Mi vanidad nació junto a mi memoria. Y olvidando a mi memoria, di un
nombre a mi vanidad, por si acaso algún día quería irse de mi lado a caminar
por esos sitios de Dios. Al menos, los que la viesen pasar por ahí podrían
reconocerla. El caso es que salió, al parecer, una tarde sin mí. Y al volver a
casa se sentó de frente al mar, apoyada en la ventana del salón, con un trozo
de encaje entre sus manos. Y me dijo: Me
gusta el color rosa. Es de niñas. Y mi vestido tiene que llevar lazos y
cordones. Como una cortina. Y
allí quedó. Atrapada para siempre. Como mi memoria.
PALABRAS A MIS LECTORES
ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.
EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.
lunes, 17 de diciembre de 2012
viernes, 14 de diciembre de 2012
Una ciudad: el vacío en el espacio del tiempo.
Por Astarté.
León, España.
Diciembre de 2011. Entre luces y sombras, como enjambre de plasticidad, la bella Budapest
giraba en la plenitud de sus espacios vacíos, esos que no dan prisa a los ojos
del caminante. Sin querer, descubrí sitios de
transeúntes, al parecer, llenos de vida pero calcificados, en fin... Y todo
ello hizo que naciese en mí la necesidad de reproducir mis impresiones más
chocantes, por eso del revivir lo extraño que no llegamos a alcanzar jamás sensorialmente.
Quiero describir, entonces, una ciudad raramente húmeda, con calles medio
vacías en días de fiesta y la soledad de dimensiones otrora espléndidas, pero
hoy cargadas del taedium de agresivos
visitantes que nada piden, porque nada quieren. Quiero decir que vi jóvenes
sedientos de conquistas (esas no alternativas a la realidad del consumo), perdidos
en una cierta obsesión por saltar el límite de lo posible. Y ancianos repletos
de la nostalgia del viejo sistema, aquel que daba un fardo de harina a cambio
de principios escasos de ambiciones.
En fin, quiero decir que vi gente, no sólo
turistas. Los turistas pertenecemos a otra categoría que nos aparta de la complejidad
vital de las ciudades que visitamos. Quiero decir que vi, además, un caudaloso
río, artificialmente iluminado de noche, brumoso en sus días hasta decir no
más. Y que vi el paso del tiempo en la inmensidad de una iglesia, la más
visible desde Buda hasta donde llega la vista del observador, hoy dedicada a
conciertos. Pero, sobre todo, vi el halo del pasar del tiempo, desde un ya
lejano 1990 hasta el sol de hoy. Y me pregunto qué ha sido del alma de
Budapest, de sus pulsaciones más elementales, aquellas que hacían vibrar la
opulenta ciudad de las dos orillas cuando predominaba el aire de los cambios
políticos. Aquella que vi y que ahora no encuentro porque el tiempo pasa y nada
deja del ayer, a no ser recuerdos. Yo, que vengo de todas partes, que siendo
hormiga llevo mi carga a cuestas para no perecer, rindo tributo al vacío de mis propios espejismos,
resumidos, tal vez, en una búsqueda estética personalizada, no del todo
definida. Y os dejo estas fotografías, que algo dicen por sí mismas de una
ciudad de contrastes: Budapest, entre oquedades y multitud de visitantes; estos
siempre regresan a sus casas con souvenirs
y percepciones varias. La bella y enigmática Budapest, una ciudad que no sabe a dónde va. Ir y
venir por espacios de bruma y vacío: buena razón de ser. Al
final, todas las ciudades se parecen.
sábado, 8 de diciembre de 2012
Filosofando: El ejercicio de describir los deseos.
Por Astarté.
León, España.
Texto y
contexto para darle vida a una idea. Sin descripción no hay movimiento del
verbo; la acción no cobra forma; no hay reflejos.
Hoy me valgo de una breve descripción, obviamente
connotativa, para transmitir verbalmente la composición de un gran deseo: LA
VIDA. Y escribo en grande este gran deseo que me sabe a fruta dulce, a pasto
verde y a hiel; que me huele a salitre y a heno; que me arde y me acaricia y me
pincha; me deslumbra y me embelesa. A veces, sin dar ningún aviso, mi deseo se
vuelca en su propia naturaleza para proyectarme hacia una tela de araña muy
sutil. Otras veces quedo atrapada en esta proyección, entre las ramas de un
árbol lleno de bellotas, entre ardillas que suben y bajan ágilmente por el
tronco. En fin, he descrito mi deseo. Y lo importante para mí, en este caso, es
el estar conciente de quererlo describir. Eso es ya suficiente para darle
forma. Pues, como verbos, sin su descripción los deseos no se cumplen.
En una ocasión, años atrás, pedí un deseo: tener una
vida intensa, sin saber muy bien qué cosa pedía. Estaba, sin lugar a dudas,
confundida en aquel entonces, por pensar que VIDA INTENSA era una analogía del
placer. VIDA INTENSA sin embargo, además de momentos placenteros presupone el
ver derrumbarse, por ejemplo, todo lo que poseemos (o que creemos haber
poseído) sin dejarnos caer (al menos, no del todo) en los escombros-efecto de
cualquier tipo de cataclismo humano. Obra difícil ésta de no dejarnos caer,
¿verdad? Pero no imposible. Y me refiero a la intensidad que hay en la fuerza
del espíritu para sobreponerse y seguir proyectándose hacia la luz, a pesar del
sinsabor de las derrotas, o ante las traiciones (la propia, a veces...), o ante
la carencia de afecto. Que si LA VIDA fuera, como tal, obra fácil, naceríamos
sin riesgos y sin parto.
Hoy es un día
especial. El día de describir un deseo importante. Y a mis queridos lectores (a
aquellos que, furtivamente, encuentren en la red esta página y la lean “por
curiosidad”) propongo un ejercicio, muy efectivo, que es el de describir un
gran deseo: Pues bien: yo deseo un castillo... Y yo, una tarta de
chocolate... Y yo, que mi amigo sane... Y yo, escalar el Himalaya...
Probad, pues, a describir ese deseo y será cumplido. Cumplido para vuestros
sentidos, para vuestra memoria del futuro (¿existe?...). Pero
describid vuestro gran deseo. Sin olvidar que LA VIDA, escrita en mayúsculas e
intensa como es, nos hará siempre y día a día descubrir que la obra de un deseo
no está exenta de contrariedades. Como la vida misma en su absoluta intensidad.
jueves, 6 de diciembre de 2012
ALMAS EN PENA.
Por Astarté.
León, España.
Cuántas veces pasan y siguen en su danza. Giran, se deslizan, hacen
piruetas. Y si no se detienen será, tal vez, por temor a no contarnos qué hay
en los espacios donde moran. Insisten, sin embargo, en cohabitar con nuestro
espíritu entre un viaje y otro, en el universo prolongado hacia adelante. Nos
esperan en los sueños, cuando las pupilas yacen bajo cierta lámina de azogue y
estamos cansados de tanta vigilia. Y en ese trance no les hacemos preguntas (o
mejor dicho, no demasiadas, rectifico...). Llegan, permanecen, nos tocan en el
hombro, palpan las membranas de nuestro territorio privado. Refieren la
angustia que mina los ocasos paralelos al mundo en que vivimos. Corren y
escapan atravesando puertas. Nos tutean, nos sonsacan. Juegan a amedrentarnos
en medio de la soledad, lo mismo en banquetes suntuosos que en vacuos salones.
Bajan escaleras. Suben al trastero. Atraviesan la maleza de un bosque. Se alimentan en
sótanos. Se parapetan tras las cortinas. Y casi siempre descansan cuando somos
más sobrios y despiertan cuando estamos más ebrios. Nos recuerdan que hay
alternativas para la memoria y barrancos en la frontera de la racionalidad.
Fieles testigos de otras vidas. Les tememos o les odiamos por no querer
decirnos bien sus nombres y apellidos. En raras ocasiones les perseguimos. Y si
no llegamos a atraparles del todo es porque, para lograrlo, nos falta el coraje
y nos sobra el ego. Algunas de ellas, las más violentas e inconformes, nos
ponen zancadillas y nos hacen caer de bruces a los pies de nuestra propia
infancia. Atormentan, torturan, gozan de placer al sodomizar nuestro orgullo
hasta la saciedad. Y ríen al final de la escena. Nos invitan a quedarnos solos
en espacios lúgubres. Muchas nos deleitan
al tocar divinas melodías con el arpa, el violín o el piano. Otras,
dibujan su perfil en las paredes o en las losas del suelo. Con frecuencia, se
reflejan en los mismos espejos junto a nuestras siluetas, para confundirse con
la perplejidad que emanamos. Alumbran el poder de esa fantasía diluida en el
cotidiano y rancio empecinamiento del querer saberlo todo. Apagan nuestras
velas, soplando fuertes vendavales. Acarician nuestra libido y encienden el
morbo del apetito que nos fulmina. Nos lanzan hacia el verde jardín de la noche
a través de ventanas abiertas. Cierran pabellones con sus brazos, nos invitan a
morir. Las más comprensivas nos envían mensajes de ánimo ante las inevitables
derrotas humanas. Otras, nos envidian o nos celan, quizás por haberles usurpado
el territorio, el amor o la vida entera. Les llevamos por dentro; nos asechan
por fuera. Y lo peor del caso es que formamos parte de sus tristes existencias.
Lo mejor es no invocarles, digo, pues podríamos disturbar sus proyectos
inmediatos. En todo caso, más nos valdría aceptar que son eso que no son, pues
no cargan ni con culpas ni con méritos. No son ya responsables de sí mismas,
mucho menos del vestido que llevamos puesto. No usan nuestras armas, sino otras
mucho más perfectas. Desean amar, pero no encuentran la forma de hacerlo.
Entonces, pueden llegar a transmitir el delirio de la ira que a veces nos
ciega. En fin, estemos atentos ante la alucinación que provocan sus potentes
señales. Es que la vida, desde este lado del sendero, no les ha sido benévola y
tienen, a falta de amor, sed de sarcasmo. Y aunque arden en ganas de cruzar el
puente no pueden hacerlo, pues temen quedar atrapadas por las aguas. Por lo
demás, prudencia. Que somos aquellos que aún, bien o mal, pescamos a la luz de
un candil muy breve. Y el anzuelo que usamos es corto. Y nuestros pies,
descalzos. Y nuestra barca, sin velas y sin remos. Y en la danza de las
mariposas en torno al fuego cabe, por qué no, la terrible posibilidad de quemar
nuestras alas todavía sin saberlo.
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