Nota de la autora:
A veces, la fuerza demoledora de un domingo nos puede resultar patética.
A veces, no apreciamos del todo la oportunidad que tenemos de ver salir el sol.
Esta es la historia de uno de esos domingos cualquiera, relatada por una mujer sin nombre. Para escribirla, he asumido la sensación de soledad que acompaña al despecho, convencida de que nuestro corazón no es, en absoluto, lo suficientemente fuerte para alojar todas y cada una de nuestras emociones.
Fue leída en Cuento Cuentos Contigo (evento mensual de narrativa en la ciudad de León, España) con motivo de la celebración de su segundo aniversario.
Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).
Fotografía de Alejandro Nemonio Aller |
Domingo.
Por Astarté.
León, España.
Esta
mañana, el primero en recibir un tortazo fue el reloj. Le di un zumbón ¡tan
fuerte! que fue a dar contra la pared ¡Mira que sonar un domingo...! ¡Y yo que
creía haber desconectado la alarma!
Bueno,
ya no me importa. Ahora está hecho trizas, así que, en adelante uso el móvil y
problema resuelto.
Doy
vueltas y vueltas en la cama. Ya son las ocho, y a duras penas me levanto. Como
alma en pena, sin tumba ni páramo, entro y salgo del baño. Agarro el primer
trapo que encuentro y me visto.
Irrumpo
en la cocina. Quiero hacer café y veo que no tengo: el sobre está vacío. ¡Vaya!
Descorro
la persiana. Hace calor. Abro la ventana. Y me enfrento cara a cara con la
vecina, que tiende la ropa. La mujer se levanta todos los días a las siete (sin
perdonar la ilusión que pueda hacerme eso de ver salir el sol en soledad).
Luego, a las ocho y media, empieza a mover el tendedero:
─¡Buenos
días! Hoy hace bueno. La ropa se va a secar enseguida... ─abre un diálogo que
me da náuseas.
Quiero
estrangularla, a ver si se calla. Pero está prohibido estrangular vecinos, así
que finjo una sonrisa de radiante amanecer, y le respondo que sí, que hace
bueno, muy bueno, muy pero que muy bueno... Le hago creer que tengo el café al
fuego. Cierro la ventana.
Y
ahora, tengo que bajar al perro:
─¡Dante!
¡Vamos!
Dante
está sobre el sofá. Mueve las orejas, abre un ojo, menea la cola... Pero no
tiene intenciones de alzarse.
¿A
que ya se meó detrás de la puerta? ¿A que sí?
Pues...
¡SI!
Eso
me pasa por no bajarlo anoche.
Pero
al perro no lo estrangulo. A ése no, que es lo único bueno que tengo. Mi perro...
Fotografía de Alejandro Nemonio Aller. |
Preparo
un desayuno sin café: un par de tostadas, mantequilla y un yogurt. Y cuando
estoy dando el tercer mordisco, suena el teléfono. Por supuesto, paso de
contestar. Pero queda un mensaje grabado: es mi madre, que
acaba de enterarse de que no sé quién se murió en el pueblo. Y me pide que la
llame en cuanto me levante... ¡JA!
Enciendo
el móvil y me percato de que la WiFi
no funciona. De repente, me entra un deseo antropológicamente primitivo de
lanzar el móvil contra el suelo. Pero me contengo. Y al contenerme, me sube desde el estómago un buche ácido a la
garganta.
Entonces,
me doy cuenta de que soy un animal peor que Dante. Un ser violento. Y me siento
en el sillón, a analizar las posibles causas de mi estado: ¿las presiones de la
crisis económica mundial, corrompiendo mi intelecto? ¿Los traumas de la niñez,
acaso? ¿La menopausia? ¿El peso de la soledad? ¿El agujero en la capa de ozono...?
Pero
¿qué más da saber cuál es la causa de tanta violencia personal?
A
fin de cuentas, es domingo. Y brilla el sol, retando a la codicia, como moneda
de oro gigante que no puede ser tocada, ni por hombres, ni por dioses.
¿Y
yo...? Bueno, por ahora me he quedado
aquí, jugando a combinar adverbios de tiempo y lugar. Sentada en el sillón, mirando
dormir al viejo Dante.
Jugando
a combinar adverbios...
Desde
que te fuiste.