Por Astaré.
León, España.
¡Compra
manzanas rojas y hallarás tu propio centro!, repetía. La
recuerdo muy bien. Era una estampa peregrina y hablaba siempre sola. O con el
viento. O con los animales. O con Dios. ¿Quién puede asegurar que así no fuera?
Caminaba por las calles sin
mirarte a los ojos e iba siempre descalza. A veces, cargaba una cesta entre sus
brazos, de la cual colgaba un trozo de papel (algo así como un anuncio
publicitario) con un letrero: “Estos son algunos frutos del pecado”. Y no eran,
precisamente, manzanas, sino cosas que encontraba a su paso y que nosotros, “los
cuerdos”, llamamos “desperdicios”. Y ella los echaba en aquella oquedad de
mimbre raída por el tiempo. Y al hacerlo, decía en alta voz: Pecado es todo aquello que, por falta de
amor, ponemos en desuso. En fin, un ser raro. Un ejemplar de ave cósmica que,
quizás por haber perdido el rumbo, había caído de bruces en la tierra. Quiero
decir, en nuestra Tierra. Ya podrás imaginar los comentarios, ¿para qué
repetirlos? Luego, la encontrabas allí, a mediodía, en aquel pequeño parque de
frente a la universidad. Siempre descalza, repito. Dando migas de pan a las palomas.
Sus pies, negros como el hollín. Y el pelo, blanco y suelto sobre la espalda.
Una mujer baja. Creo que excesivamente baja. Manzanas rojas para ti, pregonaba. Y las palomas, los perros y las
hojas caídas de los árboles la seguían por doquier. Con los remolinos formados
por el viento.