PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




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miércoles, 29 de julio de 2015

Memorias musicales y sueños prohibidos.



Por Astarté.
León, España.

 Espero por mi bien que esto no se interprete como un dato biográfico. De adolescente escuchaba a este dúo y me parecía viajar en una alfombra de esas persas. Regularmente este pedazo de damasco me transportaba a un salón anegado de luces multicolores donde se bailaba sin parar. Es probable que estas luces eran aquéllas que llevaba yo encerradas en el pecho y en la mente para descubrir el misterio de otro mundo. El misterio de ... Un mundo raro que, por aquel entonces, estaba prohibido en mi isla. Se decía que toda esta gente de afuera era una banda de hippies de pelo largo, casi siempre homosexuales que usaban drogas e inflaban la ideología de los demonios del capitalismo. Eso se decía en mi isla cuando los de mi generación, es decir, "los de adentro", delirábamos con Daril Hall y John Oates (¡Como si cualquier ideología no fuese obra de ángeles caídos por algún barranco político!). Pues, ¡nada!... Al parecer, estamos llegando al final de un itinerario de sueños prohibidos. Al fin y al cabo, también las alfombras voladoras tienen su estación y llegan hasta donde pueden llegar. Y ahora, por favor, silencio. Quiero escucharles una vez más.


domingo, 31 de mayo de 2015

Allí, donde crece la palma, había una vez...


Nota de la autora: Mitología y memorias peregrinas de una isla es el título que he dado a una compilación de cuentos y relatos (reales y fantásticos al mismo tiempo), engranaje de historias en ocasiones alteradas por el recuerdo y la nostalgia, las cuales, en definitiva, no nacen exclusivamente en mi imaginación personal, sino en la memoria colectiva de una comunidad de gnomos perdidos en una dimensión espacio-temporal inversa a la realidad histórica narrada en discursos y textos oficiales. La presente publicación de la Introducción anticipa las claves escondidas en sus páginas. Pues allí, donde crece la palma, esperan y viven los míticos habitantes de Truculandia.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).




Había una vez ... 
(Introducción del texto (inédito) Mitología y memorias peregrinas de una isla, de Rosa Marina González-Quevedo).

Por Astarté
León, España.


La isla en la que nací es larga y estrecha. Está rodeada de otras islas más pequeñas y de cayos. De hecho, es un archipiélago. Desde la altura parece tener la figura de un caimán. Pero, a pesar de su graciosa figurilla plástica en medio del planeta, desde dentro pierde la forma y se convierte en un espacio su-real, en el cual funciona un tiempo también su-real. En fin, un tiempo y un espacio imaginarios. O imaginados, si queremos ser más gentiles y pensar en ella (sigo escribiendo sobre mi isla) como el territorio de lo que bien podría ser y no es. A veces, he llegado a confundirme con su absurdidad (por ejemplo, en esos momentos en los que, por razones de falsa conciencia, creo haber perdido la llamada identidad personal).

Sin embargo, en la existencia física de mi isla hay algo que le permite estar siempre allí. Y ser siempre lo que es. Se trata, pues, de sus efluvios contagiosos. De la energía que expele y absorbe, porque tiene un carisma de la ostia y vibra y suena y grita hasta decir no más. Así, llegar desde afuera crea expectativas, entre ellas, la de suponer que llegamos a un carnaval. No obstante, una vez allí, la idea cambia. Y nos parece que nuestro viaje a la isla ha sido lo mismo que entrar en el estómago de un raro pez de aguas tropicales. Sí. Es igual que ir directo a un sumidero que traga y devuelve lo que ha engullido, como cuando las ballenas exhalan aire en un chorro de agua. En fin, que no sé quién hace más daño a quién, si ella a mí o viceversa. O ambas posibilidades. Lo cierto es que siempre voy y vengo. Aunque, a decir verdad, mi peor viaje hacia ella es con el pensamiento. Simplemente, porque es un viaje que amenaza con un “no-retorno”. Lo cual no significa que, al final, no logre escapar. Para volver. Y luego, volver a escapar.

Todo ello me hace creer que en la geografía de nuestro planeta personal hay puntos neurálgicos que entran y salen, se entrecruzan, formando el circuito (a veces caótico) dentro de un sistema nervioso central. Y aunque a veces lo niego, termino por admitir que, raramente, dejo de viajar hacia uno de esos puntos neurálgicos: el territorio de la memoria nacional, resumida en los recuerdos de la infancia, del barrio, de la escuela, del primer amor, de los huracanes, de los discursos, de las consignas... Es eso lo que no me deja emigrar del todo. Tampoco a ti. (Tú y yo somos la misma persona). Porque esa memoria nos ata a lo que ya no existe. Y nos amarra a lo que, a pesar de no existir, nos ha marcado en manera fenomenal para dejarnos rotas las articulaciones del pensamiento. La memoria (se me antoja denominarla ancestral), que nos vuelca sobre lo que nos hace sonreír, pero que también nos lanza sobre el resentimiento. Porque recordamos (no sé por qué sucede así), en primer lugar, aquello que no nos deja ser libres. No obstante a todo, somos capaces de sobrevivir. Y la supervivencia al recuerdo es dura. Pero posible. 

En estas páginas voy a contar, a través de relatos imaginarios, anécdotas y vivencias que son, al parecer, salidas de una olla de grillos. Así está mi mente. Y aunque no he sido capaz de hilvanar todas y cada una de mis ideas (por encontrarme en territorio del absurdo), he logrado (eso creo al menos) reservarle un puesto a la imagen de un ser lleno de fertilidad; ése resumido en forma de pueblo. O de sub-mundo. O de comunidad de gnomos. Con protagonistas que conducen en coches de papel por las calles del deseo, quizás con cierto aire melodramático, pero siempre buscando una salida del torbellino represivo que les atrapa. Un conglomerado de peregrinos, muchos de los cuales han escapado (otros no) como hormigas bajo los efectos de una bota muy pesada. Por supuesto, nada de especial. Nada que no pueda ser resumido en el movimiento de moléculas de un conglomerado cualquiera.

A veces, pienso que en esa isla en medio del mar no hay confines entre mito y realidad. Esta ha sido la razón de escribir algo acerca de su mitología, al menos, de mitos y leyendas que intento reconstruir a imagen y semejanza de cómo sucedieron algunos acontecimientos. Y, en tal caso, la reconstrucción es a golpe de furtivos recuerdos que interceden el presente como golpes eléctricos.  Ojalá que logre mi propósito de dar forma a algo que no la tiene, de dar rostro a algo que ha perdido el rostro. Porque la gente, en mi isla, ha emigrado. Y la isla está vacía. Allí la gente ha emigrado con el cuerpo, pero, sobre todo, con el alma. Buscando una salida al torbellino represivo que les atrapa.


Había una vez un proyecto de vida. 
Había una vez un calabozo de enormes dimensiones. 
Había una vez un sueño. 
Había una vez un extraño despertar.

martes, 2 de septiembre de 2014

La leyenda del gollem (con nota de la autora).

Nota de la autora: La leyenda del gollem forma parte del libro de relatos, aún inédito, titulado Mitología y memorias peregrinas de una isla.  En dicho texto narrativo he reunido personajes y anécdotas aparentemente fantásticos o salidos de un cuadro del absurdo. Con ellos he querido dibujar pasajes (y paisajes) reales e imaginarios de la memoria personal y colectiva, vividos por un pueblo de gnomos cuya distinción es la de pertenecer a un sitio específico llamado Truculandia, caricatura de la isla de Cuba de las últimas cinco décadas. Surrealismo y extrañamiento. Opresión y emigración en cuerpo y alma. Es un placer poder ofreceros este puñado de arena de la Perla caribeña. Espero que la lectura os sea grata. Espero, además, que este libro pueda ver la luz y reivindique tantos y tantos sueños perdidos. Se busca editorial interesada en ello.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).







La leyenda del gollem.

Por Astarté.
León, España. 


En efecto, es probable que los eruditos estén acopiando datos sobre la formación de la conciencia militar en ese punto neurálgico del planeta llamado Truculandia, así que, por respeto a la ciencia, les dejo trabajar en silencio. Mientras tanto, mis recuerdos y yo marchamos a empellones por el camino de una escuadra que partió para una guerra tan larga que duró décadas. Y digo “duró” porque, al fin y al cabo, como todo lo que sabe a humo, hoy en día la tal guerrita contra el enemigo invasor forma parte, triste, cabizbaja, de los anales del más sofisticado absurdo.

Y bien, cavar túneles subterráneos perforando de punta a cabo el cuerpo de una ciudad “entera y verdadera”, o entrenar a la ciudadanía en el arte del miedo ante la inminente invasión son bagatelas de la historia que no cuentan para nada. Ni cuentan para nada los domingos de pasión, aquellos en los que la iglesia fue sustituida por la milicia. Para que tengas una idea, era algo así como vivir en pie de guerra, con la carabina al hombro y formando pelotones para desenterrar minas tan imaginarias como los unicornios. Nada, que aquella mañana de campaña militar logré escapar del terreno de entrenamiento. A lo lejos se veía la línea horizontal que delimitaba el terraplén. Tendría que caminar aún un par de kilómetros, más o menos, para llegar a la carretera. Y así, pasando inadvertida, poco a poco llegué y crucé. Del otro lado comenzaba el bosque de casuarinas. El mar estaba cerca, el terreno era arenoso. Entonces me di cuenta de que, sin querer, me había transportado a otra dimensión, dejando atrás el estruendo provocado por las ráfagas del horrible entrenamiento para adentrarme en una caja sonora de absoluto relax. Recuerdo que escuchaba una risa en medio del silencio. No era, sin embargo, una risa de esas que dan pánico. No. Era una risa que llegaba del mar, aquélla del viento al mecer las ramas de las casuarinas. Y atravesando el pequeño bosque llegué a la playa. Y al llegar, vi algo muy raro e indescriptible. Creo que, tal vez, era la forma que mi pensamiento había elegido para representar el miedo; recuerdo haber visto un ser extraño en la orilla, algo así como un amasijo de gelatina verde y fosforescente en cuclillas bebiendo agua de mar.

***

Se trataba de un gollem llegado a la isla en medio de una tormenta tropical. ¿Recuerdas la novela de Tolkien? ¿Recuerdas El señor de los anillos? Bueno, quizás, por paranomasia (gollem = Gollum), me vino a la mente un bicho del género, algo por el estilo era aquel extraño personaje. O al menos así lo imaginé. Y para no perder sus señas lo dibujé en la arena. Entonces, como movido por un resorte, el tipo raro y verde, de un salto, se sentó a mi lado para contarme en clave todo lo que había visto desde su llegada a la playa.

Con respecto a mí misma, dijo que yo había perdido la razón y que, por ello, intentaba acercarme al borde de la libertad sin saber que, al fin y al cabo, la libertad nada tenía que ver con la defensa de un territorio nacional. Recalcó que para escapar definitivamente de mi pesadilla bélica tendría que renunciar a escuchar las noticias o a leer aquel boletín de risa que pasaba por periódico en el país. Y yo, también en clave, le respondí que todo ello resultaba imposible dado que, en la isla, había que aprender a apuntarle a la propia sombra para convertirnos en soldados contra el enemigo brutal. Y que cada mañana, al salir a la calle, los carteles repletos de consignas nos daban la caza. Y que de nada valía correr, pues nos alcanzaban siempre. ¿Y qué peores noticias que las consignas?
Gollum (el gollem de mi imaginación) se llevó ambas manos a la cabeza... ¿Pero acaso sabes lo que dices?, respondió. Y yo, ¡qué va!... Por lo regular, casi nunca sé muy bien lo que digo y no hago otra cosa que repetir lo que dicen los demás. También ello forma parte de mi pesadilla bélica. Pero, excepcionalmente, en aquella ocasión sabía muy bien lo que le decía al gollem. Sí. Desde hacía ya varios años llevaba en la mente una consigna, aquella de Dignidad o muerte. Y por ello (para no morir) intentaba desesperadamente alcanzar la vía de la libertad. Pero, ¿cómo hacer para deshacerme del lema bélico con sabor a catacumba? Tal vez, aquel extraño ser imaginario pudiese darme la última clave para lograr mi objetivo.

***

Cada casa tiene un patio aunque no lo tenga desde el punto de vista de su arquitectura, eso me dijo Gollum. Y continuó: Ve allí, a tu patio interior. Y toma la manzana de la vida... Y pensé que era él quien, a tal punto, no sabía muy bien lo que decía: ¡Pero esa manzana que me dices es fruto prohibido en esta isla!, le respondí. Si me agarran robándola, me matan. Y si me matan, ya no podré ser libre... Pero Gollum, al parecer, no reparó en mi discurso. Había tomado un puñado de arena y estaba masticándola. Supuse que tendría que tragar cualquier tipo de materia para subsistir. Podía ver la arena deslizándose a través de su tubo gástrico (el extraño, además de verde y fosforescente, era transparente). Te repito que entres en tu patio y tomes la manzana de la vida, ésa que te han prohibido, dijo entonces. Y fueron estas sus últimas palabras. Gollum desapareció ante mí del mismo modo imaginario en el que había aparecido. No obstante, en mi mente se abrió un abismo: de una orilla, la consigna; del otro, la manzana. Un dilema, pensé. Y tomando de la mano el absurdo de la situación en la cual me hallaba, seguí mi camino hacia la siguiente dimensión.

Caminé durante algunos días. Al menos, eso creo. Recuerdo que pasaba constantemente de la luz a la sombra, lo cual me hizo suponer que pasaba del día a la noche. Por supuesto, el tiempo estaba algo comprimido en mi imaginación. Sé, sin embargo, que después de caminar días y noches (o luces y sombras, igual da) llegué a una puerta muy alta. Estaba abierta, así que no hice más que empujar la puerta para entrar. Efectivamente, en el interior encontré un patio. Y en su centro, un manzano cargadito de frutos. Todos del mismo tamaño. Y entonces, ¿cuál sería la manzana de la libertad? Porque no era posible que hubiesen tantas libertades en este mundo.
No me quedaba otra alternativa que la de elegir. ¡Con el trabajo que me cuesta...! Sobre todo, porque no sé qué hacer con aquello que no elijo. Pero como todo esto que te cuento forma parte del absurdo, igual da que lo creas o no. (Si te estoy personalizando es porque necesito a alguien que me lea). En fin, me acerqué al manzano y tiré de su rama más baja. De ella colgaban unas cuantas manzanas muy rojas y tentadoras. Pero no tomé ninguna. Estaban demasiado bajas y asirlas era demasiado fácil para mí. Y a pesar de que no soporto trabajar en balde, pensé que, en tal ocasión, debería seguir buscando hacia lo alto de la copa del árbol. No muy alto, claro. Podría caer en el intento. Así que, pasando por la mar de rasguños y cayendo dos o tres veces, logré encaramarme en la parte central del manzano. Sin embargo, había tomado de la mano el absurdo. Ello no me permitía seguir agarrada a la rama con una mano y tomar la fruta con la otra (una de las dos permanecía ocupada). Pero no me ofusqué. Ideas he tenido siempre. Y a pesar de haber creído que ninguna había sido jamás obra de mi pensamiento sino del de los demás, en aquel instante pude reconocer que el ingenio era el fruto más preciado de todos: Con la mano que tenía libre sacudí las ramas centrales del árbol. Decenas de manzanas cayeron al suelo. Ahora, se trataba solamente de bajar y escoger. ¿Cuál? Pues, me daba lo mismo. En realidad, había ya escogido mi propia estrategia. la mía. Mi estrategia de combate. Sacudir el manzano para que cayesen las frutas. Mi estrategia era obra de mi arte y de mi pensamiento. Entonces, llegué a la conclusión de que las consignas y los lemas nada tienen que ver con las ideas. Y que la libertad es una idea brillante, verde, fosforescente, transparente, etérea. Y que puedo conversar con ella cuantas veces desee, sin miedo, sin presiones, sin tiros al blanco.

***

Regresé del absurdo aquella misma tarde en la que dormía un profundo sueño. Y al buscar de nuevo el campo de entrenamiento, vi que todos habían marchado.Yo, que había escapado de la muchedumbre uniformada, no hice otra cosa que entrar en un bosque de casuarinas (muy verde, por cierto) para quedar atrapada por la risa del viento entre las ramas.

Hasta aquí recuerdo.

Lo demás; es decir, lo del gollem en la orilla de la playa, lo del patio y el manzano y lo de las brillantes ideas que pendían de sus ramas... Bueno, a decir verdad, todo eso ya lo he olvidado. Mañana iré, de nuevo, a cavar túneles en el ombligo de mi ciudad. Luego, sin pensar demasiado, me sumaré (¡súmate! , genuina consigna que también he olvidado...) a las escuadras de escarabajos que hay bajo tierra, siguiendo de cerca la organización impecable con la que trillan su camino. Y cuando me aburra de estar allí, en el reino subterráneo urbano, saldré a la superficie a gritar las consignas que leo en los carteles desde que abrí mis ojos a este mundo. No me parece un mal plan de trabajo. No sé tú, ¿qué crees?