PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




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domingo, 2 de octubre de 2016

Vivir fuera buscando prestigio.

Por Astarté.
León, España.

Vivir fuera de las posibilidades reales y personales buscando prestigio; enlazo esta reflexión con el término MOVING OUT, que literalmente viene traducido como"mudarse" y que a mí me suena a "transformarse en otra cosa" o "mutar" o algo por el estilo; sabrá un buen experto en lengua inglesa dar en el clavo con la mejor traducción de este phrasal verb. 

Esta canción de Billy Joel, uno de sus mayores éxitos de finales de los setenta (1978) es una de mis favoritas. La misma hace referencia a todo lo que somos capaces de hacer en un momento dado por alcanzar un status materialmente "respetable" (el de clase media burguesa; a ello se refiere, específicamente, el autor) que nos garantice ser aceptados en un contexto confortable: Anthony se mata trabajando en una tienda de comestibles para ahorrar dinero y poder mudarse a las afueras (busca prestigio); el sargento O'Leary trabaja de noche como barman sólo por cambiar su Chevy por un Cadillac... ¿Fuera hoy de contexto? ¡Ni mucho menos! Cambiar la esencia en apariencia y vivir fuera de lo que realmente somos no está jamás fuera de lugar: tú, yo, todos y cualquiera hemos vivido fuera de lo que somos, evadiendo complejos, miedos, incompetencias, envidias, y todo el ramillete de piedras contenidas en el pesado saco del ego, mudando nuestra verdadera cara (llena de arrugas, manchas, ojeras, etc) por otra mucho más coqueta, con tal de ser reconocidos. Claro, a veces exageramos; es cuando, sobre-valorando nuestra obra (y siempre buscando prestigio), nos creemos supergeniales e infalibles, al extremo de obviar el hecho de que nuestra obra es importante solamente porque existe la persona humana que somos todos, ninguno excluido.

martes, 14 de mayo de 2013

Confesiones de Astarté a sus lectores: Ego y Fortuna.




Por Astarté.
León, España.

Confieso que, a veces, cuando me siento aturdida y me da vueltas la cabeza, alcanzo a percibir una rueda en las amplias habitaciones de mi imaginación. Y bien, eso de tener o no fortuna (alias “suerte”)  es mitología, ¿sí o no? Esa mujer, diseñada ciega y de pie por los antiguos griegos, moviendo entre sus manos una rueda sin control y a puro azar de sus antojos... Mitología pura y dura, ¿sí o no? Leyenda de caminos. Pero, como leyenda al fin, no es más que expresión de una tendencia de nuestro pensamiento universal: apelamos a la total ausencia de responsabilidad personal cuando algo nos falla, cuando las cosas no nos salen del todo bien o, al contrario, cuando nos salen de puta madre (creyendo que nada hemos hecho para merecerlo). Pero, ¿no será ese giro de la rueda el invisible juego personal del hacer y del no hacer en forma simultánea, a nuestro favor o en nuestra contra?

Algo me dice (y ese “algo” suele ser la experiencia vivida) que cada paso que doy, cada movimiento, cada acción no es otra cosa que una micra del impulso que estoy dando a la rueda (aún sin tener conciencia de ello). Igualmente, podría asegurar que cada una de mis acciones regresan al punto de donde partieron, con la fuerza de la acción misma, como reacción energética, ni más, ni menos. Esto es algo conocido como Karma; concepto que me ayuda a considerar eso de la conexión universal a nivel conciente. Y en esta “devolución energética” de mis acciones personales no cuenta, solamente, lo físico, sino (y sobre todo) aquello que no percibo y no logro perfilar en un cuadro de pie, como mujer ciega que mueve una rueda: mis deseos, mis sentimientos, mis emociones cuentan. Y sí que cuentan en mi vida.

 No pretendo, claro está, desenfrenarme o palidecer intelectualmente en una exposición de conocimientos que no poseo. Me quedo aquí, en este punto muy básico y cotidiano: me duelen Fortuna y su rueda cuando las cosas no me salen bien; me acarician Fortuna y su rueda cuando algo extraordinariamente fabuloso me sucede. Y en fin, que no siendo justa con mi propia justicia, devengo injusta conmigo y con mi especie. ¿Será entonces que Astarté espera cosas demasiado fabulosas? ¿Quién debe descubrir a quién?, ¿Astarté a Fortuna o Fortuna a Astarté?

Para empezar a aclararme las ideas que giran por mi mente, confieso que no suelo jugar a loterías, ni apostar en juegos de azar, y por algo será. No sé si lo que acabo de decir es lo mejor o lo peor que suelo hacer, pero, al menos, eso es ya un punto de partida para auto-conocerme (o auto-reconocerme). Y es que, al final, creo haber llegado a comprender, en cierta forma, que el deseo de querer algo en mí es más fuerte que el abandono al que me doy, pretendiendo lograrlo sin participar. Por supuesto, Fortuna no me verá si no la busco. Pero no por azar, sino por puro amor al deseo de encontrarla. Y, al final, ¿por qué todo este discurso “extraño” en torno a un antiguo mito? Quizás, porque los mitos y leyendas pertenecen a una memoria ancestral, inconsciente y necesaria para continuar, día a día, llevando las riendas de eso que llamamos "vida".


sábado, 2 de febrero de 2013

UN DÍA PARA VIVIR SIN MÍ.




Por Astarté.
León, España.

... Y en fin, que me levanté. Metí los pies en las pantuflas de lana porque hacía frío y... Bueno, caminé hacia la cocina, a tientas, medio dormida y medio despierta. Encendí la luz (en invierno el sol está, pero no siempre se ve)... Nada, que me levanté para empezar a vivir un día poco común. Y para hacerlo bien, me dije: quiero vivir un día sin mí. ¡Vaya placer!... Un día sin perseguirme, ni darme prisa, ni maniatarme a mis vicios y costumbres... Un día sin buscar mi sombra, sin mirarme al espejo del baño, sin tomar apuntes de compras pendientes... Un día sin el café de las siete y media, sin el cigarrillo en ascuas, sin encender el móvil, sin poner la radio... Un día sin salir de casa para no extraviarme y sin quedarme en ella para no aburrirme.

Halé la silla del escritorio y me dije: ¡este es un día especial...! Y dejé el ordenador así, tal y como estaba: apagado, intacto de huellas, privado de aliento. Comí una manzana y tiré la leche. Escondí mis fotos. Clausuré el armario para no ver mis trajes. Guardé en un cajón todas mis prendas. Ligué mi currículum, rompí el calendario. Desconecté la tele. Retiré el reloj de la mesa de noche. Cerré la puerta y quité la llave. Abrí la ventana...

        Entonces me vi. Afuera y adentro. Dormida y despierta. Vagando en mi sombra, ondeando en el aire de mis propios pulmones. Cabalgando en la idea de vivir, no un día más, sino uno “especial”. Y me dije: Esta soy. Sin prisa, sin manías, sin fotos, sin radio ni tele... Sin puertas, sin compras pendientes, sin trajes, sin móvil... Pero, para ser franca, como ladrón de caminos me asaltó una duda. Inmensa y crujiente como cadena llena de herrumbre; pesada, cargada de piedras, tórrida duda. Y todo porque, para ser fiel a mí misma, vivir un día sin mí era extrañamente parecido al cielo. Y el cielo estaba allí y aún está... Aunque yo no estuviese, aunque yo no esté.

jueves, 6 de diciembre de 2012

ALMAS EN PENA.



Por Astarté.
León, España.

Cuántas veces pasan y siguen en su danza. Giran, se deslizan, hacen piruetas. Y si no se detienen será, tal vez, por temor a no contarnos qué hay en los espacios donde moran. Insisten, sin embargo, en cohabitar con nuestro espíritu entre un viaje y otro, en el universo prolongado hacia adelante. Nos esperan en los sueños, cuando las pupilas yacen bajo cierta lámina de azogue y estamos cansados de tanta vigilia. Y en ese trance no les hacemos preguntas (o mejor dicho, no demasiadas, rectifico...). Llegan, permanecen, nos tocan en el hombro, palpan las membranas de nuestro territorio privado. Refieren la angustia que mina los ocasos paralelos al mundo en que vivimos. Corren y escapan atravesando puertas. Nos tutean, nos sonsacan. Juegan a amedrentarnos en medio de la soledad, lo mismo en banquetes suntuosos que en vacuos salones. Bajan escaleras. Suben al trastero. Atraviesan la maleza de un bosque. Se alimentan en sótanos. Se parapetan tras las cortinas. Y casi siempre descansan cuando somos más sobrios y despiertan cuando estamos más ebrios. Nos recuerdan que hay alternativas para la memoria y barrancos en la frontera de la racionalidad. Fieles testigos de otras vidas. Les tememos o les odiamos por no querer decirnos bien sus nombres y apellidos. En raras ocasiones les perseguimos. Y si no llegamos a atraparles del todo es porque, para lograrlo, nos falta el coraje y nos sobra el ego. Algunas de ellas, las más violentas e inconformes, nos ponen zancadillas y nos hacen caer de bruces a los pies de nuestra propia infancia. Atormentan, torturan, gozan de placer al sodomizar nuestro orgullo hasta la saciedad. Y ríen al final de la escena. Nos invitan a quedarnos solos en espacios lúgubres. Muchas nos deleitan  al tocar divinas melodías con el arpa, el violín o el piano. Otras, dibujan su perfil en las paredes o en las losas del suelo. Con frecuencia, se reflejan en los mismos espejos junto a nuestras siluetas, para confundirse con la perplejidad que emanamos. Alumbran el poder de esa fantasía diluida en el cotidiano y rancio empecinamiento del querer saberlo todo. Apagan nuestras velas, soplando fuertes vendavales. Acarician nuestra libido y encienden el morbo del apetito que nos fulmina. Nos lanzan hacia el verde jardín de la noche a través de ventanas abiertas. Cierran pabellones con sus brazos, nos invitan a morir. Las más comprensivas nos envían mensajes de ánimo ante las inevitables derrotas humanas. Otras, nos envidian o nos celan, quizás por haberles usurpado el territorio, el amor o la vida entera. Les llevamos por dentro; nos asechan por fuera. Y lo peor del caso es que formamos parte de sus tristes existencias. Lo mejor es no invocarles, digo, pues podríamos disturbar sus proyectos inmediatos. En todo caso, más nos valdría aceptar que son eso que no son, pues no cargan ni con culpas ni con méritos. No son ya responsables de sí mismas, mucho menos del vestido que llevamos puesto. No usan nuestras armas, sino otras mucho más perfectas. Desean amar, pero no encuentran la forma de hacerlo. Entonces, pueden llegar a transmitir el delirio de la ira que a veces nos ciega. En fin, estemos atentos ante la alucinación que provocan sus potentes señales. Es que la vida, desde este lado del sendero, no les ha sido benévola y tienen, a falta de amor, sed de sarcasmo. Y aunque arden en ganas de cruzar el puente no pueden hacerlo, pues temen quedar atrapadas por las aguas. Por lo demás, prudencia. Que somos aquellos que aún, bien o mal, pescamos a la luz de un candil muy breve. Y el anzuelo que usamos es corto. Y nuestros pies, descalzos. Y nuestra barca, sin velas y sin remos. Y en la danza de las mariposas en torno al fuego cabe, por qué no, la terrible posibilidad de quemar nuestras alas todavía sin saberlo.