Por Astarté.
León, España.
Pienso luego existo. Y existo porque pienso. En ti, en mí. En el preciso
momento de máxima brevedad los cuerpos
se disuelven y vuelven a su estado líquido. Las ideas, entonces, se amalgaman.
Y se agrupan en la viscosa y elemental sustancia, fuente de la vida. Veo allí,
en el charco seminal, pequeňos y veloces cuerpecillos en forma de peces. El mar
sigue siendo el principio y el fin del pensamiento que vuela. Y escapa como manantial
salado a través de ventanas llamadas mónadas, quién sabe bien por qué. Y desde
la marea, con la fuerza que me dan las olas, salgo a la calle. Me precipito en
las atrocidades del asfalto. Y pienso de nuevo, ahora en la gente que va y
viene sin saber bien a donde. La calle está mojada. Llueve. Y de nuevo, agua.
Anónima fuente de la vida. La lluvia corre por los desniveles de la acera, para
llegar al subterráneo de una fosa. Y allí, en el pestilente territorio de los
residuos públicos, de nuevo agua... Fuente de vida que retorna en forma
putrefacta: todo resurge en malditas y
benditas manifestaciones, regresando a la matriz de un sueňo. La lámpara de
noche es de aceite. Imagino tu cara. E imagino porque pienso. Y pienso porque
existo. Dime, entonces, si puedes, dónde está la llave que dejamos colgada
entre la calle y el salitre. Mis ideas van y vienen. Se agolpan sin parar en el
torrente de la sangre que circula por mis venas. Y a través de ventanas
abiertas que se cierran a mi paso entro de nuevo. Cierro mi cuarto. Me sumerjo
en el blanco y humilde espacio de la buena memoria. Y otra vez, tu cara. Tu
boca que humedece mi piel y susurra a mi oído el canto de un pájaro nocturno: Cogito ergo sum... ¿Ha sonado el
reloj? No creo.
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