Por Astarté.
León, España.
Era demasiado fuerte para creer en falsos ídolos.
Así, un buen día, en medio del desierto, juró desenterrar todo lo que en él
quedaba de banalidad y estériles juramentos. Fue entonces que emprendió las
huellas de su corazón para atravesar el árido terreno. Se descalzó para sentir
mejor, al tacto, el placer del dolor natural que en él causaba pisar las
grietas del fango reseco. Y andando llegó a la carretera, otro desierto
abandonado e infértil, por el cual no pasaba ya ni el mejor de los poetas. Y
luego, atravesó el monte (¡divino silencio el del monte!)...
Y bien, cariño, no te reconocí..., ella le dijo al verlo llegar con llagas en
los pies y destrozos de piel en el
alma, si es que puede existir un alma dérmica. Y por qué no. El alma tiene
piel. Y él lo sabía bien: un río de vida fluía desde el interior de sus
entrañas como manantial en medio de las rocas. “Y bien, cariño, es que te
esperaba para cenar y no llegabas...”, le dijo al verlo hambriento y extenuado.
Pero no era hambre lo que él sentía, sino amor. Aquel hombre, extraño ejemplar
de esos nacidos bajo el signo de Marte... A pesar del cansancio, el haz de su
silueta trepaba por las ranuras del techo y abría los brazos para abrazar el
pensamiento de su amada...
Y bien, cariño, ¿te apetece un whisky o, mejor
aún, un martini dry? Ella sabía
que ésta ultima era una de las seis principales recetas del The Fine Art of Mixing Drinks, de David
A. Embury. La mujer, claro, quería conversar. Y no sólo esto: su pasión la
consumía; deseaba ser besada. Y para encender las pasiones, nada mejor que un
licor aromático. Pero él no bebía, mucho menos cuando regresaba de un largo
viaje. Y de aromas tenía demasiado: la hierba, la tierra, la erosión del viento
lo habían impregnado de olores insustituibles. ¡Qué mejor sensación que la del
olor a la hierba del monte!
En el centro de la pequeña sala había un espejo y
nada más. Estaba allí, desde aquella primavera en la que ellos se amaron. Y
bien, no es secreto para nadie que cuando el tiempo pasa quedan los espejos
abiertos a la memoria. Ėl estaba extenuado, eso he dicho antes. Ella lo amaba
con locura y lo esperaba para cenar con un martini
dry a la luz de una vela. Ėl olía a hierba. A ver, ¿qué más?... En el
techo, las ranuras le abrían el paso a las viejas vigas de madera, carcomidas
por el comején. Y todo estaba en orden, pues nada existía, al parecer. Nada,
menos el silencio. Ese que él había recogido en el monte para regalárselo a
ella, lleno de vida. Sucede que, a veces, los grandes sueños ponen condiciones.
Y el coraje no faltaba, ¡qué va! Ėl tenía tanto que le sobraba. Pero el coraje,
¡qué pena!, nada puede hacer cuando va a la guerra contra el tiempo. Y como
sabemos, en ciertas ocasiones vale más el amor que el coraje. Por eso, cuando
él entró y la vio sentada esperándolo, no se dejó derrotar. La tomó entre sus
brazos. Ella lo deseaba, aunque no podía ya sentir el olor de su piel.
Entonces, con ella en sus brazos, él atravesó el espejo y llegó de nuevo al
desierto, árido e infértil. Y allí sembró una flor. Luego, caminando (con ella
en sus brazos), llegó a la carretera, por donde no transitaba ya ni el mejor de
los poetas. Y escribió un soneto. Y al final, entró en el monte, siempre con
ella en sus brazos (¡divino silencio el del monte!)... Y le dijo: Te amo, ¿sabes? ¿Crees que aún tenemos
tiempo para cenar? Y ella, desde el otro lado del espejo, le sonrió
diciéndole esto, así de simple: Siéntate,
amor. Te estaba esperando.