PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




martes, 4 de junio de 2013

LOS MAESTROS NOS HABLAN: UN BLOG DE INTERÉS HUMANO EN LOS ESTUDIOS DE LA CONCIENCIA.

LOS MAESTROS NOS HABLAN: 

  Tengo el gusto de presentar en mi blog un "salón de lectura" y de participación para quienes encuentren interés en los estudios de conciencia. Martha Rosenthal, venezolana, profesora y consultora del área "paranormal", es fundadora del CEINPLA, escuela donde dicta el curso "La Formación para Líderes Planetarios".  Personalmente, admiro su labor, no sólo por su empeño en enviarnos mensajes que "despiertan" nuestra curiosidad hacia campos más amplios del conocimiento humano, sino también por continuar adelante con su obra, aún cuando las condiciones de contradicción social y política que en la actualidad atraviesa su país tienden a exigir de su labor redoblamiento y máxima potenciación.

  Espero que los lectores de LOS DÍAS DE VENUS EN LA TIERRA encuentren, en las páginas de este blog, motivos para la reflexión e interesantes orientaciones personales. Somos parte de un universo, tan nuestro, como tan ajeno a lo que entendemos ser el centro de nuestra cotidianidad. Démonos, pues, la oportunidad de ser inmortales también a la hora de comer el pan nuestro de cada día.

Martha Rosenthal Barsky

ESCRITORA. ESPECIALISTA EN PARANORMALIDAD

Confesiones de Astarté a sus lectores: Lo que callan los gatos al mirar el tiempo.





Por Astarté.
León, España.


Mi amigo miró hacia el pasado y vio tierra. Y aunque la tierra es símbolo de fertilidad, creyó haber visto sólo polvo de color ocre; seco y arcilloso. Aquella mañana me llamó para comentarme su árida visión. ¡Y yo qué sé de visiones!, le dije, por aquello de no comprometerme, en ningún caso, a desvelar  hambrientos fantasmas en el huerto de mi amigo. No le conté, sin embargo, que también yo, a veces, cierro los ojos y veo tierra en el pasado, como si lo vivido fuese no más que polvo y sequedad. Y que, en ocasiones (y para no aburrirme en el presente), echo un vistazo al futuro y no veo, ni siquiera, tierra (sólo sombras). Tampoco confesé a mi amigo que, cada día, al percibir mi pueril debilidad, malgastando ideas riego a tope un cruel, pero reconfortante concepto pesimista de la vida. Como tampoco le dije que, a menudo, mis ideas caen, desproporcionadamente, del cántaro de la reflexión sobre la tierra seca y las sombras. Es cierto:  nunca digo a mis amigos todo lo que veo. Sin embargo, mi gata, criatura peluda y llena de manías, biológicamente organizada para saborear su pienso y dormitar a ratos,  me mira. Y, quizás, buscando en mi perfil una visión del tiempo, aunque no me cuenta lo que ve,  me regala una mirada limpia y simple, mucho más armoniosa que la mía. 


Maly, nuestra gata.


Tras pensar en todo ello, creí que era menester decirle a mi amigo, tan preocupado en su visión del tiempo, que los gatos son felices. Y tomé el teléfono. Pero escuché, solamente, en el vacío de la línea, un eco. Es más; a decir verdad, no era un eco, sino algo así como una música distante. Y pensé que, “para variar”, mi visión del tiempo seguía controlada desde el centro del sistema matriz que nos mueve. Y colgué.

Me fui al salón y me tendí en mi cómodo diván, esta vez sin cerrar los ojos. Y volví a mirar hacia el pasado, tratando de encontrar lo que yace bajo el ocre de la tierra seca. ¿Y sabéis qué vi?... Pues... ¡oro!... ¡Vi oro! Monedas brillantes, de un espléndido amarillo-sol; metamorfosis del ocre. Y luego, sin cerrar los ojos, me transporté al futuro. ¿Y sabéis lo que vi?... Pues, una verde pradera, muy quieta, en la cual el viento mecía, suavemente, la hierba. Y de la combinación del amarillo y el verde surgió el azul. Y entonces vi, ¡por fin!, el cielo. Intenso e ilimitado. No recuerdo nada más. Estaría profundamente dormida. O, tal vez, yacería ronroneando por cualquier rincón.

martes, 14 de mayo de 2013

Confesiones de Astarté a sus lectores: Ego y Fortuna.




Por Astarté.
León, España.

Confieso que, a veces, cuando me siento aturdida y me da vueltas la cabeza, alcanzo a percibir una rueda en las amplias habitaciones de mi imaginación. Y bien, eso de tener o no fortuna (alias “suerte”)  es mitología, ¿sí o no? Esa mujer, diseñada ciega y de pie por los antiguos griegos, moviendo entre sus manos una rueda sin control y a puro azar de sus antojos... Mitología pura y dura, ¿sí o no? Leyenda de caminos. Pero, como leyenda al fin, no es más que expresión de una tendencia de nuestro pensamiento universal: apelamos a la total ausencia de responsabilidad personal cuando algo nos falla, cuando las cosas no nos salen del todo bien o, al contrario, cuando nos salen de puta madre (creyendo que nada hemos hecho para merecerlo). Pero, ¿no será ese giro de la rueda el invisible juego personal del hacer y del no hacer en forma simultánea, a nuestro favor o en nuestra contra?

Algo me dice (y ese “algo” suele ser la experiencia vivida) que cada paso que doy, cada movimiento, cada acción no es otra cosa que una micra del impulso que estoy dando a la rueda (aún sin tener conciencia de ello). Igualmente, podría asegurar que cada una de mis acciones regresan al punto de donde partieron, con la fuerza de la acción misma, como reacción energética, ni más, ni menos. Esto es algo conocido como Karma; concepto que me ayuda a considerar eso de la conexión universal a nivel conciente. Y en esta “devolución energética” de mis acciones personales no cuenta, solamente, lo físico, sino (y sobre todo) aquello que no percibo y no logro perfilar en un cuadro de pie, como mujer ciega que mueve una rueda: mis deseos, mis sentimientos, mis emociones cuentan. Y sí que cuentan en mi vida.

 No pretendo, claro está, desenfrenarme o palidecer intelectualmente en una exposición de conocimientos que no poseo. Me quedo aquí, en este punto muy básico y cotidiano: me duelen Fortuna y su rueda cuando las cosas no me salen bien; me acarician Fortuna y su rueda cuando algo extraordinariamente fabuloso me sucede. Y en fin, que no siendo justa con mi propia justicia, devengo injusta conmigo y con mi especie. ¿Será entonces que Astarté espera cosas demasiado fabulosas? ¿Quién debe descubrir a quién?, ¿Astarté a Fortuna o Fortuna a Astarté?

Para empezar a aclararme las ideas que giran por mi mente, confieso que no suelo jugar a loterías, ni apostar en juegos de azar, y por algo será. No sé si lo que acabo de decir es lo mejor o lo peor que suelo hacer, pero, al menos, eso es ya un punto de partida para auto-conocerme (o auto-reconocerme). Y es que, al final, creo haber llegado a comprender, en cierta forma, que el deseo de querer algo en mí es más fuerte que el abandono al que me doy, pretendiendo lograrlo sin participar. Por supuesto, Fortuna no me verá si no la busco. Pero no por azar, sino por puro amor al deseo de encontrarla. Y, al final, ¿por qué todo este discurso “extraño” en torno a un antiguo mito? Quizás, porque los mitos y leyendas pertenecen a una memoria ancestral, inconsciente y necesaria para continuar, día a día, llevando las riendas de eso que llamamos "vida".


sábado, 4 de mayo de 2013

LA FÁBULA DE LA GORRA.




Por Astarté.
León, España.

No se quitaba la gorra, ni siquiera para entrar a la cama. Y es que su gran secreto era que, bajo la gorra, almacenaba ideas. Ideas buenas, malas, regulares, peores, mejores... Pero, al fin y al cabo, ideas. En mayúscula y en minúscula, entre corchetes y signos de admiración... Ideas elevadas al cuadrado y al cubo; ideas frías y calientes, blancas y negras. Esas que, justo por ser ideas, raramente pasan por los telediarios o por las fiestas de cumplidos o por las revistas de moda. Ideas menguadas y enriquecidas, viejas y nuevas, raras y comunes. Y es que una vez, por haberse quitado la gorra, le vieron pensar. Y desde entonces trataron de castrarlo. Fue cuando decidió “engorrarse” por siempre, hasta para ir a la cama. Y sobre todo para ir a la cama, por si acaso los sueños fuesen confundidos con ideas.

Tenía una entera colección de gorras, adecuadas a cualquier estación del año y a todo tipo de acontecimiento público o privado. Gorras de todos los colores, elegantes y deportivas, sobrias y ridículas. Y se las ponía en cualquier posición, igual con la visera al derecho que al revés o de  lado. Gorras acumuladas entre el armario y la bañera, entre la habitación y el portal. Tongas y tongas de gorras por doquier; barricadas construidas para protegerse contra la imbecilidad, el miedo o la envidia.

En cierta ocasión llegaron a su encuentro los de la televisión, posiblemente hasta con buenas intenciones. Querían entrevistarlo. Pero él les echó a cajas destempladas, más bien, por aquello de evitar que las ideas se le escapasen a través de la boca: “Perdonad el engorro, pero... ¡podéis iros a la puta mierda!”, y les cerró la puerta en las narices. Y entonces, la noticia recorrió el país y traspasó las fronteras. Entre otras curiosidades a ser mencionadas, se cuenta que una gigantesca gorra inflable fue usada, por breve período, como logotipo de una reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas (eso hasta que comenzara a ser objeto de la caricatura publicitaria). O que una importante firma de productos farmacéuticos inventara una gorra contra la fiebre y la cefalea. O también que se diseñara una gorra atómica con fines bélicos, entre otras cosas... En fin, que a partir de aquel momento, surgieron miles de millones de ideas en torno a un accesorio llamado “gorra”.

Claro que, como podemos suponer, la eternidad no es condición del género humano. Y él, por obra de su propio conocimiento, una mañana se quitó la gorra, así, como quien no quiere las cosas aún queriéndolas. Salió de la cama, abrió la puerta, se asomó a la calle. Y fue entonces que pudo constatar la amenaza de muerte pululando a su alrededor: ideas que saltaban, corrían, navegaban sin rumbo fijo en la inmensa red de la matriz viviente; efluvios peligrosos que atentaban contra el orden natural de la vida cotidiana le llenaron de terror. Y fue así que, llenándose de un coraje nunca visto antes, se cubrió el rostro para no percibir las ideas que él, genial creador del mundo, había, por puro ego, un buen día echado a volar.

martes, 16 de abril de 2013

PARALELISMO.




Por Astarté.
León, España.

           Armada de toda su paciencia fisiológica salió a la calle. Era un día de abril del año tal, no llovía. En los jardines de la ciudad atinaban a ser imaginarios los colores a la luz del sol. Estaba cansada; es más, agobiada de tanta espera. Pero su paciencia era enorme, sólo comparable con la que tienen las mujeres grávidas al octavo mes y medio de gestación. Y aunque, en este caso, no esperaba un hijo, era como si lo hiciese. Se palpaba el vientre y sonreía. Los autobuses paseaban por las avenidas. Y ella miraba el ir y venir de la gente como si fuera el mar. Olas ligeras cargadas de espuma  a veces crecían y saltaban a la orilla.

Armado de toda su química fisiológica salió a la calle. Era un día de abril del año tal, no llovía. En los bares de la ciudad atinaban a ser audaces las copas a la luz del vino. Estaba cansado; es más, agobiado de tanta espera. Pero su química era feroz, sólo comparable con la que tienen los hombres solitarios al octavo mes y medio de quedarse viudos. Y aunque, en este caso, no había enviudado, era como si lo hubiese. Se palpaba la frente y  sudaba. Los coches corrían por las avenidas. Y él miraba el ir y venir de ciclistas como si fuera el cielo. Nubes oscuras cargadas de lluvia a veces pasaban y seguían su rumbo.

Armados de toda la lucidez posible e imposible salieron a su primer encuentro. Era un día de abril del año tal, no llovía. En los bancos de aquel parque atinaban a ser mágicos los compases de la calma. Estaban cansados; es más, agobiados de tanta distancia. Pero su lucidez era infinita, solamente comparable con la capacidad del universo. Y aunque, en este caso, no eran ángeles, era como si lo fuesen. Se palparon los rostros y se reconocieron. Los gorriones revoloteaban por entre las ramas de los álamos. Y ellos, dichosos, miraron el reloj de la plaza vecina como si fuera el punto de partida. Y entre olas y nubes, entre el mar y el cielo vivieron el último instante de sus vidas pasadas cuando, al compás del tiempo, cruzaron el puente.


domingo, 17 de marzo de 2013

CUANDO CAEN LAS ESTRELLAS...




Por Astarté.
León, España.

Con profunda satisfacción he visto una estrella fugaz sobrevolar mi espacio. Y al verla pasar le he pedido un deseo. Luego, la he visto “caer”, como si la gravedad fuese ley en todas partes. En fin, “caer” y “viajar”: conceptos que pueden llegar a confundirse, por aquello de que las caídas no siempre dan señales del mal o de escaleras rotas... A veces las caídas son iconos de esperas ocultas, de sueños aparentemente irrealizables. Por eso, cuando caen las estrellas, se revuelve el mayor afán de romper cortinas para abrir el cielo.

jueves, 14 de marzo de 2013

LA MANO QUE NOS MUEVE.





Por Astarté.
León, España.


       No nos extrañemos si un día nuestro cuerpo de trapo permanece inmóvil. Lo más probable sería, en este caso, que la mano que lo mueve esté de vacaciones, tomándose algún tiempo de descanso, lejos de la rutina cotidiana. Y nuestro cuerpo, habituado al movimiento, rompería a reclamar, insensatamente, la presencia de la mano que lo mueve. Y todo ello por una sola razón: el terror a la inmovilidad . Y desde sábanas, blanquecinas o mugrientas, nuestro cuerpo gritará, llorará desconsolado, emitiendo gemidos de angustia, aclamando el retorno del espíritu de la manipulación al cual se ha ligado por y desde siempre.

      Nada tendría que ver todo esto con el accidente de un tal Gregorio Samsa, con su asqueroso aspecto de vil cucaracha. Nuestro cuerpo, sin la mano que lo mueve, devendría trapo, del más puro que existe. Y como ante cualquier pacto con el destino, sacaríamos cuentas en ventajas y desventajas. Y sin enumerar las cuantiosas pérdidas que conlleva la inmovilidad corporal llegaríamos a apreciar las enormes posibilidades del haber nacido “TRAPO”. Es probable que el teatro de títeres, uno de los más antiguos que existe, no haya sido idea de una mente histriónica, sino del mayor de los ingenieros a pie de obra humana.  Y no hablo de la historia real del teatro de las marionetas, ni del concepto griego de neurospasta  como “cuerpo tirado (desde la cabeza y no sólo) por cordeles para ACTUAR”... En fin, que a qué sirve tanta digresión para hablar de la mano que nos mueve.

Programando nuestra ánima y encubriendo, tras ella, la real personalidad y la voz de algún actor oculto tras bambalinas, una o dos manos (y hasta más) determinan el inicio y el fin del drama: hoy trabajo, mañana no; hoy me aceptan, mañana no; hoy me estiman, mañana no... Y como, duermo, viajo... Camino, respiro, hablo solamente si me mueve la mano que tira de mis cordeles. Por eso, sin esa mano, no existo (ni aunque piense, querido Descartes... óyelo bien y aprende...). Es más, cuando más piense, corro el peligro de existir menos. NO PENSAR es el lema de nosotros, los trapos movidos a merced de la mano que nos mueve.

Algunas veces tenemos la fortuna de haber sido construidos con cordeles. Otras veces, no. Y es cuando corremos el peligro de terminar como guantes, más expuestos que nunca a los trastazos y a los puños de algún púgil rival. Y entonces, ¿qué somos? ¿Guantes? ¿Títeres? Preguntas de existencialismo puro y duro. Y cualquier respuesta se reduciría a que, al final, somos el amor que sentimos por la mano que nos mueve y sin la cual nada somos; o más bien, somos no más que trapo puro hasta que Dios quiera. Hasta que en el teatro de las marionetas se corra el telón o se agoten las fuerzas para actuar. Y que nada nos extrañe, pues, si no llegamos a entender la posibilidad de estar aquí y ahora en la noria de un baile. O que el movimiento no nos haga ir más allá de un absurdo planetario, rectilíneo y uniforme.