Por Astarté.
León, España.
Cuántas veces pasan y siguen en su danza. Giran, se deslizan, hacen
piruetas. Y si no se detienen será, tal vez, por temor a no contarnos qué hay
en los espacios donde moran. Insisten, sin embargo, en cohabitar con nuestro
espíritu entre un viaje y otro, en el universo prolongado hacia adelante. Nos
esperan en los sueños, cuando las pupilas yacen bajo cierta lámina de azogue y
estamos cansados de tanta vigilia. Y en ese trance no les hacemos preguntas (o
mejor dicho, no demasiadas, rectifico...). Llegan, permanecen, nos tocan en el
hombro, palpan las membranas de nuestro territorio privado. Refieren la
angustia que mina los ocasos paralelos al mundo en que vivimos. Corren y
escapan atravesando puertas. Nos tutean, nos sonsacan. Juegan a amedrentarnos
en medio de la soledad, lo mismo en banquetes suntuosos que en vacuos salones.
Bajan escaleras. Suben al trastero. Atraviesan la maleza de un bosque. Se alimentan en
sótanos. Se parapetan tras las cortinas. Y casi siempre descansan cuando somos
más sobrios y despiertan cuando estamos más ebrios. Nos recuerdan que hay
alternativas para la memoria y barrancos en la frontera de la racionalidad.
Fieles testigos de otras vidas. Les tememos o les odiamos por no querer
decirnos bien sus nombres y apellidos. En raras ocasiones les perseguimos. Y si
no llegamos a atraparles del todo es porque, para lograrlo, nos falta el coraje
y nos sobra el ego. Algunas de ellas, las más violentas e inconformes, nos
ponen zancadillas y nos hacen caer de bruces a los pies de nuestra propia
infancia. Atormentan, torturan, gozan de placer al sodomizar nuestro orgullo
hasta la saciedad. Y ríen al final de la escena. Nos invitan a quedarnos solos
en espacios lúgubres. Muchas nos deleitan
al tocar divinas melodías con el arpa, el violín o el piano. Otras,
dibujan su perfil en las paredes o en las losas del suelo. Con frecuencia, se
reflejan en los mismos espejos junto a nuestras siluetas, para confundirse con
la perplejidad que emanamos. Alumbran el poder de esa fantasía diluida en el
cotidiano y rancio empecinamiento del querer saberlo todo. Apagan nuestras
velas, soplando fuertes vendavales. Acarician nuestra libido y encienden el
morbo del apetito que nos fulmina. Nos lanzan hacia el verde jardín de la noche
a través de ventanas abiertas. Cierran pabellones con sus brazos, nos invitan a
morir. Las más comprensivas nos envían mensajes de ánimo ante las inevitables
derrotas humanas. Otras, nos envidian o nos celan, quizás por haberles usurpado
el territorio, el amor o la vida entera. Les llevamos por dentro; nos asechan
por fuera. Y lo peor del caso es que formamos parte de sus tristes existencias.
Lo mejor es no invocarles, digo, pues podríamos disturbar sus proyectos
inmediatos. En todo caso, más nos valdría aceptar que son eso que no son, pues
no cargan ni con culpas ni con méritos. No son ya responsables de sí mismas,
mucho menos del vestido que llevamos puesto. No usan nuestras armas, sino otras
mucho más perfectas. Desean amar, pero no encuentran la forma de hacerlo.
Entonces, pueden llegar a transmitir el delirio de la ira que a veces nos
ciega. En fin, estemos atentos ante la alucinación que provocan sus potentes
señales. Es que la vida, desde este lado del sendero, no les ha sido benévola y
tienen, a falta de amor, sed de sarcasmo. Y aunque arden en ganas de cruzar el
puente no pueden hacerlo, pues temen quedar atrapadas por las aguas. Por lo
demás, prudencia. Que somos aquellos que aún, bien o mal, pescamos a la luz de
un candil muy breve. Y el anzuelo que usamos es corto. Y nuestros pies,
descalzos. Y nuestra barca, sin velas y sin remos. Y en la danza de las
mariposas en torno al fuego cabe, por qué no, la terrible posibilidad de quemar
nuestras alas todavía sin saberlo.
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