Por Astarté.
León, España.
Llego en
menos de un abrir y cerrar de ojos y encuentro todo igual. La acera limpia y
larga, reluciente bajo el sol del mediodía que me lleva a casa. El solar yermo
a mi derecha, el rechinante asfalto a la izquierda. No tengo más que cruzar la
calle para oler de cerca las adelfas, sin tocarlas, por supuesto, porque son
flores venenosas. Menuda condición: bien huelen y bien lucen
aunque hagan daño. Y son bellas.
Atravieso la
calle en este mismo instante y vislumbro el portal donde cantan los grillos. Los escucho e imito sin llegar a ser pedante. Una sola palabra mal
dicha o pronunciada rompería el encanto. Las hadas lo saben. Y también las
brujas buenas. Hay sortilegios que prescinden del silencio, nada que agregar. Y creo que debe ser cosa de
locos o juego de niños esto de sentir tanta pasión por entrar en sitios donde ya nadie nos llama. Sólo por el hecho de poder tocar la hierba, caminar
despacio bajo el sol y estar allí. O aquí, que es igual. La mecánica cuántica
es la mejor de todas las razones del mundo. Y ahora que lo sé, pruebo a no olvidarlo.
Y por eso vuelvo, pues, a oler el perfume de las dulces y mortales adelfas de mi infancia. Siguen creciendo del
otro lado de la calle. Y viajo en un coche de puertas abiertas que me pertenece por designio
personal. Y en mi barrio, los que allí estuvieron ya se han ido. Y los que hoy
están no pueden verme. Adorable pacto entre el plasma y el tiempo, cuando cada
amanecer es un regreso al hogar.