Por Astarté.
León, España.
León, España.
El perro le
seguía por todas partes. Era blanco y negro y gordo. Parecía un ternero y no un
perro. Posiblemente, lo peor de tener al animal pisándole los talones día y
noche era que, a pesar de ser un tipo invisible, tarde o temprano todos
llegaban a enterarse de su ubicación en tiempo y espacio. No por él, hombrecito
insignificante, ensombrecido por tanta soledad. Sino por la bestia. Y es que el
animal no era, ni siquiera, suyo. Era uno de esos bastardos abandonados y, por
fortuna, adoptados en el seno de la comunidad. Alimentado por varios vecinos
(gracias a las almas de buen corazón que aún subsisten). Tenía, además, un
rincón donde guarecerse, en el traspatio de una tienda abandonada del
vecindario. Nada mal para un perro callejero, ¿no? En fin, que por alguna
razón, el animal le seguía por todas partes. Y el hombre-sombra (digamos el
protagonista de este breve relato) no usaba otro medio de transporte que no
fuese aquél que sus propias piernas le proporcionaban. Iba y venía, caminando
por todas partes, de un lado a otro de la ciudad. Cruzaba los espacios
periféricos, llegaba al monte y regresaba. Siempre andando. En compañía de su
fiel amigo.
Así, mientras
más tiempo pasaban juntos, más advertía las cualidades extraordinarias del can;
por ejemplo, la capacidad de observar y de guardar silencio. O bien, la
aceptación emocional de ser y de estar aquí, en este mundo. O la virtud de
agradecer el pan de cada día, precioso don espiritual que los hombres habían
perdido ante el triunfo del consumismo. Y luego, con eso de los festivales y de
las manifestaciones populares por doquier; con eso de las fiestas, ferias,
mercadillos... marchas por esto y por lo otro... concentraciones...
altavoces... gritos... Con todo eso, el afán por obviar la fuerza del silencio
era impresionante. Y las ideas... ¡LAS IDEAS!... Las ideas de la ciudadanía
estaban preñadas de un bullicio extraordinario. De una algarabía de jauría
organizada. Rebaños de seres gritones pastoreados por líderes, cuyos gritos, a su vez, saltaban desde lo alto de
las tarimas para disiparse por todo el aire. Y mucha música estridente. Sí.
Mucha música estridente, electrónica, impersonal. Y voces enredándose en el ir
y venir de la muchedumbre por calles anegadas de tiendas. Y tiendas y más
tiendas concentradas en espacios también estridentes, donde hay muchas luces
artificiales y anuncios enlatados para vender y vender y vender... y vender. Y
vender.
Por supuesto,
tanto bullicio marginaba, cada vez más, al hombre-sombra y a su perro de la
dimensión de los seres tangibles. Hasta que, un día, nuestro peculiar héroe del
silencio se dio cuenta de haber fundado una especie de partido, en el cual él
era el líder y el animal el único adepto. Y lo llamó “Partido de los insignificantes”.
Pero nada fue peor que aquella idea de darle nombre al partido en el que él,
germen ocasional de plazas solitarias, militaba desde hacía mucho tiempo.
Fue así que el
hombre-sombra puso precio a su silencio. Y por ello, cuando los demás se
enteraron de que el significado del silencio tenía buen precio, quisieron
venderlo y comprarlo. Y nada. Sucedió lo de siempre. La prensa, la radio, la
televisión y toda esa parafernalia comunicativa. Los periodistas a dar el
famoso “palo” informativo y demás. Hombre y perro en primera plana, ganando la
fama, experimentando el reto del bullicio. Perdiendo su propia esencia.
Petrificándose hasta convertirse en monumento territorial. Y, como era de
esperar, llegaron los políticos de tal y más cual vertiente. Y el “Partido de
los insignificantes” quedó disuelto en carteles propagandísticos.
A partir de
entonces, la ciudad perdió, definitivamente, su rostro más real.