Por Astarté.
León, España.
¿En qué
pensaba cuando le acarició los pechos, dejando sus pezones tan erectos como
botones de rosa en miniatura?, eso ella nunca lo supo. Sólo supo que estuvo
así, más o menos media hora, enervando sus deseos escondidos. Y luego nada. Él
dejó su flor abierta, sus pétalos mojados bajo la lluvia, sus bragas húmedas...¿Digo húmedas? Pues no. ¡Empapadas! Y entonces, el mar. La orilla también. Y
él, por supuesto, insistiendo (para colmo) con los dedos enredados en su pubis,
tejiendo minúsculas vibraciones. Pero a todo ello faltaba la música. Faltaban
sortilegios para un breve encuentro de aves migratorias. Faltaban los acordes
de cierta canción romántica. (¿Romántica?...)Y así, mientras su caja musical
vibraba, él, allí, de frente a ella...¡Menudo idiota!
Más tarde, en medio de
la noche cuando la lujuria se instalaba en el centro de la cavidad celeste,
ella abandonó la orilla y se metió entre las olas. Su piel, dorada a la luz de
la luna, retazo de terciopelo con la textura de la miel, brillante. Y el cuerpo
torneado quería sonar una copla musicalizada en sueños...
¡Vaya noche! Él
aún en la orilla. Y ella allí, muy cerca de él, pero ya no en la orilla, sino
en la marea, repleta de sal. Abarrotada de arpegios contenidos.
Y cuando la
luna, por fin, cubrió el punto más alto de su locura, desnuda como estaba fue
de nuevo a su encuentro. ¿Te gustan mis pechos?, le preguntó. Él sonrió
y se levantó de su silla de arena y se fue andando, lentamente, hasta perderse
en un punto del planeta. Mientras tanto, la guitarra, solitaria, quedaría en
medio de la noche. Tocando una canción de extraña melodía.
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