En efecto, es
probable que los eruditos estén acopiando datos sobre la formación de la
conciencia militar en ese punto neurálgico del planeta llamado Truculandia, así
que, por respeto a la ciencia, les dejo trabajar en silencio. Mientras tanto,
mis recuerdos y yo marchamos a empellones por el camino de una escuadra que
partió para una guerra tan larga que duró décadas. Y digo “duró” porque, al fin
y al cabo, como todo lo que sabe a humo, hoy en día la tal guerrita contra el
enemigo invasor forma parte, triste, cabizbaja, de los anales del más
sofisticado absurdo.
Y bien, cavar túneles subterráneos perforando de punta a
cabo el cuerpo de una ciudad “entera y verdadera”, o entrenar a la ciudadanía
en el arte del miedo ante la inminente invasión son bagatelas de la historia
que no cuentan para nada. Ni cuentan para nada los domingos de pasión, aquellos
en los que la iglesia fue sustituida por la milicia. Para que tengas una idea,
era algo así como vivir en pie de guerra, con la carabina al hombro y formando
pelotones para desenterrar minas tan imaginarias como los unicornios. Nada, que
aquella mañana de campaña militar logré escapar del terreno de entrenamiento. A
lo lejos se veía la línea horizontal que delimitaba el terraplén. Tendría que
caminar aún un par de kilómetros, más o menos, para llegar a la carretera. Y
así, pasando inadvertida, poco a poco llegué y crucé. Del otro lado comenzaba
el bosque de casuarinas. El mar estaba cerca, el terreno era arenoso. Entonces
me di cuenta de que, sin querer, me había transportado a otra dimensión,
dejando atrás el estruendo provocado por las ráfagas del horrible entrenamiento
para adentrarme en una caja sonora de absoluto relax. Recuerdo que escuchaba
una risa en medio del silencio. No era, sin embargo, una risa de esas que dan
pánico. No. Era una risa que llegaba del mar, aquélla del viento al mecer las
ramas de las casuarinas. Y atravesando el pequeño bosque llegué a la playa. Y
al llegar, vi algo muy raro e indescriptible. Creo que, tal vez, era la forma
que mi pensamiento había elegido para representar el miedo; recuerdo haber
visto un ser extraño en la orilla, algo así como un amasijo de gelatina verde y
fosforescente en cuclillas bebiendo agua de mar.
***
Se trataba de un
gollem llegado a la isla en medio de una tormenta tropical. ¿Recuerdas
la novela de Tolkien? ¿Recuerdas El señor de los anillos? Bueno, quizás,
por paranomasia (gollem = Gollum), me vino a la mente un bicho
del género, algo por el estilo era aquel extraño personaje. O al menos así lo
imaginé. Y para no perder sus señas lo dibujé en la arena. Entonces, como
movido por un resorte, el tipo raro y verde, de un salto, se sentó a mi lado
para contarme en clave todo lo que había visto desde su llegada a la playa.
Con respecto a mí misma, dijo que yo había perdido la
razón y que, por ello, intentaba acercarme al borde de la libertad sin saber
que, al fin y al cabo, la libertad nada tenía que ver con la defensa de un
territorio nacional. Recalcó que para escapar definitivamente de mi pesadilla
bélica tendría que renunciar a escuchar las noticias o a leer aquel boletín de
risa que pasaba por periódico en el país. Y yo, también en clave, le respondí
que todo ello resultaba imposible dado que, en la isla, había que aprender a
apuntarle a la propia sombra para convertirnos en soldados contra el enemigo
brutal. Y que cada mañana, al salir a la calle, los carteles repletos de
consignas nos daban la caza. Y que de nada valía correr, pues nos alcanzaban
siempre. ¿Y qué peores noticias que las consignas?
Gollum (el
gollem de mi imaginación) se llevó ambas manos a la cabeza... ¿Pero
acaso sabes lo que dices?, respondió. Y yo, ¡qué va!... Por lo regular,
casi nunca sé muy bien lo que digo y no hago otra cosa que repetir lo que dicen
los demás. También ello forma parte de mi pesadilla bélica. Pero,
excepcionalmente, en aquella ocasión sabía muy bien lo que le decía al gollem.
Sí. Desde hacía ya varios años llevaba en la mente una consigna, aquella de Dignidad
o muerte. Y por ello (para no morir) intentaba desesperadamente alcanzar la
vía de la libertad. Pero, ¿cómo hacer para deshacerme del lema bélico con sabor
a catacumba? Tal vez, aquel extraño ser imaginario pudiese darme la última
clave para lograr mi objetivo.
***
Cada casa tiene un patio aunque no lo tenga desde el
punto de vista de su arquitectura, eso me dijo Gollum. Y continuó: Ve
allí, a tu patio interior. Y toma la manzana de la vida... Y pensé que era
él quien, a tal punto, no sabía muy bien lo que decía: ¡Pero esa manzana que
me dices es fruto prohibido en esta isla!, le respondí. Si me agarran
robándola, me matan. Y si me matan, ya no podré ser libre... Pero Gollum,
al parecer, no reparó en mi discurso. Había tomado un puñado de arena y estaba
masticándola. Supuse que tendría que tragar cualquier tipo de materia para
subsistir. Podía ver la arena deslizándose a través de su tubo gástrico (el
extraño, además de verde y fosforescente, era transparente). Te repito que
entres en tu patio y tomes la manzana de la vida, ésa que te han prohibido,
dijo entonces. Y fueron estas sus últimas palabras. Gollum desapareció ante mí
del mismo modo imaginario en el que había aparecido. No obstante, en mi mente
se abrió un abismo: de una orilla, la consigna; del otro, la manzana. Un
dilema, pensé. Y tomando de la mano el absurdo de la situación en la cual me
hallaba, seguí mi camino hacia la siguiente dimensión.
Caminé durante algunos días. Al menos, eso creo. Recuerdo
que pasaba constantemente de la luz a la sombra, lo cual me hizo suponer que
pasaba del día a la noche. Por supuesto, el tiempo estaba algo comprimido en mi
imaginación. Sé, sin embargo, que después de caminar días y noches (o luces y
sombras, igual da) llegué a una puerta muy alta. Estaba abierta, así que no
hice más que empujar la puerta para entrar. Efectivamente, en el interior
encontré un patio. Y en su centro, un manzano cargadito de frutos. Todos del
mismo tamaño. Y entonces, ¿cuál sería la manzana de la libertad? Porque no era
posible que hubiesen tantas libertades en este mundo.
No me quedaba otra alternativa que la de elegir. ¡Con el
trabajo que me cuesta...! Sobre todo, porque no sé qué hacer con aquello que no
elijo. Pero como todo esto que te cuento forma parte del absurdo, igual da que
lo creas o no. (Si te estoy personalizando es porque necesito a alguien que me
lea). En fin, me acerqué al manzano y tiré de su rama más baja. De ella
colgaban unas cuantas manzanas muy rojas y tentadoras. Pero no tomé ninguna.
Estaban demasiado bajas y asirlas era demasiado fácil para mí. Y a pesar de que
no soporto trabajar en balde, pensé que, en tal ocasión, debería seguir
buscando hacia lo alto de la copa del árbol. No muy alto, claro. Podría caer en
el intento. Así que, pasando por la mar de rasguños y cayendo dos o tres veces,
logré encaramarme en la parte central del manzano. Sin embargo, había tomado de
la mano el absurdo. Ello no me permitía seguir agarrada a la rama con una mano
y tomar la fruta con la otra (una de las dos permanecía ocupada). Pero no me
ofusqué. Ideas he tenido siempre. Y a pesar de haber creído que ninguna había
sido jamás obra de mi pensamiento sino del de los demás, en aquel instante pude
reconocer que el ingenio era el fruto más preciado de todos: Con la mano que
tenía libre sacudí las ramas centrales del árbol. Decenas de manzanas cayeron
al suelo. Ahora, se trataba solamente de bajar y escoger. ¿Cuál? Pues, me daba
lo mismo. En realidad, había ya escogido mi propia estrategia. la mía. Mi estrategia de combate.
Sacudir el manzano para que cayesen las frutas. Mi estrategia era obra de mi
arte y de mi pensamiento. Entonces, llegué a la conclusión de que las consignas
y los lemas nada tienen que ver con las ideas. Y que la libertad es una idea
brillante, verde, fosforescente, transparente, etérea. Y que puedo conversar
con ella cuantas veces desee, sin miedo, sin presiones, sin tiros al blanco.
***
Regresé del absurdo aquella misma tarde en la que dormía
un profundo sueño. Y al buscar de nuevo el campo de entrenamiento, vi que todos
habían marchado.Yo, que había escapado de la muchedumbre uniformada, no
hice otra cosa que entrar en un bosque de casuarinas (muy verde, por cierto)
para quedar atrapada por la risa del viento entre las ramas.
Hasta aquí recuerdo.
Lo demás; es decir, lo del gollem en la orilla de
la playa, lo del patio y el manzano y lo de las brillantes ideas que pendían de
sus ramas... Bueno, a decir verdad, todo eso ya lo he olvidado. Mañana iré, de
nuevo, a cavar túneles en el ombligo de mi ciudad. Luego, sin pensar demasiado,
me sumaré (¡súmate! ,
genuina consigna que también he olvidado...) a las escuadras de escarabajos que
hay bajo tierra, siguiendo de cerca la organización impecable con la que
trillan su camino. Y cuando me aburra de estar allí, en el reino subterráneo
urbano, saldré a la superficie a gritar las consignas que leo en los carteles
desde que abrí mis ojos a este mundo. No me parece un mal plan de trabajo. No
sé tú, ¿qué crees?