Por Astarté.
León, España.
Era aquél un sendero de
arena por donde se arrastraba una babosa, una de ésas que a menudo encontramos
pegadas a un muro. De cómo el animalito había llegado hasta aquella vereda de
playa, bueno, éste es un misterio como tantos otros. Lo cierto es que estaba
allí, deslizando su húmeda pancita por el árido espacio. Extraño. Sí. Demasiado
raro como para no buscarle explicaciones, por absurdas que éstas puedan ser.
¿Una especie de molusco de mar arrastrado hacia la orilla por alguna ola? No. ¿Tal vez, la metamorfosis de una
babosa de tierra, consecuencia de algún experimento o algo así? Tampoco. ¿Un
híbrido, mitad almeja - mitad babosa?...Y bien, nada mejor que suponer que
alguien había transportado al animalito hasta aquel entorno fuera de los
límites de su hábitad natural. Alguien con ideas sádicas y corazón de
piedra. Probablemente, un torturador frustrado. O no. Quizás, alguien por
error: el bicho, escondido entre las toallas del bañista, en el interior de
algún bolso playero, caído allí, casualmente... Lo cierto es que el molusco
–podemos pensar que estaría alucinando– aparecía, como por arte de magia, en el estrecho pasaje de arena. Y a
duras penas se arrastraba. Sí. Siempre adelante. Cargándose de fuerza positiva,
sin desistir en su empeño. Opción de lucha, seguramente envidiada por cualquier
ejemplar del género humano. Yendo adelante, como aguerrido combatiente en plena
batalla y en medio de un campo minado. ¿Qué cómo producía el moco para
arrastrase? Difícil de explicar. Aún así, seguía adelante.
Era mediodía y el sol comenzaba a quemar. La temperatura de treinta
grados, más o menos. El mar, todavía distante (a razón de cincuenta metros la
orilla) no cubría el margen suficiente como para poder mantener la humedad en
la superficie del suelo arenoso, a tanta distancia de donde yacía la babosa.
Sólo un matorral de guizazos se erguía a dos metros del animalito. (Quizá ello
sería su salvación, aunque terminase enganchado a una rama espinosa. Moriría,
al menos, dignamente. Y no sobre la arena como vaina de haba seca...). Un
cangrejillo de mar, que a la sazón emergía de su cueva, se desplazó con paso
frenético hacia el punto en el cual la babosa persistía en arrastrarse aún.
Tropezó con ella y desvió su marcha en dirección a la orilla. Entretanto, el suplicio
del pequeño molusco de tierra duraba ya casi una hora. ¿Cómo resistía? Un
misterio como tantos. A paso lento. Imperceptible, contrastando su agonía con
el brillo de una concha que resplandecía allí, a pocos centímetros de su
angustiosa imagen. Claro, llegar a la concha sería una gran oportunidad para
sobrevivir, al menos, hasta alcanzar una muerte digna. En cama de nácar. Su
salvación a una distancia que representaba millones de años luz. Aun así, nada se
interpondría entre su energía mortal y la preciosa meta. Su cuerpecillo, a
rastras, se esforzaría por sobrevivir. Algo de magia era imprescindible, por
supuesto. Algo de magia... Cuando de repente, el agobiante sol se ocultó tras
un nubarrón de esos grises y oscuros. El olor de la lluvia que estaba por caer
se tornó intenso (ello indicaba la inminencia de algún chaparrón). Y el viento,
por su parte, alzó diminutas crestas en el mar, transformando la anterior
apariencia del cristal inmóvil en otra mucho más fluida. Aquel viento con
señales de lluvia, mezcla de salitre y hierba en el aire... el hálito del monte
no tan lejano... el sonido del cantar de pájaros. El monte no estaba tan
distante. Algo de magia había en ese olor de crustáceos y madera. Todo
mezclado. O mejor aún, olor a mar y a resina que brota del tronco de las
casuarinas silvestres. El monte no estaba tan distante. Algo de magia era
imprescindible. Y la magia se realizó cuando cayó la lluvia.
La babosa, cuyo cuerpecito comenzaba ya a ponerse rígido, quedó quieta.
En poco tiempo, al llover, la arena se tornó húmeda y compacta como la tierra.
Y la pequeña concha, que anclaba a pocos centímetros del animalito, arrastrada
por un hilo de agua que le sirvió de canal entre la arena, llegó al pie del
molusco. Y así, igual que un náufrago en medio de la tempestad, el pequeño ser,
salido del milagro que fuera la canción de la entera Natura, abordó la barcaza
de socorro. Para luego seguir adelante, ahora dejándose llevar por el viento a
través del riachuelo mágicamente construido. Navegando a lomos de su tenacidad,
quién sabe si hasta llegar al mismísimo monte.