PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




miércoles, 12 de septiembre de 2012

Relato de amor a primera vista.




Por Rosa Marina G-Q. (Astarté)
León, España.

Relato de amor a primera vista.

Pensaba de mil formas. Y de tanto pensar, le vino una idea: recogería el polvo acumulado en la superficie de los muebles de su casa para venderlo como maquillaje en el mercado de los domingos. Para ello, claro está, tendría que pasar el tiempo (el polvo no se acumula así como así) y ella cargarse de mucha paciencia, así que, para acelerar este lento proceso de acumulación, abriría la ventana y la dejaría abierta día y noche.
No pensó, sin embargo, que al hacerlo encontraría el amor de su vida.
Él era un hombre común y con sombrero, uno de esos que transitan por las calles y miran hacia arriba para ver qué pájaro está pasando al vuelo. Ella, mujer común (de esas que abren las ventanas para que entre la luz del sol y el polvo), lo vio pasar y lo siguió con la mirada, hasta ver cómo se perdía en la distancia.
Pero volvería, estaba segura. Los caminantes son  hacedores de historias que pasan y se alejan y... ¿por qué no?, pueden siempre regresar.
Así, su idea de acumular el polvo se transformó en una obsesión  morbosa que terminó en metamorfosis. Pues asomada a la ventana, día y noche, también su cuerpo fue cubriéndose de polvo y humedad hasta transformarse por completo... Sí, sí, no lo creeréis... La mujer, enamorada y vencida por el tiempo, se había transformado en árbol. Y en pocos meses, anidaron pájaros en sus ramas, múltiples reptiles excavaron la corteza de su tronco y repugnantes larvas corrompieron su dermis maderable y resinosa.
Obviamente, en poco tiempo, la noticia de la mujer-árbol trascendió y su ventana se convirtió en un exótico escaparate, en el que se exponía un nunca visto híbrido biológico. No faltaron, por supuesto, ni la tele, ni las conexiones con las redes internacionales. Y hay hasta quien afirma, fervientemente, haber visto algún objeto volador no identificado atravesando el cielo del barrio, posiblemente por la curiosidad de sus tripulantes de conocer el nacimiento de una rara y nueva especie en la galaxia.
Él era un hombre común y con sombrero, uno de esos que se protegen del sol y de la lluvia al transitar por la vida. No es extraño que la noticia de aquel estrafalario árbol humano no llegara jamás a sus oídos; sabemos que, a veces, los caminos son líneas rectas e infinitas que se pierden en el horizonte... Y ella, mujer común, dividida entre Madre Natura y arte de ser algo en este mundo, había ya perdido el sentido de la vista, del oído, del olfato... Sus ramas, blandas y erosionadas por el sol y la lluvia, comenzaban a caer. En fin, quién sabe si, en un probable retorno, él la habría reconocido.
Luego pasó el tiempo. Y un buen día de otoño, el extraño árbol, transformado en despojo, cayó, convirtiéndose en polvo. Era tiempo de huracán. Por la ventana, abierta de par, las ráfagas de un impertinente viento de tormenta hacían remolinos en la habitación, arrastrando, en fin, cada partícula elemental del árbol caído. Y el árbol convertido en polvo llegó, ¡tan lejos!, que  se cruzó en el sendero del caminante, alcanzándolo a paso veloz para emblanquecer sus hombros.
Entonces, sólo se escuchó un fuerte silbido, como si un tren pasara a toda velocidad. Él se quitó el sombrero para saludar al ángel que silbaba a su paso. Y ella...
Bueno, quizás no se comprenda, pero éste ha sido el relato de un simple amor a primera vista.



lunes, 10 de septiembre de 2012

La metamorfosis o el amor transformado.




Por Astarté.
León, España.

No me explico dónde Kafka dejaría el borrador de su Metamorfosis. Hace algunos aňos paseaba en el jolgorio de turistas invasores del Callejón del Oro, en el Castillo de Praga. No pude en aquel entonces advertir mi pasión por la alquimia, ni siquiera, al pasar frente a la casa con el número 22, donde viviera el escritor bohemio en 1916. La multitud, el viento frío de fines de diciembre atentaban contra el élam vital que, en condiciones de calma, me hubiera empujado hacia la intimidad de la pequeňa vivienda, hoy convertida en librería. Mi consuelo era que, resumidas cuentas, las casas pueden hablar por sus antiguos habitantes, pero solamente hasta un cierto punto. Al final, la corroboración del pensamiento de los hombres la encontramos allí, escondida entre las líneas que la vida nos traza, casi siempre, a sorpresa.
Él era el amor. Y de buenas a primeras, una maňana despertó convertido en insecto. Y no porque lo quisiera, por supuesto. A nadie le gusta sufrir ese tipo de cambio atroz. Pero, desafortunadamente, no pudimos evitarlo. Su cuerpo, que hasta entonces había sido la imagen virtual del caballero encantado, devino coraza, dura y negra. Horribles tentáculos; largas cuerdas en forma de patas peludas se movían, eléctricamente, sin control. Y de su boca emergían frases agudas, lacerantes, incongruentes... Sin dudas, la obra kafkiana, en la plenitud de su apogeo, se apoderaba de un sueňo. Y aquello que pocos días antes había sido idilio para la estación invernal, se transformaba en tosca amalgama de rencores, de odios, de pesadillas... Bueno, es que sólo los hombres pueden convertirse en insectos. Y cuando digo hombres, digo también hembras. Porque junto a mi fiel Gregorio Samsa, descubrí mi cuerpo cubierto del polvillo gris de las crisálidas. Yo, envuelta en una cápsula gelatinosa, viendo mi palacio de arenas doradas derrumbarse como castillo de naipes. Y no porque lo quisiera, por supuesto. A nadie le gusta ver caer la propia casa delante de la vista, sin poder hacer nada por evitarlo. Mas, si como las casas pueden hablar por sus antiguos habitantes solamente hasta un punto (y no más que eso), no desesperé.
Regresé esa misma maňana al Callejón del Oro, donde vivieran los mejores alquimistas de Praga[1]. Era impelente encontrar la fórmula mágica, pero no aquella con la cual se querían transformar los metales en oro, claro está, sino otra: la que convertiría de nuevo el amor en hombre y mujer. Caminé por la oscura callejuela, sin reparar en el viento frío de febrero. Pasé de largo por el número 22 (Franz dormiría a esas horas, ¿para qué despertarlo?...). Y llegué a una antigua bodega, de esas clásicas y descritas en cualquier texto sobre magia. Una puertecita chirrió. Entré y bajé a tientas por la angosta escalera hasta el sótano. Y allí estaba, seňoril, con los brazos abiertos, la mentira. Me esperaba desafiante. Y tuve que matarla. Tuve que cortar su cabeza de cuajo para regresar de nuevo a mi cuerpo, a su cuerpo, a nuestras vidas...


[1] Bajo el gobierno del Emperador Rodolfo II de Asburgo, a finales del S. XVI.

sábado, 8 de septiembre de 2012

El más débil.



 
 Por Astarté.
             León, España.


Olvidémonos ahora de los presentes. Es evidente que nos miran con caras de estupefacción. Peor para ellos. Porque con respecto a ese automóvil somos solamente dos, tú y yo, que sería igual a decir la mañana y su sombra. Luz y negación. Aunque los demás afirmen que venimos al mundo para obrar. Pero nosotros sabemos que no existe una mentira mayor que esa, sobre todo ahora que te observo y nada me dices. Ya lo sé. Tienes la palabra en desuso. La palabra… ¡Cómo si fuera gran cosa!
Cuando éramos pequeños y solíamos jugar encaramados en los tejados del barrio no podía evitar la amenaza del vértigo. Y tú lo sabías. Por ello, esperabas siempre a que estuviera próximo al borde para hacer como si fueras a empujarme. Yo, por supuesto, me aterrorizaba. Cerraba los ojos y ponía mis bracitos en cruz, pretendiendo semejar de alguna manera a la Gloria. Pero, igualmente, al final terminaba por hacerme la caca entre las piernitas. Y tú reías. Eras mayor y más fuerte. Yo, poco menos que un desastre. Blando y deformado por la sobreprotección materna te reconocía como mi hermano en aquel entonces. Luego, cuando las golondrinas cruzaron el candil celeste, comenzaste a negarlo. Y yo sufrí. Sufrí en silencio. Apretando los dientes aprendí a probar el sabor de la decepción. Claro que a ti no es que te importaba demasiado. Con poco esfuerzo y tanto de coraje te lanzabas ágil hacia la cima de las colinas, siempre altivo y arrogante. Mientras yo, al contrario, arrastraba mis escuálidos tendones que se entreveraban en un montón de pajilla seca. Hasta que un día… ¡Oh Dios!, sucedió el milagro. Descubrí que había precipitado su carita alegre por un poro de mi triste pellejo la primera pluma. Blanca y suave como algodón de azúcar.
¿Sería libre a partir de entonces? ¿Acaso el corazón puede serlo? Pues yo te amaba. Encontraba en ti las beldades añoradas y las razones preconcebidas. Tú, bello, radiante, ya te empeñabas en cruzar el río cuando yo no más podía revolotear alrededor del nido. ¡Cuánto lloré! También mamá se había trasladado a un nuevo sitio. Otra cría reclamaba su amor. Una mañana, mirándome dulcemente me dijo: “Debemos despedirnos”. Y cuando llegó el invierno, yo aún imberbe no tenía las fuerzas para acumular alimentos. Tú sí. Ya estabas lejos como nuestra madre y no eras más mi hermano, sino otro pájaro del bosque. O tal vez, hasta fueras mi enemigo.
A pesar de todo sobreviví. Algunas hormigas enloquecidas con el viento acudieron a buscar refugio en mi pico. Y cuando el sol volvió a mostrar su gentileza yo ya estaba listo para echar a volar. Después pasó el tiempo, mas no logré olvidarte. Te veía haciendo círculos en el azul continuo. Como un contrincante al que no se puede jamás derrotar. O quizás, como una deidad, quién lo sabe. El mundo que idealicé para ti era el mejor de todos y había en él suficiente oquedad para que cupiesen lo cierto y lo falso.
Cada vez que distinguía una ola migratoria alzaba la vista y te buscaba. Y no sabía si eras realmente tú, pero te imaginaba el líder; aquél que llevaba el sentido del vuelo en el vértice de ese triángulo perfecto que hacemos las aves cuando debemos volar a otras tierras. Ciertamente, como podrás suponer, siempre he tenido que contentarme con la cola de la saeta. Jamás he logrado reunir toda la destreza y la inteligencia que se requiere para dirigir algo en mi vida. No obstante, soy aún feliz recordándote y mimetizando tu fuerza en mi debilidad. Tendrás ya hijos y a lo mejor nietos, ¿no es así? Yo no. Cuando he querido amar a alguna ha llegado un forzudo a desplazarme. Me pregunto si podrán quererme algún día…
Han transcurrido varios inviernos desde que te fuiste sin regreso y ya ves, mi hermano del alma, qué extrañas se presentan hoy las circunstancias y cuán pobres somos ante los caprichos de la eternidad. Y es que si seguí el rumbo que traza esta carretera de campo fue porque algo presentí, aunque nunca el hallarte de esta forma, después de tanto tiempo. Quién sabe si a lo mejor eres feliz también en este instante. No me respondes, pues tienes la palabra en desuso, ya lo sé. Pero, al menos, déjame pensar que tampoco tuviste miedo en tu último momento; no éste que yo siento ahora al verte así, desde la altura de mis incompetencias, incrustado en ese miserable parabrisa.


Achille y yo en el Viejo Mundo.




Por Astarté.
León, España.


Why was he down here, from their coral palaces,
pope-headed turtles asked him, waving their paddles
crusted with rings, nudged by curious porpoises

with black friendly skins. Why? Asked the glass sea-horses,
curling like questions. What on earth had he come for,
when he had a good life up there? The sea-mosses

shook their beards angrily, like submarine cedars,
while he trod the dark water. Wasn’t love worth more
than the coins of light pouring from the galleon’s doors?

Derek Walcott, Omeros, Chapter VIII, II.


Grandes monumentos que la Historia (con mayúscula) donó al "Viejo Mundo", muchos de ellos, construidos con el oro y las piedras del "Nuevo", son la imagen de lo que cada día me hace sentir como el Achille de Walcott en medio del mar. Un ser foráneo, anti-héroe de su propio destino, carente de la magestuosidad de los grandes palacios renacentistas y de los templos medievales. De todas formas, te amo, Europa, aunque no sé bien por qué. Tal vez, porque mi reino es para ti del todo insondable: del mar, profundo e infinito, nadie ha tocado su misterio. Y tú bucanero, explorador de nuestras costas, no llegarás nunca a sus confines. Allí, en el reino del silencio, donde cabalgan las ostras en rocines de cristal, duermen nuestros monumentos, nuestros muertos, nuestra historia escrita en minúscula; es decir, aquella que no ha sido el fruto de grandes guerras entre sólidas potencias. Al contrario, verás, solamente, la quietud de El Caribe, navegando en la canoa que un día de abril constuyera el abuelo, desgarrando el tronco de un roble caído.  Sumerge el remo, pescador, y rema con la piel rajada por el sol para que aprendas del sabor salino que no aceptas más que como buen turista. Ve a buscar los peces para el fuego.
Y bien,  hasta aquì,  no he hecho otra cosa que repetir a Walcott. Lo repito y lo amo. Mas, de ahora en adelante, hablaré de lo que existe en el fondo de nuestro pequeňo océano, en esa parte que no llega a tocar la categoría de los monumentos construidos con el mármol de Carrara. Y es que, entre una isla en forma de caimán y una península fálica, hay innumerables galeones, mal hechos con pedazos de cualquier material flotante. Preguntad, pues, a nuestros balseros, cuántos sueňos, piernas destrozadas, muerte y vida hay en ese charco. Y sobre todo, cuánto amor, extraordinario y breve, que no dura mucho más que la fuerza de la que ha nacido, pero que es sólido, como el bronce de tus monumentos. Y si te fijas bien, bucanero, los pétreos monumentos que en nuestra tierra existen están todos de frente al mar, como en son de espera. Fortines y murallas, puentes levadizos que abren y cierran el paso de los hijos del caimán hacia el estrecho, florido y anhelado. Estatuas que miran también al mar; ídolos totémicos para defendernos del extraňo mundo planetario...

Y yo... ¿Dónde está la estirpe que me une a los impávidos ojos del Achille de Walcott en el fondo de mi mar? Desde el centro de Europa difícil es creer en cosas simples, en la humedad del mes de diciembre, o en los huracanes tropicales. Todo aquí parece haber sido construido antes de la evolución del Neanderthal; una gran leyenda, lenta y prolongada en etapas, exquisitamente resumida en textos universales a los que faltan las páginas de nuestros aborígenes. ¡Pero qué bello este Tevere de los romanos!... ¡Qué espléndido el Arno con su Ponte Vechhio, que parece haber sido extraido de un libro de fábulas, leídas a Corte!... Y qué decir de la Venecia novelesca, con su carnaval de rígidas figuras, de impecables máscaras que no mueven la cintura, pues no saben bailar la salsa... (ni falta que les hace, claro está...). Visto así el mundo, con desconsoladas pupilas que aňoran el terruňo (aunque busquen el océano), os puedo decir que tengo grandes esperanzas en el fin de nuestra historia americana. Seremos reivindicados, sin dudas, no obstante ello no le importe a nadie. ¿Por qué perder el tiempo hablando de Achille (el hombre antillano)? Porque sin él, querido Homero, poeta legendario, no hubieras podido haber contado lo mejor de la guerra de Troya:


Why waste lines on Achille, a shade on the sea-floor?
Because strong as self-healing coral, a quiet culture
is branching from the white ribs of each ancestor,

deeper than it seems on the surface; slowly but sure,
it will change us with the fluent sculpture of Time,
it will grip like the polyp, soldered by the slime

of the sea-slug. Below him, a parodic architecture
re-erected the earth’s crusted columns, its porous
temples…[1]

Por todo eso, y por mucho más, te amo, querida Europa. Y aunque mis monumentos están en el fondo de ese mar que no comprendes, te juro que seré fiel a la rigidez de tus castillos. Yacientes en medio de un espacio viciado por el humo de tantas inútiles batallas, de las cuales Achille no entiende, ni siquiera, un ápice.


[1] Walcott, Omeros, Chapter LIX, II.

La casa de los santos orishas.




Por Astarté.
León, España.

(Tomado del libro de relatos inédito Mitología y leyendas peregrinas de una isla, de Rosa Marina González-Quevedo).

Mi madrina me criticaba siempre por mi exceso de intelectualidad. Me decía que a los santos hay que entenderlos así, simples como son, en sus manifestaciones naturales. Que si la hierba es verde, eso significa que “es verde” y no “que tiene un manto verde”. Y que nunca iba a aprender a sentir el alma del monte porque, para mí, el monte era un “adulto sonámbulo” y no “la casa de los santos orishas”. 
Y tenía razón. 
Yo leía libros e imaginaba todo lo demás.
En cierta ocasión, me invitó a presenciar un ritual de purificación: Una chica vestida con una bata blanca estaba de pie, al centro de un círculo de velas blancas encendidas. Y mi madrina fumaba un tabaco por la parte del fuego y le expulsaba el humo en la cabeza diciendo algunas frases en lucumí
El ritual duró casi una hora. 
Recuerdo que en el patio había un árbol de mangos, frondoso y lleno de frutos. Sus ramas se mecían, suavemente, emanando un perfume inigualable, mezcla de yodo y almíbar. Recuerdo, además, un cielo muy azul sobre la techumbre de la terraza, ésta improvisada con láminas de fibrocemento. Y recuerdo el olor a frijoles negros que salía del interior de la cocina... 
Después de todo esto, no recuerdo nada más.
Luego, soñé.
Y la noche que soñé con Shangó había tenido muchos otros sueños, todos extraños y llenos de símbolos de difícil lectura. A la orilla del mar, siempre de noche, el orisha-guerrero (que esta vez venía como hembra) era un gigante y vestía con su manto rojo. 
Pasó por detrás de mi espalda, de izquierda a derecha. Y continuó caminado hasta llegar a la frontera, mi cama, a visitarme. 
Y entonces, ya no era Shangó, sino Oshún.
Mujer morena y radiante. 
Vestida de amarillo y oro. 
Me tocó en el hombro. 
Nada me dijo aquella noche. 
Pero mi instinto me impulsaba a entrar en su casa.

***

Era el corazón del monte. Había un guayabal repleto de maleza. Y al atravesarlo, encontré a  Ilé-Ifé (sitio conocido como la Meca de los yoruba). 
Hasta que lo viera en sueños, de su esplendor sólo conocía (por leerlo en libros) la existencia de sus templos, su artesanía y la tradición de un fuerte espíritu entre sus antepasados. De los orígenes de su nombre sabía bien poco, aunque todos lo llamaban “la casa que se expande” o “la casa que se propaga”... O “la casa del pájaro que vuela”...
Y esto último fue lo que se me quedó grabado.
Historia y leyendas coinciden en que su fundador fuera Oduduwa (también llamado Odduwa, Oddúa, Olofin, etc.). Y que Oduduwa era hijo de un rey. Bueno, hay versiones que consideran su ascendencia islámica, suponiendo que éste, desheredado y expulsado de La Meca, escapando a tierras paganas, fundara su propio reino: la cuna del pueblo yoruba... Todo ello fruto de lectura.
Se cuenta, además, que en Ilé Ifè había un palacio lleno de ídolos de madera. 
Era el palacio real. 
Y se cuenta del nacimiento de un genio de las artes adivinatorias, Ifá, quien seguido por dieciséis discípulos inició su peregrinar por tierras nigerianas y más allá de éstas, fundando muchos imperios, de los cuales fuera Oyó el más importante. Estos reinos, gobernados por el alafín (rey de reyes o rey divino), gozaban de plena independencia... 
Se cuenta que Shangó, poderoso guerrero, se convirtió en el cuarto alafín de los habitantes de Oyó
Esto y algunas cosas más cuenta la leyenda. 

***

Atravesé el guayabal y llegué a un bosque de árboles. 
Estaban cubiertos de una corteza que expelía el aroma de la resina verde. 
Buscaba a Oshún, la reina de los girasoles. La imaginaba abanicándose el cuerpo, sudando misterio allá, en las minas de cobre del oriente de mi isla. Quería pedirle que me descifrara el mensaje que aquella noche, en sueños, había dejado al pie de mi cama cuando fue a visitarme. De ello dependía mi re-encuentro con la vida futura, cuando fuera yo capaz de interpretar mi diloggún (oráculo usado en la religión yoruba para establecer una comunicación con los orishas):

Caracoles, hablen con las bragas de Oshún, que a su vez hablan por mí...

Pero me respondió el viento al vaivén de las ramas de los árboles. Que ya no eran gigantes de brazos poderosos, sino verdes casuarinas. El sonido del viento era el rumor que devenía cada vez más sordo y melodioso, como canto de tambores.  
Y bien, creí llegar al final de mi camino. 
Estaba en un lugar mágico, en el que un río acotaba el resto del paisaje. 
Y en el río nadaba un pez de grandes dimensiones. 
El agua tornasol era un espejo...
La tentación de verme reflejada en la descomposición de la luz me superó.
Entonces, me agaché.
Y pude observar mi imagen deformada por el resplandor.
Para continuar hacia delante tenía que atravesar la corriente. Atravesar la luz...
Del otro lado estaba Ilé Ifé... Ilé Ifé...
La casa de los orishas.
Que ya no era un palacio donde vivía un rey, sino una discoteca en medio de la manigua. Cubierta por  paredes y techo de vidrio. Llena de luces. Un sitio donde el ritmo del reggaetón y del rock se confundía con el retumbar de los tambores Iyá, Itótele y Okónkolo (los tres tambores batá).
Una mezcla rítmica de notas crudas, salvajes, espasmódicas.
Melodía cargada de energía y, seguramente, compuesta bajo órdenes directas de Olofi.
Y sin saber cómo, me absorbió el conglomerado de cuerpos danzantes y llegué al pie del pedestal del creador de todo lo que existe.
Le pregunté dónde podía encontrar a Oshún, la reina de los girasoles.
Y Olofi, que no habla con la gente, pero sí con las palomas y demás pájaros del monte, me dijo:

— Regresa a tu casa y acuéstate de nuevo. La encontrarás sentada en tu cabecera, donde se quedó, esperándote para contarte la fábula del NADA ES IMPOSIBLE que no llegaste a escuchar.

Y yo regresé a mi nido. 
En el epicentro de una isla repleta de sueños peregrinos.








Tres historias de remos.





Por Astarté.
León, España.

- I -
Te quiero contar, hijo mío, la historia de una vieja barca anclada en la orilla. Poco decía de grandes viajes, pues era muy pequeña. Las olas lamían su armazón de madera corroida, absorbiendo todo lo que de bosque quedaba en ella. Sin remos, mutilada, ofrecía lo último de sus fuerzas por quedarse allí, ligada al pedazo de hierro, del cual se sostenía como se sostiene un cuadro de un clavo en la pared. A duras penas se alimentaba del salitre y del olor a peces podridos, esos que la resaca arroja sobre el margen de las playas. Y nada más. Su dueño, pescador de grandes metas nunca realizadas, la había dejado abandonada cuando supo que el cáncer llegaba a su fase terminal. Y muerto el hombre, quedó solamente la barca en un enjambre de silencio. Quiero que sepas, además, que fue mi padre quien me enseñó a tirar un bote hacia adelante en medio de la laguna. Creo que remar es un ejercicio espléndido, no obstante la fatiga, claro está. Es como atrapar un líquido viscoso para dejarlo escapar, inmediatamente, a golpe de fuerza. Sientes cuando el agua entra y huye, una vez, dos entre los remos. La barca viaja y vive, cumple su función de vehículo, pero su motor son tus brazos, no lo olvides, hijo mío... ¿Sabes?, te cuento que el hombre, desde que es hombre, ha echado a andar en el ir y venir de las mareas. Un buen día, de un tronco de árbol construyó una vara larga y la hundió en la profundidad del agua hasta tocar el fondo. Y gracias al impulso de sus brazos atravesó ríos, y después cruzó de lado a lado el mar. Y es que el hombre no es otra cosa que una barca de remos, que se va lejos y regresa, llena de peces o con una canasta vacía. A veces, tiene que ir contra corriente. Y en esos momentos, sólo Dios decide si dejarlo o no con energías suficientes para regresar y encender de nuevo la lumbre en su hogar. Y te digo “Dios”, pues no sé qué otra cosa decir. Pero bueno, te contaba la historia de la vieja barca abandonada en la orilla. No siempre fue vieja y no siempre estuvo allí, ligada por una cuerda...


- II -

Mi madre me contaba historias de remos. Ella decía que nosotros, los seres humanos (nos llamaba hombres) éramos como barcas que se abren el paso entre las olas, navegando, a veces, contra corriente. Y que nuestros brazos eran los motores de la navegación. Y tenía razón. Hoy llegué a mi oficina y mi jefe me llamó para anularme el contrato de trabajo, por eso de la crisis, me dijo. Y bien, ahora es que me toca remar, haciendo uso de todas las fuerzas del universo. Tengo mujer y dos hijos; uno de ellos, de la misma edad que tenía yo cuando mi madre me contó un relato sobre una pobre barca abandonada en una orilla. Y ahora debo sacarle partido a esa historia, por desgracia sí. Y es que aquella armazón de palos, olvidada y carcomida por el salitre y el limo, volvió un día a navegar. Ya sin remos, sin pescador, sin esperanzas de regresar se lanzó a vivir la última de sus grandes aventuras. Una tarde de viento, de esas en las que la resaca es fuerte y tira mar adentro cuanta cosa pueda, se quebró la soga que mantenía atada la barca al hierro. Así, por instinto, entre peces y espuma se dejó andar sin prejuicios. Y a sotavento, la corriente la empujó en el sentido opuesto de la costa, por dos días y dos noches. Al final, arribó a un islote solitario, selvaje, lleno de palmas. En el sentido opuesto, sí, pero llegó a alguna parte, eso al menos. Y yo llegaré a mi casa, no puedo hacer otra cosa. No tengo ya un trabajo y mis remos se han perdido en el fondo de este océano de mierda, al cual le han dado el nombre de crisis. Caminando, por instinto, como barca al fin, llegaré y me haré un café, si todavía queda...

- III -

El día en el que papá perdió el trabajo yo estaba en la escuela. La maestra nos había pedido que escribiéramos una historia cualquiera, cosa difícil. Pero yo me acordé de mi abuela, sabia mujer, la cual decía que para escribir algo bastaba solamente tener una pluma en la mano. Y escribí la historia de unos remos, descubiertos en la playa donde siempre íbamos de vacaciones. Abandonados en la arena, como dos brazos abiertos, me esperaban. Yo no sabía remar. Tenía no más de diez años y era flaquita como un güin. Sabía, sin embargo, que con nuestros brazos amamos y hacemos señales; los policías del tránsito, por ejemplo. Fue entonces que inventé que aquellos remos eran mis brazos. Y que me servían para volar, porque remar era demasiado duro para mí. Y en mi fantasía de diez años tomé los remos y abrí las alas. Y volé y llegué al sol, como ese tal Ícaro de la mitología. La diferencia entre mi historia de remos y aquella del hijo de Dédalo estaba en que yo, al final, tocaba el sol con mis brazos sin quemarme. Linda composición; obtuve un premio y todo. Mi padre regresó a su trabajo una semana después, de la misma forma en que la vieja barca regresó a su orilla. Porque desde el islote, el barlovento la llevó de nuevo a casa. Y yo, ¡qué decir!... Llegué a tocar el sol sin quemarme los brazos. Al parecer, el hombre nació para remar, como decía mi abuela. Es un ejercicio muy fatigoso, pero la condición del instinto lo impone. La vida también lo impone. Eso lo aprendí cuando ese mismo día, al volver de la escuela, encontré una paloma en mi ventana.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Sexo y frase: la palabra.




Por Astarté.
León, España.

Los complejos, que (generalmente) forman parte de la cruel adolescencia, llegan a recrudecerse o, por el contrario, a disminuir con la edad. Hoy quiero hablar de una palabra “prohibida” en los ilustres salones de la vida cotidiana: el sexo, elemento mucho más “apegado” a las cuestiones prácticas que a las teóricas. Pues si algo somos y hacemos es sexo. Sin embargo, su definición se ha transformado en tema escabroso para el ser humano, desde que la ética cristiana intervino como mediadora entre el ser sexual y el ser moral. Mencionar la palabra resulta, casi casi, un oprobio. Tal vez, el término latino sexus (de ambigüedad etimológica) se haya transformado en lema para designar eso que conocemos como el misterio de ser pervertidos.
Hubo, como siempre sucede, un revolucionario. Un invierno tuve la posibilidad de realizar uno de mis tantos sueños: visitar una extraordinaria ciudad, Viena. Sin prejuicios, puedo afirmar que ésta se reveló para mí un punto místico del planeta, repleto de emociones, mágico y terrible al mismo tiempo por su historia y su gente. Pero si Viena representaba un sueño, lo que no imaginé en mi existencia precedente fue poder traspasar las puertas de un apartamento, otrora parte de mi “nunca jamás”. Claro que en la vida todo es posible. Debéis creerme: Berggasse n. 19, primer piso, donde viviera (entre 1891 y 1939) un ser humano convertido en tabú para el pensamiento de su época, Sigmund Freud. 


Que si cuando estudié vagamente su punto de vista filosófico le temía o no coincidía plenamente con él, es cierto. Que si escuché tantas versiones sobre su vida personal y me aterrorizaba, también lo es. Pero los apasionados del misterio (¡somos tantos en el mundo!) que han ultrajado las paredes de su apartamento vienés en condición de “curiosos” (¡somos tantos en el mundo!...) podrán darme la razón al afirmar que la sensibilidad es un atributo humano, cuyo desarrollo depende solamente del espíritu. En su fotografía, débil y enfermo, desde el exilio, rodeado por sus seres queridos y sus perros, yacía el padre de familia, que era el mismo que hablara de sexo para describir aberraciones, traumas y psicosis. Tres ensayos sobre teoría sexual, obra que en su época provocara la violenta aversión del puritanismo (y no sólo de ello), fue uno de los libros que, con avidez, me lancé a adquirir. Y no sé por qué, de todo lo leído,  han quedado frases en mi mente como exergos; frases que, quizás, ayudarían a trazar una línea (torcida, pero interesante) para definir la enigmática palabra. Os propongo, queridos lectores, ésta: individuos que besan con pasión los labios de una bella muchacha no podrán emplear sin repugnancia su cepillo de dientes. Y pregunto (retóricamente, midiendo el espacio del silencio entre el lector y la frase), en este caso, si la boca del beso no es la misma que la del cepillo dental. Claro que sí.  Como vemos, basta una frase para encontrar un indicio del misterio y el poder del ser sexual. La palabra sexo quedará por siempre en el catálogo de los textos “apócrifos”. El sexo, al contrario, en el sacro nexo del ser humano con su propia especie. ¿Sexo? Sí, gracias. Pero no hablemos de él. Romperíamos el recinto de sus poderes ancestrales para caer, de bruces, en la noria de lo que se puede y de lo que no se puede ser y hacer.