Por Astarté.
León, España.
Mi vanidad nació junto a mi memoria. Y olvidando a mi memoria, di un
nombre a mi vanidad, por si acaso algún día quería irse de mi lado a caminar
por esos sitios de Dios. Al menos, los que la viesen pasar por ahí podrían
reconocerla. El caso es que salió, al parecer, una tarde sin mí. Y al volver a
casa se sentó de frente al mar, apoyada en la ventana del salón, con un trozo
de encaje entre sus manos. Y me dijo: Me
gusta el color rosa. Es de niñas. Y mi vestido tiene que llevar lazos y
cordones. Como una cortina. Y es que desde que lo
vio en el catálogo no tuvo ojos, más que para aquel retazo de encaje. La
ventana que daba al mar tenía un vitral transparente, demasiado transparente. Y
entraba demasiada luz en el salón, demasiada... Tanta que cegaba. Necesitaba,
pues, una cortina esa ventana. Y de encaje. Porque de encaje visten las novias
y las reinas. Nada, que ésta es, en fin, la breve fábula de la cortina. Y dice
así: Mi vanidad echó a andar sin mí una tarde de mayo. Y al volver, envolvió su
menudo cuerpo, usando sus propias manos, en un retazo de encaje color rosa. Y
después, se apoyó en el alféizar de la ventana del salón, de frente al mar. Y
allí quedó. Atrapada para siempre. Como mi memoria.
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