Por Astarté.
León, España.
Hace mucho tiempo atrás viví en un lugar donde la gente es
igual en todas partes y la verdad no existe. Tendría siete años cuando
descubrí que los niños no llegaban de París, ni que los traía una cigüeña. Y lo
descubrí casualmente, gracias a un libro de sexología subyacente en un viejo
estante, escondido en aquel rincón de mi
hogar paterno. No podía entonces imaginar que mi curiosidad infantil, ávida de un sustrato
fértil para germinar, pero en controversia con la cara pervertida del moralismo
adulto, me hiciera merecedor de un par de bofetones por tal descubrimiento. Así, por primera vez y en aquella vida que ya
quedó atrás, supe que el conocimiento se conquista a golpes de injusticia y sin
piedad.
No voy a relatar el sinfín de incertidumbres que trillaron mi
camino. Desde aquí, donde ahora me encuentro, siento que del otro lado las
cosas siguen, más o menos, como siempre. Mi memoria, sin embargo, se prolonga.
Y mis sentidos se alargan como un bucle elástico para ver, por ejemplo,
destellos de luz artificial e imaginar medallas (de ésas otorgadas al valor o a
la inteligencia) como chispas de luz que se encienden y apagan. Medallas, eso es. Y siento el peso de la
plastilina que termina en monumentos. (Como siempre, todos siguen queriendo
monumentos y medallas). Creo también oler el humo de asadores y escuchar,
balando, manadas de corderos que se dispersan en varias direcciones. Veo y
siento demasiado. Y confieso que, aunque
perdí desde hace tiempo la condición humana, no pretendo (pretender ya no es mi
juego) regresar a la Tierra.
Ahora estoy aquí, del otro lado, a veces de pie, a veces cabeza
abajo para no olvidar que allí, en aquel lugar remoto, hay armonía (aunque no
se sepa). No miento. A decir verdad, ya de nada me sirve eso de mentir. Y como
no miento, confieso que, de vez en cuando, juego a perseguir a muchos de
aquellos que un día conocí. Pero luego me arrepiento. Mi forma de morir nada tiene
que ver con mi instinto de venganza. Y
la venganza es, al fin y al cabo, un sueño sin amanecer. Uno de tantos. Y yo estoy
muy cerca de dejar atrás y para siempre las claves del absurdo. Ni en el peor
de los casos pondría manchas en mi
actual expediente. Porque, ante todo, no sé cuánto espacio debo andar aún, y las
medallas que gané con la razón de los comunes mortales me pesan todavía. Eso
sí, no las tiraré a la nada por aquello de no olvidar lo vivido. Como dije
anteriormente, tenía siete años cuando descubrí que el conocimiento se
conquista a golpes de injusticia y sin piedad. Pero con amor.