BLOG DE ROSA MARINA GONZÁLEZ-QUEVEDO (narradora, ensayista y poeta)
PALABRAS A MIS LECTORES
ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.
EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.
Copio lo que otros dicen; es decir, lo que otros
copian. Y me tomo la osadía de expresar mis ideas. Mis ideas, que no son mías,
ni de nadie. Y copiando y haciendo discursos sobre la verdad no hago más que
reiterar la noria de los impostores; es decir, la rueda de mentiras en la que
giramos. Ojalá pudiese quedarme a pie de página, en el folio de mis
correcciones. Pero no puedo. En el borrador de mis pensamientos repaso los
borrones, los errores y las faltas. Y los elimino en mi copia - original del
mundo.
Miraba tan lejos que su vista
se perdía en el horizonte y luego no hallaba el camino de regreso al hogar. Sus
aspiraciones, altas como el trono de los antiguos emperadores, sobrepasaban la
techumbre de su humilde casa y, quizás por eso, las ideas escapaban de su
frente hacia los árboles del monte. Su condición de curandero de barraca era,
sin embargo, aquello que menos cuadraba con el resto de su personalidad de rey
frustrado. Claro que, dadas las circunstancias de pobreza material y moral que
le circundaban, este monarca improvisado, con su jerarquía de ambiciones y su
cetro de ignorancia, vio la posibilidad de convertirse, de buenas a primeras,
en una especie de rey Midas. Olvidaba, al parecer, que para entrar en el
torrente espiritual ajeno tenía, ante todo, que labrar su jardín con manos
propias.
Usaba las hierbas para curar a la gente. Y la gente,
creyéndole sin más, acudía a sus rústicas sesiones de medicina natural, fueran
cuales fueran las dificultades del camino. Cada mañana entraba en un viejo
trillo y se perdía en la maleza, para luego regresar con las manos repletas de
ramas y raíces. Más tarde, a eso del mediodía, encendía el carbón y preparaba
un brebaje, al cual había dado el nombre de “néctar milagroso”. Decía que un
solo frasco de tal mejunje calmaba, no ya los dolores corporales, sino, sobre
todo, aquellos del alma.
Fue así que su casucha comenzó a llenarse de
paisanos (y de paisanas, por supuesto), crédulos de buen corazón que acudían
cada tarde a encontrar al curandero para comprarle todo lo más que pudieran de
aquella poción divina. Él, mientras tanto, acumulaba riquezas materiales de
todo género: aquellos que no le pagaban con dinero, lo hacían en especie (con
frutos de la tierra o del mar, pieles, animales y hasta piedras). De esta
forma, el ilustre salvador de vidas, poco a poco, llegó a poseer un verdadero
imperio entre el monte y la playa. Se hizo de una embarcación, construyó un
espigón, alzó un pequeño faro en su enigmático puerto. Compró maquinarias para
cultivar la tierra, cercó su hacienda, adquirió ganado y caballos. Y más tarde,
cuando su poder era ya estimable, compró el derecho de tener labradores y
siervos a su entera merced. Fundó una villa. Construyó una iglesia y, frente a
ésta, un prostíbulo de lujo para criar hembras de monta legítimas. Edificó un
banco; acuñó una moneda en la cual resaltaba, como imagen, la monstruosidad de
su propia esfinge. Y para culminar su obra de dueño y soberano, monopolizó los
límites del espacio territorial, por cielo y por suelo, de su oscuro reino.
No compró, sin embargo, la eternidad. Eso no pudo
hacerlo.
Cuentan los que allí vivieron que, fascinado por la
fluorescencia de la flor de la mandrágora, no tuvo cuidado al desenterrar su
raíz, cayendo, mortal, en el torbellino de espectros nacidos del conjuro que él
mismo pronunció. Y cuentan también que, en la noche de su muerte, una vieja
guitarra, borracha de arpegios, fue a parir.
Paria, preciosa canción de Alberto Tosca, interpretada por la cantante cubana Xiomara Laugart. Me inspiró para escribir La canción del fantoche.