BLOG DE ROSA MARINA GONZÁLEZ-QUEVEDO (narradora, ensayista y poeta)
PALABRAS A MIS LECTORES
ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.
EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.
Volvemos hoy a jugar con la intriga. Para ello, hablaremos nuevamente de sitios reales que, en Amanda, se dibujan cual micro-universos. En esta ocasión, haremos referencia a ciertos rincones o espacios mágicos; el primero de ellos carga con la magia de la Naturaleza: custodiada por el río Sil, la aldea de A Cubela esconde un misterio al que Luis se enfrentará sin comprender, ni siquiera, su propia existencia.
A Cubela, Galicia
Pero no es todo: dentro de este rincón hay otro; es decir, una casa. O, mejor dicho, LA CASA... donde la imaginación desentierra sus raíces para lanzarse al vuelo. Una casa real, quién sabe si alguna vez habitada por los personajes de esta novela.
LA CASA...
Luego, al viajar a la gran ciudad, anclamos en otro micro-universo. Una vez allí, hallamos otro rincón en el que brillan, no ya las estrellas del cielo (que también estas brillan), sino aquellas del firmamento musical y del gran espectáculo; un rincón en el que hay un piano de cola y...
Rincón del piano (Restaurante Monseigneur, La Habana)
Sí, la historia de Amanda nos habla de ritmos y luces distantes, pero insospechadamente coexistentes. A fin de cuentas, no hay río sin música, no hay misterio sin escenario... Y no hay Amanda sin mitos y leyendas. Nada es casual.
Era aquél un sendero de
arena por donde se arrastraba una babosa, una de ésas que a menudo encontramos
pegadas a un muro. De cómo el animalito había llegado hasta aquella vereda de
playa, bueno, éste es un misterio como tantos otros. Lo cierto es que estaba
allí, deslizando su húmeda pancita por el árido espacio. Extraño. Sí. Demasiado
raro como para no buscarle explicaciones, por absurdas que éstas puedan ser.
¿Una especie de molusco de mar arrastrado hacia la orilla por alguna ola? No. ¿Tal vez, la metamorfosis de una
babosa de tierra, consecuencia de algún experimento o algo así? Tampoco. ¿Un
híbrido, mitad almeja - mitad babosa?...Y bien, nada mejor que suponer que
alguien había transportado al animalito hasta aquel entorno fuera de los
límites de su hábitad natural. Alguien con ideas sádicas y corazón de
piedra. Probablemente, un torturador frustrado. O no. Quizás, alguien por
error: el bicho, escondido entre las toallas del bañista, en el interior de
algún bolso playero, caído allí, casualmente... Lo cierto es que el molusco
–podemos pensar que estaría alucinando– aparecía, como por arte de magia, en el estrecho pasaje de arena. Y a
duras penas se arrastraba. Sí. Siempre adelante. Cargándose de fuerza positiva,
sin desistir en su empeño. Opción de lucha, seguramente envidiada por cualquier
ejemplar del género humano. Yendo adelante, como aguerrido combatiente en plena
batalla y en medio de un campo minado. ¿Qué cómo producía el moco para
arrastrase? Difícil de explicar. Aún así, seguía adelante.
Era mediodía y el sol comenzaba a quemar. La temperatura de treinta
grados, más o menos. El mar, todavía distante (a razón de cincuenta metros la
orilla) no cubría el margen suficiente como para poder mantener la humedad en
la superficie del suelo arenoso, a tanta distancia de donde yacía la babosa.
Sólo un matorral de guizazos se erguía a dos metros del animalito. (Quizá ello
sería su salvación, aunque terminase enganchado a una rama espinosa. Moriría,
al menos, dignamente. Y no sobre la arena como vaina de haba seca...). Un
cangrejillo de mar, que a la sazón emergía de su cueva, se desplazó con paso
frenético hacia el punto en el cual la babosa persistía en arrastrarse aún.
Tropezó con ella y desvió su marcha en dirección a la orilla. Entretanto, el suplicio
del pequeño molusco de tierra duraba ya casi una hora. ¿Cómo resistía? Un
misterio como tantos. A paso lento. Imperceptible, contrastando su agonía con
el brillo de una concha que resplandecía allí, a pocos centímetros de su
angustiosa imagen. Claro, llegar a la concha sería una gran oportunidad para
sobrevivir, al menos, hasta alcanzar una muerte digna. En cama de nácar. Su
salvación a una distancia que representaba millones de años luz. Aun así, nada se
interpondría entre su energía mortal y la preciosa meta. Su cuerpecillo, a
rastras, se esforzaría por sobrevivir. Algo de magia era imprescindible, por
supuesto. Algo de magia... Cuando de repente, el agobiante sol se ocultó tras
un nubarrón de esos grises y oscuros. El olor de la lluvia que estaba por caer
se tornó intenso (ello indicaba la inminencia de algún chaparrón). Y el viento,
por su parte, alzó diminutas crestas en el mar, transformando la anterior
apariencia del cristal inmóvil en otra mucho más fluida. Aquel viento con
señales de lluvia, mezcla de salitre y hierba en el aire... el hálito del monte
no tan lejano... el sonido del cantar de pájaros. El monte no estaba tan
distante. Algo de magia había en ese olor de crustáceos y madera. Todo
mezclado. O mejor aún, olor a mar y a resina que brota del tronco de las
casuarinas silvestres. El monte no estaba tan distante. Algo de magia era
imprescindible. Y la magia se realizó cuando cayó la lluvia.
La babosa, cuyo cuerpecito comenzaba ya a ponerse rígido, quedó quieta.
En poco tiempo, al llover, la arena se tornó húmeda y compacta como la tierra.
Y la pequeña concha, que anclaba a pocos centímetros del animalito, arrastrada
por un hilo de agua que le sirvió de canal entre la arena, llegó al pie del
molusco. Y así, igual que un náufrago en medio de la tempestad, el pequeño ser,
salido del milagro que fuera la canción de la entera Natura, abordó la barcaza
de socorro. Para luego seguir adelante, ahora dejándose llevar por el viento a
través del riachuelo mágicamente construido. Navegando a lomos de su tenacidad,
quién sabe si hasta llegar al mismísimo monte.
Miraba tan lejos que su vista
se perdía en el horizonte y luego no hallaba el camino de regreso al hogar. Sus
aspiraciones, altas como el trono de los antiguos emperadores, sobrepasaban la
techumbre de su humilde casa y, quizás por eso, las ideas escapaban de su
frente hacia los árboles del monte. Su condición de curandero de barraca era,
sin embargo, aquello que menos cuadraba con el resto de su personalidad de rey
frustrado. Claro que, dadas las circunstancias de pobreza material y moral que
le circundaban, este monarca improvisado, con su jerarquía de ambiciones y su
cetro de ignorancia, vio la posibilidad de convertirse, de buenas a primeras,
en una especie de rey Midas. Olvidaba, al parecer, que para entrar en el
torrente espiritual ajeno tenía, ante todo, que labrar su jardín con manos
propias.
Usaba las hierbas para curar a la gente. Y la gente,
creyéndole sin más, acudía a sus rústicas sesiones de medicina natural, fueran
cuales fueran las dificultades del camino. Cada mañana entraba en un viejo
trillo y se perdía en la maleza, para luego regresar con las manos repletas de
ramas y raíces. Más tarde, a eso del mediodía, encendía el carbón y preparaba
un brebaje, al cual había dado el nombre de “néctar milagroso”. Decía que un
solo frasco de tal mejunje calmaba, no ya los dolores corporales, sino, sobre
todo, aquellos del alma.
Fue así que su casucha comenzó a llenarse de
paisanos (y de paisanas, por supuesto), crédulos de buen corazón que acudían
cada tarde a encontrar al curandero para comprarle todo lo más que pudieran de
aquella poción divina. Él, mientras tanto, acumulaba riquezas materiales de
todo género: aquellos que no le pagaban con dinero, lo hacían en especie (con
frutos de la tierra o del mar, pieles, animales y hasta piedras). De esta
forma, el ilustre salvador de vidas, poco a poco, llegó a poseer un verdadero
imperio entre el monte y la playa. Se hizo de una embarcación, construyó un
espigón, alzó un pequeño faro en su enigmático puerto. Compró maquinarias para
cultivar la tierra, cercó su hacienda, adquirió ganado y caballos. Y más tarde,
cuando su poder era ya estimable, compró el derecho de tener labradores y
siervos a su entera merced. Fundó una villa. Construyó una iglesia y, frente a
ésta, un prostíbulo de lujo para criar hembras de monta legítimas. Edificó un
banco; acuñó una moneda en la cual resaltaba, como imagen, la monstruosidad de
su propia esfinge. Y para culminar su obra de dueño y soberano, monopolizó los
límites del espacio territorial, por cielo y por suelo, de su oscuro reino.
No compró, sin embargo, la eternidad. Eso no pudo
hacerlo.
Cuentan los que allí vivieron que, fascinado por la
fluorescencia de la flor de la mandrágora, no tuvo cuidado al desenterrar su
raíz, cayendo, mortal, en el torbellino de espectros nacidos del conjuro que él
mismo pronunció. Y cuentan también que, en la noche de su muerte, una vieja
guitarra, borracha de arpegios, fue a parir.
Paria, preciosa canción de Alberto Tosca, interpretada por la cantante cubana Xiomara Laugart. Me inspiró para escribir La canción del fantoche.