"Centauro": Caligrama del Siglo X. |
Por Astarté.
León, España.
Tenía pocos
amigos y no fue a la escuela. Había perdido a su padre en agosto de 1980,
cuando apenas contaba con cuatro años. Pero no le quería; es decir, su padre.
Por eso, quedar huérfano no representó para él un trauma de la infancia, ni
mucho menos. Bueno, le quedaba su madre, una mulata de culo exótico y aires de
sandunguera; una de esas que ni se acordaba muy bien de tener un hijo. Ella iba al trabajo cada tarde (al menos,
eso decía) y dejaba a Torcuato con la vecina hasta bien entrada la noche, a
cambio de que ésta usase su teléfono sin límite de llamadas y su nevera para
guardar los botes de mermelada (esos que hacía para vender por el barrio). Él
era, para colmo, un niño que no hablaba, ni así le tirasen las palabras con una
cuerda. Al parecer, había concentrado la agudeza de su capacidad comunicativa
en dar palmadas sobre cualquier superficie plana, bien se tratase de una mesa,
de una silla o del suelo. Emitía estrepitosos sonidos onomatopéyicos y, al
mismo tiempo, daba fuertes golpes con la mano, situación comunicativa peculiar
e insoportable para quienes estuviesen a su alrededor. La vecina, sin embargo,
no le ponía demasiada atención, ni a Torcuato, ni a sus estruendos. Al máximo,
le decía que se estuviese tranquilo. Lo miraba de reojo: ¡Bestiaaa!, ¿te
puedes callar?, era todo lo que le gritaba. Y se viraba de espaldas para
continuar pegada a la tele con la novela de las diez y media.
Cuando
cumplió la mayoría de edad, Torcuato había crecido y desarrollado a plenitud,
convirtiéndose en un joven apuesto y dotado de enormes atributos físicos. La
vecina y Torcuato habían hecho grandes migas en los últimos dos años. Fue ella
quien se ocupó de la educación sexual del joven, entrenándole para la vida y
enseñándole a conocerse a sí mismo como buen semental... (Dicho sea de paso,
Torcuato había generado una linda niña, a la cual la vecina mandó bien lejos, a
vivir con unos parientes, en otra provincia)... Y bien, la madre del joven
había tomado su camino hacía ya tiempo, dejando a su hijo el minúsculo
apartamento con baño y teléfono: así constaba la descripción de la vivienda en
el clasificado del periódico, en el cual Torcuato, ayudado siempre por su
vecina, había “enganchado” la venta del inmueble. Vale decir que a este hijo de
la incredulidad no le importaban las cosas materiales. Por eso, un buen día
cerró la puerta de aquel cuchitril, dijo adiós a su vecina y a su pasado. Y
echó a andar por el camino de los bien-aventurados. Tenía pocos amigos, repito,
pero ni falta que le hacían. Ya hablaba (a los nueve años había comenzado a
construir sus primeras frases completas y a los quince había logrado hacer
discursos, más o menos intelectuales...). Era un buen chico, guapo y bien
dotado. Y recitaba poemas (aprendidos de memoria, gracias a que su vecina era
una tipa sentimental y se los había enseñado como parte de su educación
sexual...).
A decir
verdad, no tenía idea de a dónde ir. Pero ello tampoco le importaba demasiado.
Se había metido en el bolsillo algún dinero de aquella mierda adquirida por el
apartamentucho, el cual había vendido a plazos, cobrando sólo los dos primeros
(del resto de la pasta se ocuparía su vecina...). En fin, que andando y
andando, el joven Torcuato recorrió medio mundo. Hizo de todo un poco: aprendió
varios oficios, adquirió diferentes idiomas, conoció gran variedad de climas y
centros urbanos y rurales... Tuvo hijos (no se preocupó demasiado por la
cantidad de sus descendientes, como buen semental trotamundos que era...). Eso
sí, estaba convencido de dos cosas: La primera de ellas era que la educación no
entraba en las necesidades vitales de un centauro. Mitad hombre, mitad caballo,
Torcuato usaba, sin leer libros de texto, sus dos hemisferios vitales: de la
cintura hacia arriba, su mitad de hombre para hablar, comer y delirar; de la
cintura hacia abajo, su mitad bestial para engendrar, caminar y defecar. Y así
le bastaba. Torcuato, en fin, estaba
convencido que ni la escuela ni la familia habían contribuido a hacer de él lo
que era. Y bien, la segunda cosa de la cual nuestro ser mitológico estaba
seguro era que amaba a su vecina. Por todo lo que ésta hizo por él. Por cada
verso que escuchó de sus labios, meneando las caderas, haciendo el amor.