PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




martes, 5 de febrero de 2013

ANÉCDOTA.




Por Astarté.
León, España.


Aunque no lo parezca, contar y escuchar historias es, a veces, importante. Anécdotas lejanas del vivir a plazos o a escondidas; cuentos de los llamados “chinos”, no sé bien por qué (¿cómo cuentan los chinos sus historias...?); vivencias reconstruidas en frases sin curvas o con ellas... ¿Por qué sentimos esa necesidad imperiosa de contar lo que la memoria no puede ocultar a ciegas por mucho tiempo? ¿Pura catarsis, o algo más que eso? En fin, que contar anécdotas podría ser algo así como construir puentes para retornar al pasado, del cual, probablemente, recordamos mucho menos de lo creemos recordar. Llegan entonces en nuestra ayuda los destellos de luz que la imaginación pro-hija. Y relatar  recuerdos deviene, casi-casi, acto de pelar bananas, desnudándolas, poco a poco, hasta dejarlas en su cuerpo más íntimo.

Mi abuelo era un tipo sui-géneris, más tabaco que estatura, más sueños que pretensiones. Se sentaba a leer libros de la historia de Roma, o novelas de Oscar Wilde, o el Decamerón, o todo lo que fuese editado (¡hasta los periódicos, por cierto!). Y combinaba sus viajes literarios con el humo, como si envuelto en nubes  pudiese llegar, antes de tiempo, a su encuentro con las imágenes. Yo lo observaba desde mi niñez, esperando que cayese la tarde para que él, lleno de entusiasmo, me llevase a ver la costa. Y allí, de frente al mar, sentados en el muro y sobre arrecifes, entre los dos buscábamos la ruta del crepúsculo. Y cuando el sol empezaba a ponerse, seguíamos buscando, en la línea del horizonte, el punto justo por donde el mar se tragaría esa moneda dorada. Luego regresábamos a esperar la noche. Y él se llenaba de aire los pulmones para anidar nuevas historias a contarme cuando, en mi cálido país, dejaban sin luz eléctrica la entera ciudad. Y yo, casi-casi, como experta en pelar bananas, esperaba la fruta de su imaginación para digerirla. Y con el apagón, me caía, por desobediente, de bruces en el basurero que mi abuelo había diseñado en sus cuentos, muy cerca de la costa, donde llegaría la marea a lamerme el cuerpecito menudo. Y donde, al final,  vendrían voraces escorpiones, tarántulas y escolopendras a lamerme hasta dejar mi esqueleto blanco como concha... ¿Es que la imaginación tiene fin? Lo tuvo, sin embargo, el humo de su tabaco.

No oculto la nostalgia que dejó mi abuelo al irse. Sus destellos de cruda fantasía serían, desde entonces, puntos de energía pura no perceptibles por oído humano. Quedó, sin embargo, una imagen; algo así como la cola de un cometa que pasa a años luz de la Tierra. Un par de pantalones de bombacho, la pipa encerrada en una caja de piel, libros marcados por la historia familiar de un hombrecito bajo que escupía dicharachos al cruzar la calle para ir a la costa a buscar el sol en la hora del crepúsculo. Atrapado en el aliento que, sin yo quererlo, falsea la real memoria de mi lúcida y nunca mejor querida infancia.


No hay comentarios:

Publicar un comentario