Por Astarté.
León, España.
Aunque no lo parezca, contar y escuchar historias es,
a veces, importante. Anécdotas lejanas del vivir a plazos o a escondidas;
cuentos de los llamados “chinos”, no sé bien por qué (¿cómo cuentan los chinos
sus historias...?); vivencias reconstruidas en frases sin curvas o con ellas...
¿Por qué sentimos esa necesidad imperiosa de contar lo que la memoria no puede
ocultar a ciegas por mucho tiempo? ¿Pura catarsis, o algo más que eso? En fin,
que contar anécdotas podría ser algo así como construir puentes para retornar
al pasado, del cual, probablemente, recordamos mucho menos de lo creemos
recordar. Llegan entonces en nuestra ayuda los destellos de luz que la
imaginación pro-hija. Y relatar
recuerdos deviene, casi-casi, acto de pelar bananas, desnudándolas, poco
a poco, hasta dejarlas en su cuerpo más íntimo.
Mi abuelo era un tipo sui-géneris, más tabaco que estatura, más sueños que
pretensiones. Se sentaba a leer libros de la historia de Roma, o novelas de
Oscar Wilde, o el Decamerón, o todo lo
que fuese editado (¡hasta los periódicos, por cierto!). Y combinaba sus viajes
literarios con el humo, como si envuelto en nubes pudiese llegar, antes de tiempo, a su encuentro con las imágenes.
Yo lo observaba desde mi niñez, esperando que cayese la tarde para que él,
lleno de entusiasmo, me llevase a ver la costa. Y allí, de frente al mar,
sentados en el muro y sobre arrecifes, entre los dos buscábamos la ruta del
crepúsculo. Y cuando el sol empezaba a ponerse, seguíamos buscando, en la línea
del horizonte, el punto justo por donde el mar se tragaría esa moneda dorada.
Luego regresábamos a esperar la noche. Y él se llenaba de aire los pulmones
para anidar nuevas historias a contarme cuando, en mi cálido país, dejaban sin
luz eléctrica la entera ciudad. Y yo, casi-casi, como experta en pelar bananas,
esperaba la fruta de su imaginación para digerirla. Y con el apagón, me caía, por desobediente, de bruces en el basurero
que mi abuelo había diseñado en sus cuentos, muy cerca de la costa, donde
llegaría la marea a lamerme el cuerpecito menudo. Y donde, al final, vendrían voraces escorpiones, tarántulas y
escolopendras a lamerme hasta dejar mi esqueleto blanco como concha... ¿Es que
la imaginación tiene fin? Lo tuvo, sin embargo, el humo de su tabaco.
No oculto la nostalgia que dejó mi abuelo al irse.
Sus destellos de cruda fantasía serían, desde entonces, puntos de energía pura
no perceptibles por oído humano. Quedó, sin embargo, una imagen; algo así como
la cola de un cometa que pasa a años luz de la Tierra. Un par de pantalones de
bombacho, la pipa encerrada en una caja de piel, libros marcados por la
historia familiar de un hombrecito bajo que escupía dicharachos al cruzar la
calle para ir a la costa a buscar el sol en la hora del crepúsculo. Atrapado en
el aliento que, sin yo quererlo, falsea la real memoria de mi lúcida y nunca
mejor querida infancia.
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