta en las narices. Y entonces, la noticia recorrió el país y traspasó las fronteras. Entre otras curiosidades a ser mencionadas, se cuenta que una gigantesca gorra inflable fue usada, por breve período, como logotipo de una reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas (eso hasta que comenzara a ser objeto de la caricatura publicitaria). O que una importante firma de productos farmacéuticos inventara una gorra contra la fiebre y la cefalea. O también que se diseñara una gorra atómica con fines bélicos, entre otras cosas... En fin, que a partir de aquel momento, surgieron miles de millones de ideas en torno a un accesorio llamado “gorra”.

Claro que, como podemos suponer, la eternidad no es condición del género humano. Y él, por obra de su propio conocimiento, una mañana se quitó la gorra, así, como quien no quiere las cosas aún queriéndolas. Salió de la cama, abrió la puerta, se asomó a la calle. Y fue entonces que pudo constatar la amenaza de muerte pululando a su alrededor: ideas que saltaban, corrían, navegaban sin rumbo fijo en la inmensa red de la matriz viviente; efluvios peligrosos que atentaban contra el orden natural de la vida cotidiana le llenaron de terror. Y fue así que, llenándose de un coraje nunca visto antes, se cubrió el rostro para no percibir las ideas que él, genial creador del mundo, había, por puro ego, un buen día echado a volar.