PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




jueves, 14 de marzo de 2013

LA MANO QUE NOS MUEVE.





Por Astarté.
León, España.


       No nos extrañemos si un día nuestro cuerpo de trapo permanece inmóvil. Lo más probable sería, en este caso, que la mano que lo mueve esté de vacaciones, tomándose algún tiempo de descanso, lejos de la rutina cotidiana. Y nuestro cuerpo, habituado al movimiento, rompería a reclamar, insensatamente, la presencia de la mano que lo mueve. Y todo ello por una sola razón: el terror a la inmovilidad . Y desde sábanas, blanquecinas o mugrientas, nuestro cuerpo gritará, llorará desconsolado, emitiendo gemidos de angustia, aclamando el retorno del espíritu de la manipulación al cual se ha ligado por y desde siempre.

      Nada tendría que ver todo esto con el accidente de un tal Gregorio Samsa, con su asqueroso aspecto de vil cucaracha. Nuestro cuerpo, sin la mano que lo mueve, devendría trapo, del más puro que existe. Y como ante cualquier pacto con el destino, sacaríamos cuentas en ventajas y desventajas. Y sin enumerar las cuantiosas pérdidas que conlleva la inmovilidad corporal llegaríamos a apreciar las enormes posibilidades del haber nacido “TRAPO”. Es probable que el teatro de títeres, uno de los más antiguos que existe, no haya sido idea de una mente histriónica, sino del mayor de los ingenieros a pie de obra humana.  Y no hablo de la historia real del teatro de las marionetas, ni del concepto griego de neurospasta  como “cuerpo tirado (desde la cabeza y no sólo) por cordeles para ACTUAR”... En fin, que a qué sirve tanta digresión para hablar de la mano que nos mueve.

Programando nuestra ánima y encubriendo, tras ella, la real personalidad y la voz de algún actor oculto tras bambalinas, una o dos manos (y hasta más) determinan el inicio y el fin del drama: hoy trabajo, mañana no; hoy me aceptan, mañana no; hoy me estiman, mañana no... Y como, duermo, viajo... Camino, respiro, hablo solamente si me mueve la mano que tira de mis cordeles. Por eso, sin esa mano, no existo (ni aunque piense, querido Descartes... óyelo bien y aprende...). Es más, cuando más piense, corro el peligro de existir menos. NO PENSAR es el lema de nosotros, los trapos movidos a merced de la mano que nos mueve.

Algunas veces tenemos la fortuna de haber sido construidos con cordeles. Otras veces, no. Y es cuando corremos el peligro de terminar como guantes, más expuestos que nunca a los trastazos y a los puños de algún púgil rival. Y entonces, ¿qué somos? ¿Guantes? ¿Títeres? Preguntas de existencialismo puro y duro. Y cualquier respuesta se reduciría a que, al final, somos el amor que sentimos por la mano que nos mueve y sin la cual nada somos; o más bien, somos no más que trapo puro hasta que Dios quiera. Hasta que en el teatro de las marionetas se corra el telón o se agoten las fuerzas para actuar. Y que nada nos extrañe, pues, si no llegamos a entender la posibilidad de estar aquí y ahora en la noria de un baile. O que el movimiento no nos haga ir más allá de un absurdo planetario, rectilíneo y uniforme.

miércoles, 6 de marzo de 2013

CONFESIONES DE ASTARTÉ A SUS LECTORES:LA ESCALERA.



     Por Astarté.
     León, España.


     Como si se tratase de una misión, escalamos, sin saberlo bien, hacia un punto de energía concentrado en nuestra propia conciencia. Y en esta escalada, tiempo y espacio no garantizan habilidad de nuestra parte, sobre todo, por ser percibidos como imagen inexacta de la real estructura dimensional del universo. Es posible, pienso, que la errónea interpretación que de espacio-tiempo físicos tenemos dificulte, a veces, el poder mantenernos en equilibrio. Y también es posible que tanta ignorancia sea la razón por la cual, al volver la vista hacia los escalones que hemos ya superado, sobrevenga la sensación de un patológico vértigo, por aquello de que nada hay mejor que el pasado (pues resulta ser más real que el futuro y más seguro que el presente). En pocas palabras: vivir el presente no es cuestión de juego, pues sin llegar a comprender lo que significa “el día de hoy” soñamos el futuro y añoramos el pasado, sin recordar que el pasado no vuelve y el futuro no se anticipa, ni siquiera, en una micra del tiempo que creemos atrapar con nuestros dedos. Astarté, por su parte, en más de una ocasión se ha preguntado por qué sucede así. La vida, entonces, le responde desde su equilibrio mágico. Y le dice que ayer, hoy y mañana tuvimos, tenemos y tendremos, a nuestro paso, una cadena de binomios actuales con la posibilidad de escoger: amor-odio; dulce-amargo; coraje-miedo; blanco-negro; vida-muerte... Al final, y por motivos ligados a la condición humana (a pesar de errar una y otra vez) decidimos seguir escalando, lentamente (o no), sin mirar hacia atrás, desafiando el odio, la amargura, el miedo, la oscuridad y la muerte que nos mataría sin amor, sin dulzura, sin coraje, sin luz y sin vida que vivir. Y eso decidimos, simplemente, porque cada mañana miramos hacia el cielo. Y la inmensa tentación de tocarlo con la propia mano tiene más fuerza que la astronomía, la física y, en fin, que la sucia (rectifico, “asquerosa”) manía de contar, una a una, solamente aquellas estrellas que  vemos. No es cuestión de juego, repito. Pero contar estrellas invisibles y escalar montañas es lo mejor que quiero y puedo hacer. Que se haga, entonces, la luz ante mi mente. Que nada oscurezca mi memoria y nuble el escalón que acabo de subir, a pesar de no saberlo aún.

miércoles, 27 de febrero de 2013

ADELFAS.





Por Astarté.
León, España.


Llego en menos de un abrir y cerrar de ojos y encuentro todo igual. La acera limpia y larga, reluciente bajo el sol del mediodía que me lleva a casa. El solar yermo a mi derecha, el rechinante asfalto a la izquierda. No tengo más que cruzar la calle para oler de cerca las adelfas, sin tocarlas, por supuesto, porque son flores venenosas. Menuda condición: bien huelen y bien lucen aunque hagan daño. Y son bellas.

Atravieso la calle en este mismo instante y vislumbro el portal donde cantan los grillos. Los escucho e imito sin llegar a ser pedante. Una sola palabra mal dicha o pronunciada rompería el encanto. Las hadas lo saben. Y también las brujas buenas. Hay sortilegios que prescinden del silencio, nada que agregar. Y creo que debe ser cosa de locos o juego de niños esto de sentir tanta pasión por entrar en sitios donde ya nadie nos llama. Sólo por el hecho de poder tocar la hierba, caminar despacio bajo el sol y estar allí. O aquí, que es igual. La mecánica cuántica es la mejor de todas las razones del mundo. Y ahora que lo sé, pruebo a no olvidarlo. Y por eso vuelvo, pues, a oler el perfume de las dulces y mortales adelfas de mi infancia. Siguen creciendo del otro lado de la calle. Y viajo en un coche de puertas abiertas que me pertenece por designio personal. Y en mi barrio, los que allí estuvieron ya se han ido. Y los que hoy están no pueden verme. Adorable pacto entre el plasma y  el tiempo, cuando cada amanecer es un regreso al hogar.

viernes, 15 de febrero de 2013

La ciudad.




Por Astarté.
León, España.


cuando miro la ciudad desde el prisma de tu cuerpo

trazo coordenadas en mi mapa  para no perderme

y sonrío. Espero entonces a que den las tres

para atravesar en línea recta la calle de tu vientre

cruzando la avenida hasta tu pecho y luego

cuando entro estás de nuevo aquí.

miércoles, 13 de febrero de 2013

FILOSOFANDO: EL ARTE DEL SILENCIO.





Por Astarté.
León, España.


Un pájaro no canta porque tenga una respuesta.
Canta porque tiene una canción.
(Proverbio chino)



Hojeando páginas de frases célebres descubrí algunas relacionadas con el arte de callar: Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras (William Shakespeare); Hay pocas cosas tan ensordecedoras como el silencio (Mario Benedetti); Silencio es hablar calladamente con su propio dolor, y sujetarlo hasta que se convierta en vuelo, en plegaria o en canto (Alberto Masferrer)... Y bien, me quedo con esto último: sujetar el silencio hasta que se convierta en plegaria o en canto.

Difícil es salir de nosotros mismos para vernos cuando más estamos dentro, sobre todo, en esos momentos de sobrecarga emocional que, a menudo, nos invaden como tempestades. Como si se tratase de una amalgama de plancton a saltar sobre el nivel de lo biológico para llegar a tocar el fondo de nuestro océano vital, las fuertes emociones nos conducen a lanzar la palabra, sin detectar el puñal que éstas son a nuestra espalda. Y nada de metáforas. Advierto que he sentido llegar esa descarga de alta marea. Hoy, por ejemplo, malgasté palabras; desacertada opción ante cierto estado que escapaba, a todas vistas (exceptuando la mía), al control de la mente. Usé frases de juicio, divagué en mis respuestas. Y es que hablaba conmigo misma sin verme, hasta llegar a quedar parapetada en mi retórica inexacta. Luego, en perfecta armonía con el poder de mi ego, di de bruces en el diálogo. Y podría haber convertido mi extravagante don de palabrear en discurso, o en charla, o en no sé bien qué más. Abrí, para colmo, mi agenda de anotaciones especiales. Y escribí en ella palabras usadas en tono agresivo como sables para combatir a ciegas. Y quise mirarme, pero no me vi. Mi alma continuaba oculta en las palabras. ¿Es todo esto una confesión de culpabilidad o algo por el estilo? ¡Nada de eso! La culpa, como palabra, es también otra de las categorías verbales usadas  por jueces que no se ven a sí mismos.

¿Y si callo?, me pregunté. ¿Acaso el silencio llega donde no puede hacerlo la palabra? ¿Qué hacer, pues, con este derroche de plancton emocional? Y recordé, entonces, el canto de los pájaros. Que no dicen, que no hablan, que no dan respuestas y no hacen preguntas. Cantan por el simple hecho de tener una canción.



miércoles, 6 de febrero de 2013

Dame un caballo blanco... Dame un caballo negro.



Por Astarté.
León, España.


Dame un caballo blanco
o dame un caballo negro.
No juego.
Solamente cabalgo
en el filo de la imaginaria
pradera que me falta
por falta de coraje
o por exceso de miedo.
Me sobra el deliro, eso sí.
Pero me domina el pérfido hilo
que mueve desde arriba los sentidos
en desorden total. Como si la lluvia
fuera una cortina de acero
a impedir que cabalgue en lomos
del caballo blanco o del caballo negro
o que el juego 
me falte por falta de coraje
           o por exceso de miedo.

martes, 5 de febrero de 2013

ANÉCDOTA.




Por Astarté.
León, España.


Aunque no lo parezca, contar y escuchar historias es, a veces, importante. Anécdotas lejanas del vivir a plazos o a escondidas; cuentos de los llamados “chinos”, no sé bien por qué (¿cómo cuentan los chinos sus historias...?); vivencias reconstruidas en frases sin curvas o con ellas... ¿Por qué sentimos esa necesidad imperiosa de contar lo que la memoria no puede ocultar a ciegas por mucho tiempo? ¿Pura catarsis, o algo más que eso? En fin, que contar anécdotas podría ser algo así como construir puentes para retornar al pasado, del cual, probablemente, recordamos mucho menos de lo creemos recordar. Llegan entonces en nuestra ayuda los destellos de luz que la imaginación pro-hija. Y relatar  recuerdos deviene, casi-casi, acto de pelar bananas, desnudándolas, poco a poco, hasta dejarlas en su cuerpo más íntimo.

Mi abuelo era un tipo sui-géneris, más tabaco que estatura, más sueños que pretensiones. Se sentaba a leer libros de la historia de Roma, o novelas de Oscar Wilde, o el Decamerón, o todo lo que fuese editado (¡hasta los periódicos, por cierto!). Y combinaba sus viajes literarios con el humo, como si envuelto en nubes  pudiese llegar, antes de tiempo, a su encuentro con las imágenes. Yo lo observaba desde mi niñez, esperando que cayese la tarde para que él, lleno de entusiasmo, me llevase a ver la costa. Y allí, de frente al mar, sentados en el muro y sobre arrecifes, entre los dos buscábamos la ruta del crepúsculo. Y cuando el sol empezaba a ponerse, seguíamos buscando, en la línea del horizonte, el punto justo por donde el mar se tragaría esa moneda dorada. Luego regresábamos a esperar la noche. Y él se llenaba de aire los pulmones para anidar nuevas historias a contarme cuando, en mi cálido país, dejaban sin luz eléctrica la entera ciudad. Y yo, casi-casi, como experta en pelar bananas, esperaba la fruta de su imaginación para digerirla. Y con el apagón, me caía, por desobediente, de bruces en el basurero que mi abuelo había diseñado en sus cuentos, muy cerca de la costa, donde llegaría la marea a lamerme el cuerpecito menudo. Y donde, al final,  vendrían voraces escorpiones, tarántulas y escolopendras a lamerme hasta dejar mi esqueleto blanco como concha... ¿Es que la imaginación tiene fin? Lo tuvo, sin embargo, el humo de su tabaco.

No oculto la nostalgia que dejó mi abuelo al irse. Sus destellos de cruda fantasía serían, desde entonces, puntos de energía pura no perceptibles por oído humano. Quedó, sin embargo, una imagen; algo así como la cola de un cometa que pasa a años luz de la Tierra. Un par de pantalones de bombacho, la pipa encerrada en una caja de piel, libros marcados por la historia familiar de un hombrecito bajo que escupía dicharachos al cruzar la calle para ir a la costa a buscar el sol en la hora del crepúsculo. Atrapado en el aliento que, sin yo quererlo, falsea la real memoria de mi lúcida y nunca mejor querida infancia.