Por Astarté.
León, España.
... Y en fin, que me levanté. Metí los pies en las
pantuflas de lana porque hacía frío y... Bueno, caminé hacia la cocina, a
tientas, medio dormida y medio despierta. Encendí la luz (en invierno el sol
está, pero no siempre se ve)... Nada, que me levanté para empezar a vivir un
día poco común. Y para hacerlo bien, me dije: quiero vivir un día sin mí.
¡Vaya placer!... Un día sin perseguirme, ni darme prisa, ni maniatarme a mis
vicios y costumbres... Un día sin buscar mi sombra, sin mirarme al espejo del
baño, sin tomar apuntes de compras pendientes... Un día sin el café de las
siete y media, sin el cigarrillo en ascuas, sin encender el móvil, sin poner la
radio... Un día sin salir de casa para no extraviarme y sin quedarme en ella
para no aburrirme.
Halé la silla del escritorio y me dije: ¡este
es un día especial...! Y dejé el ordenador así, tal y como estaba: apagado,
intacto de huellas, privado de aliento. Comí una manzana y tiré la leche.
Escondí mis fotos. Clausuré el armario para no ver mis trajes. Guardé en un
cajón todas mis prendas. Ligué mi currículum, rompí el calendario. Desconecté la tele. Retiré el reloj de la mesa
de noche. Cerré la puerta y quité la llave. Abrí la ventana...
Entonces me vi. Afuera y adentro. Dormida y
despierta. Vagando en mi sombra, ondeando en el aire de mis propios pulmones.
Cabalgando en la idea de vivir, no un día más, sino uno “especial”. Y me dije: Esta
soy. Sin prisa, sin manías, sin fotos, sin radio ni tele... Sin puertas, sin
compras pendientes, sin trajes, sin móvil... Pero, para ser franca, como
ladrón de caminos me asaltó una duda. Inmensa y crujiente como cadena llena de
herrumbre; pesada, cargada de piedras, tórrida duda. Y todo porque, para ser
fiel a mí misma, vivir un día sin mí era extrañamente parecido al cielo. Y el
cielo estaba allí y aún está... Aunque yo no estuviese, aunque yo no esté.