Por Astarté.
León, España.
Me gustaba el ritmo de la percusión en tiempo de carnaval. A todos nos
gustaba. O a casi todos. Me refiero a los que allí vivíamos y a quienes dejamos
buena parte del tiempo entre sones y desaforados pasos de conga. Como si la
vida fuese eso: una fiesta. Bueno, a veces lo era. También para ella, cuyo
nombre... ¿Cómo era su nombre?... ¡Bah! A decir verdad, la memoria no es
garantía de nada. A veces nos traiciona. Pero el nombre de esa chica podría
haber sido cualquiera y no importaba. Para los demás era “la tiburona”. El caso
es que a “la tiburona” la cogieron un buen día robando y la metieron en “el
tanque” como pasto de cucarachas. Bueno, de más está decir que robar
iniciativas es algo que supera al robo de coches o de dinero o de oro. Así, con
todo lo astuta que era... (Congelaba los proyectos que robaba en el congelador,
con las postas de pollo, para no ser descubierta por los de seguridad)... Pero,
la pobre, no tuvo cuidado en borrar sus huellas de las paredes de aquella
habitación. Afuera se agitaba la gente detrás de la comparsa y una lluvia de
cerveza mojaba a la muchedumbre. Adentro, sin embargo, llovían los proyectos;
por ejemplo, cómo hacer para ser libre. Y “la tiburona” tentó fortuna y entró
en aquella habitación que daba pena y robó el proyecto. Como quien dice, se
acercó a una orilla muy peligrosa. Y no me extraña que no recuerde su nombre.
Desde aquel entonces ha llovido demasiada cerveza y han sonado más tambores de
la cuenta. Hablo de los ochenta. Cuando leíamos manuales estalinistas y
comíamos una cosa rara llamada “picadillo de soya (soja)”. De “la tiburona” no
supimos nunca más. Al caer en desgracia, sus amigos la abandonamos. Nada del
otro mundo. La desgracia no gusta a nadie.
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