PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




lunes, 24 de septiembre de 2012

La divina.




Por Astarté.
León, España.


“Pienso que el mejor modo de rendirme honor es acogerme en el corazón (sucede dondequiera y con frecuencia) y dejarse guiar por mis consejos en cada pensamiento y acción”.
Erasmo de Rotterdam
El elogio de la locura.



Bueno, es que por lo visto, hoy te levantaste con uno de esos malos momentos, que en sus buenos tiempo los críticos del arte hubieran llamado belleza decadente. Vale la pena verte las greňas al viento, la cara grasienta, verdadero asco de figura, para darnos cuenta de que te has abandonado a las redes del olvido. Y tu estado fatal me importa, claro que sí. Porque yo te hice reina y gracias a mí llegaste al trono de los ángeles. Y ahora me pagas con este apecto de grima... Ya sé que el lunes no es buen día para nadie. Después de un domingo, tendría que venir un sábado para ser felices. Nos asalta, sin embargo, el lunes de mierda. A levantarse, te guste o no. A tragarse un buche de algo, te guste o no... A joderse, aunque no te guste la idea. Eso, por supuesto, no impide que nos peinemos, nos lavemos la jeta, nos vistamos como hijos de buena familia y salgamos a buscar la fortuna que nos toca. Y ésta, si llega, bien. Si no, qué le vamos a hacer... Recuerda lo que decía mamá; eso de A mal tiempo buena cara... Ayer, por ejemplo, vi que la vecina se asomó al portal para saludarme. ¡Vaya asombro el mío! Es que no lo hacía desde que la hija se fue con el marrano del bodeguero. No tenía el coraje de asomar la nariz para saludar a la gente. Y ya ves, se cambió como el viento. Algo estará tramando y busca el consenso del vecindario, digo yo. Y para salir al portal a pasar por cordial y afectuosa se pintó que parecía una postalita de Vanidades... ¡Ay, niňa!, que el hábito hace al monje no te lo tengo que decir. Lo que me extraňa de todo esto es que tú, sabiendo que hoy es el Día de los fieles dementes te portes así, indiferente ante la vida que pasa y no te pregunta qué deseas comer de postre. Mira, que al final, a pocos interesa si comes o no. Entonces, ¡péinate al menos, linda! Tira afuera la raya que empata tus senos bajo el escote pronunciado. Declárale la guerra a las hormigas y vuélvete ave de rapiňa, que hay presas por doquier y espacio para la caza. Móntate en la grupa del que más te guste, salamera y puta como gata en celo. Recuerda que cuando Dios inventó la luz, lo hizo mirándote de frente, corazón. No te acoquines, no te amilanes... Quítate las bragas y lánzalas al viento, para que todos vean que eres hembra. Hoy es lunes... ¿y qué? Lo mismo si fuera sábado o domingo. Dile a los incrédulos que la fiesta no se ha terminado aún. Que hay baile para todos. En fin, no me defraudes ahora, cuando más falta me haces. Tengo que salir, belleza. Terrible y altanera tengo que salir. A liar almas en pena. Me sirve tu fuerza de carácter. Tu espíritu gitano. Tu sangre y tu cuerpo de luna de plata, niňa maldita, divina locura...

domingo, 23 de septiembre de 2012

Filosofando: La imagen de mi ciudad.





Por Astarté.
León, España.


Si el desdoblarnos fuera perceptible, podríamos ver, al menos, las dos perspectivas de nuestra personalidad, ambas caminando de la mano: una blanca, la otra negra; abanicándose entre ellas múltiples perfiles de matices que van entre el blanco y el negro: claro y oscuro: claroscuro a veces...

En 1959, la actriz Joanne Woodward gana un Oscar, gracias a la interpretación de un personaje de mujer con triple “fachada”; el más famoso en la historia del cine: Las tres caras de Eva (Eva White, Eva Black y Jane  como ejemplo clínico de personalidad múltiple). Narciso, engendrado en la unión de una ninfa del lago y del dios del río, muere perdidamente enamorado de su propia silueta, tras comprender la imposibilidad de hacerle el amor al reflejo de su belleza. La reina, en la fábula Blancanieves y los siete enanos, le pregunta al espejo mágico (en modo de confirmar el poder de su vanidad) si es ella la más bella entre las bellas. Al final, el espejo, fiel a la verdad, no le puede mentir: no lo es. Los espejos no nos mienten aunque eso creamos...

Y bien, desdoblamiento, narcisismo, egocentrismo... ¿Cuál de estos será el móvil para deslumbrar al viajero que pisa tus calles, querida Habana? A ti regreso (siempre que puedo...). Y siempre me equivoco al querer buscar tu real cara de Eva. Luego, Narciso me llama a tus aguas; me enamoro de tu cuerpo. Termino por lanzarme a la quietud de tu lago y, al final, le pregunto al espejo de tus calles si soy la más bella entre las bellas... Pero las piedras, que no mienten, me dicen que no. Y  al final no llego a comprender quién diablos somos, ni tú ni yo... Dando tumbos  a través de un espacio que se vuelca desde el interior de callejones destruidos hasta llegar a plazas engalanadas para una fiesta. Con las mejillas enchapadas de colorete, ruborizadas por tenerle que mostrar tus lindas tetas mulatas al turista curioso, te bastan pocos pasos para la trasformación, en 180 grados, de tu imagen. Y es impresionante el perfil deforme de tu personalidad múltiple. Bastan pocos metros y no entenderemos quiénes somos, ni por dónde vamos.

Por fortuna, nos quedan vivos los sentidos. Y el perfume de canela que inunda tus calles es inconfundible. El humo caliente del majarete, del arroz con leche... Las natillas que emanan el recuerdo de lo que fuiste, de lo que eres y de lo que serás...

¡Y menos mal que existieron las abuelas!... Luego, el sabor del limón con hierba buena. O el picante, al paladar, de los tamales envueltos en las tiernas hojas. Y para terminar, el sonido de la lata y del cajón, el ritmo del barrio, el toque a Shangó que cumple sus promesas. En fin, que cierro los ojos, Habana, para no ver tu personalidad reflejada en el espejo del tiempo. Es mejor olerte, saborearte y escucharte. Es mejor tocarte a tientas, como hacen los ciegos, para no perderme entre la White y la Black, tanteando mi vida entre las luces y las sombras del vacío que no soy.

Relato contado por una vieja amiga.


Bueno, queridos lectores, no siempre es Astarté quien cuenta sus historias. Esta es una de las historias que Astarté no cuenta... (a veces huelgan las palabras...)



 La posesión.


(Relato contado por una vieja amiga).
 La posesión.


La muñeca.

Tuve de niña una muñeca a la cual puse el nombre de Lidia. La prefería entre todas por su pelo negro y dócil, aparentemente natural. Y se llamaba Lidia por mi maestra de cuarto grado, también de pelo negro y dócil, natural (casi del todo, digo yo, por eso de los tintes y de los peluqueros). De ojos muy verdes, dulce maestra. Murió en el salón de operaciones, por una simple úlcera. A veces los imprevistos nos tocan el hombro sin avisar: la anestesia, el corazón que en ciertos momentos da golpes blandos y en otros contundentes… El infarto sobrevino y también la tragedia.

Mi maestra me había regalado y dedicado un libro del cual puedo decir haya sido la compilación de las mejores leyendas y mitos leídos en mi adolescencia. Una sopa de tragedias de amor diluidas en la sal de apasionadas historias de caballeros medievales y sortilegios de Oriente. No diré qué libro era, pero sí que lloré muchas veces hojeando sus páginas, imaginando la muerte de mi maestra entre tantas pasiones. Era aquél el momento en que perdía a Lidia por primera vez. Y al perderla aferraba definitivamente su recuerdo a la muñeca como imagen. Fue desde entonces que empecé a creer en la necesidad de poseer un símbolo, un deseo de poder tan grande como para ser colocado a tiempo completo en un puesto significativo. Había descubierto, sin lugar a dudas, mi más remoto sentimiento de posesión.

La muñeca Lidia tenía un marido, un muñeco con la cabeza de goma y el cuerpo de trapo inventado por mi abuela cuando los muñecos eran como el oro. Pero no tenía hijos, porque sus congéneres eran todas de su edad y como ella, vestían de pepillas. Por eso no podían ser sus hijas. Esas otras mujercitas de plástico vivían encerradas en el cajón del clóset de mi cuarto. Sin embargo, ¡Lidia sí que tenía una casa propia! Su casa era un precioso apartamento construido en el sofá de la sala. Las reglas de la inquilina eran claras y determinantes: ni siquiera las visitas que recibían los adultos podían osar sentarse en aquel sofá sin su permiso. Y lo mejor del caso era que para tener la venia de entrar en su casa había que traerle regalos, chocolates, por ejemplo. Bueno, eran “cosas de muchachos”. Pero gracias a los tributos que algunas visitas de mis padres tuvieron que pagar a Lidia, logré llenar mis bolsillos de bombones (cuando los bombones eran como el oro…). ¡Pobre amiga mía!, símbolo de mi primera guerra personal contra los usurpadores extranjeros. Después vino lo de la mudada. Ya sabemos que los muchachos crecen, las familias cambian de lugar… El apartamento de Lidia no sé bien a dónde fue a parar. Lo perdí de vista. Evidentemente, eso de ocupar el sofá había dejado de tener la fascinación de antes. Llegado el momento, nos deja de importar todo lo que tuvimos en la niñez y hasta el placer de comer melcocha deviene acto ridículo. Los gustos cambian y también el sentido de la posesión. Nada, que el afán que antes teníamos de poseer un determinado símbolo con el tiempo tiende a materializarse y a ganar una silueta, un peso específico y un espacio. Y es cuando nos damos cuenta de que un símbolo es como un deseo atrofiado. Algo que si nos lo colgamos al cuello, nos pesa, y si nos lo quitamos del cuello, nos hace falta. Por eso, es mejor prescindir de los símbolos y hacerlos regresar al mejor libro de nuestra adolescencia. Me olvidé de todos mis muñecos, también de Lidia, sin saber que era la segunda y última vez que la perdía…

***
La casa.

¿Tienes casa? ¿No? ¿Todavía no? Bueno, yo no tengo la casa de mis sueños. Esa grande, de dos pisos, llena de ventanas de vidrio. Esa con un jardín etéreo donde un sauce llora (y no por hambre…). Con una entrada de autos espectacular; esa que veo cada vez que paso para ir de compras. Esa de la cual me pregunto quién la habita. Esa que no es ni será mía. Silenciosa, tomada por los espectros, siempre muy cerca del mar. Esa que encierra en sus paredes el sabor del salitre y el orgasmo de la rumba de los reyes africanos, porque es ritmo y magia, qué se yo. Está encantada. Esa en donde no quisiera entrar, pues sé que si entro no podré salir de nuevo. En fin, que yo sé muy bien cuál es mi símbolo de casa. Lo llevo colgado al cuello y lo escalo y lo penetro con la fuerza del falo poderoso. Pero no es mía; es decir, no he llegado nunca a poseerla. La deseo cada vez que voy al supermercado. La anhelo. Pero no es mía. Y me pregunto por qué no es mía. Me detengo de frente a su silueta de puta para grandes ocasiones. La miro. Construyo una barricada y me escondo para ver si veo salir al todopoderoso que la posee. Y no sale nadie. ¿Por qué no es mía esa casa? Porque es de otro, o de otra, o de otros. Pero yo la quiero. Y es que en este mundo hay dos categorías o modos de posesión: la de los que tienen “de verdad” y la de los que quieren tener. La segunda es la peor, porque genera envidia y no por nada más que eso. Claro que contra la envidia hay potentes antídotos, pero son también inaccesibles. ¡Dios nos libre de la envidia! Mi madrina me explicó que la envidia nos rompe el alma y nos mete los muertos encima y que es como una enfermedad contra la cual existe una cura, que es la misma que se usa para sanar a los enfermos: despojarse con escoba amarga y maíz tostado. Yo ya he probado y nada… La envidia me está matando. Sé que los muertos me poseen y que me están empujando a hacer cualquier cosa para tener esa casa.

***

El propietario.

Entre mis antepasados había un gallego dueño de un palacete. El tal pariente, gordo y bugarrón hasta caerse para atrás, era un comerciante de vinos que había hecho algunos cuatrines dándole el culo con altos intereses a ciertos clientes más que con los vinos. Un día se empató con un tal Cristóbal apostador de carreras de caballos. Y Cristóbal, tal vez porque estaba cansado de girar por las ruedas de maricas desplumados sin lograr una vida estable, decidió proponerle a mi pariente una especie de matrimonio. La pareja vivió feliz por mucho tiempo, hasta que Cristóbal murió, dicen que de apendicitis. En fin, que el gordo de los vinos se cargó de repente con una fortuna y la invirtió en la casa. Hoy, lo que otrora fuera el palacete, reluce en la ciudad como policlínico dental. Eso es para que tengamos una idea de que, al final, las casas no tienen ni nombre ni dueño. ¡Y bien! Quizás sea esta una buena razón para luchar por obtener la casa de mis sueños, que no es de nadie, aunque esté habitada. La posesión es, en tal caso, relativa.

Mi plan era el siguiente: buscar los documentos de la propiedad de mi pariente; es decir, el título del palacete, y luego recuperarlo. No porque quisiera yo esa casa-policlínico destartalada, sino porque quién sabe, dependiendo del valor que tuviera la podría cambiar por la otra, la de los espectros… Un lío, ya lo sé.

Era una oficina… un establo… Bueno, era un lugar que daba grima. Hasta allí tuve que llegar con un facsímil del testamento que el gordo bugarrón de los vinos había dejado a una tía de mi madre, ésta también “pasada a la historia” no se sabe desde cuándo. En aquel puesto ocre todo olía a materia en descomposición: archivos desvencijados expelían un ácido que la alta temperatura del verano terminaba por convertir en vapor. La mujer que me atendió mascaba chicle. Un ventilador Westinghouse de los años cincuenta le revolvía el moño desde el falso techo.

—Pero esto no tiene ningún efecto legal… Este documento lo puedes llevar mejor al archivo nacional como cosa histórica…
—Como cosa histórica… ¿de valor?
—Bueno, no sé si de valor, pero la verdad es que hasta la caligrafía es de otra época y no hay ni quien la entienda ni nada…

¿Hasta qué punto debía insistir? Claro que eso de tener en mis manos un documento histórico no estaba del todo mal. Pero lo de la herencia de la tía de mi madre era más importante. A veces las ideas descabelladas resultan ser las mejores.

—Insisto. Si miras bien el testamento, verás que no fue nunca hecho valer.

La mujer del moño hizo una mueca.

—Por casualidad, ¿eres abogada?
—Bueno, más o menos…
—Te pregunto, pues tú sabes que para abrir legalmente este testamento tendría que comparecer ante un notario la heredera, esa señora tía de…
—… de mi madre. Claro. Pero es que esa persona está muerta. Y…
—¿… Y…?
—Estoy yo en su lugar, que soy la sobrina-nieta, heredera de la tía de mi madre. Y para demostrarlo, traigo otro documento en el que mi tía-abuela deja escrito que yo soy su heredera universal…

Todo inútil. Pasaba siempre para ir al supermercado donde, ¡total!, nada compraba. Y veía la casa. Cerrada. Silenciosa pero viva. Linda como un sol. Mi casa que no era, ni sería mía. Según la experiencia vivida, nos damos cuenta de que los documentos son sólo cenizas cuando nadie los toma en serio. Ni siquiera en el archivo nacional me miraron el testamento del gordo. En fin, que no sirvió para nada. Y mi pregunta seguía siendo: ¿por qué no puedo tener la casa de mis sueños? Era una pregunta obsesiva, claro está. Pero también me preguntaba quién le habría dado el poder de posesión a su dueño. Y ese era otro tipo de pregunta, ya no tan obsesiva como inquisitiva, y más que inquisitiva, acusadora. Sí. Y fue entonces que me paré en el medio de la acera y grité: ¡Yo te acuso en nombre de la ley del deseo; esa que hace a todos los hombres iguales…! ¡Yo te acuso por tener lo que seguramente no te has ganado, ni has heredado…! ¡Que no es tuya, como tampoco es mía…!

Un hombrecito bajo y de piel color aceituna salió de la casa con las llaves del auto en la mano. Abrió el garaje con un pulsante electrónico y entró. Sacó un Mercedes en marcha atrás. ¿…Y tú quién coño eres? Nada más simple de explicar: En las últimas décadas la ciudad se había llenado de un número no indiferente de casas habitadas por espectros, de las cuales citamos dos categorías principales: las que están habitadas por “vivos – muertos” y aquellas en las que hay “muertos – vivos”. El hombrecito oliváceo pertenecía a la segunda categoría de inquilino. Era un extranjero residente en mi país, de cuya actividad laboral y vida privada no podríamos decir mucho. No sabríamos nunca quién era y por qué vino, aunque podríamos haber imaginado tantas versiones. Entraba y salía de la casa como un supuesto fantasma, por eso yo lo tenía por un “muerto – vivo”, o mejor dicho, un vivo que pasaba por muerto para no tener que darle explicaciones al mundo circundante. A la otra categoría pertenecía, por ejemplo, nuestro pobre jardinero; un viejo muerto de hambre (por eso, un “vivo – muerto”). Vivía solo en el cuartucho de un solar. Y se murió también solo. Lo descubrieron los vecinos al notar que el viejo no había salido de su cuarto desde hacía tres días. Pero bueno, esa es otra historia.

Estuve quince días montándole la guardia al oliváceo. Me parapetaba detrás del muro que delimita el supermercado, al costado de la casa de mis sueños. Ya me habían pedido el carné de identidad dos veces. Pero nadie me podía impedir que me sentara en el quicio de la escalera que sube al departamento de “Oportunidades”. Me sentaba porque estaba cansada y tenía fatiga, así le decía a los de la seguridad. ¿Sería casado o soltero? ¿Tendría hijos? Y mientras tanto vigilaba al extraño, sin prisa. Nadie sabe nunca lo que puede suceder. El hombrecito extranjero podía no regresar… Pero siempre regresaba. Hasta que un día no lo vi salir o entrar de nuevo. A decir verdad, a partir de entonces no volví a ver a nadie más entrando o saliendo de la casa. Pienso que, tal vez, toda aquella imagen de mansión al vacío tuviera una simple explicación: los espectros no tienen planes de vida, no hacen programas, ni tienen vacaciones ni días de trabajo. Y si se mueven, es porque la noria los obliga, al menos, eso dicen por ahí...

***

El símbolo.

Sigo montando guardia, quizás ahora mucho más a mis sueños que a la casa. Por un momento he llegado a creer que hay un número infinito de la casa de mis sueños, todas en la misma calle. Todas con jardín con sauces y enredaderas de campanas. En aquella de la esquina, por ejemplo, hay un dálmata tras la verja… En aquella otra hay un columpio blanco, también tras la verja. Están todas entre rejas y tienen antenas parabólicas gigantes que parecen radares más que otra cosa. Son todas ellas “casas – símbolos” de colores varios, igual que en la canción que una vez escribió el poeta chileno: Hay rosadas, verdecitas, blanquitas y celestitas… Y es que acabo de descubrir que la posesión no me apuñala desde afuera, sino desde adentro. Es la envidia, como dice mi madrina que tanto sabe de esas cosas. Es la envidia que no me suelta, ni con escoba amarga, ni con ninguno de los mejores “amarres” que ya me han dicho. Dicen que tengo que “amarrar” al dueño de la casa para poseerlo y luego eliminarlo. Pero el “amarre” consiste en una receta estrafalaria que dice así: “Se consiguen unos vellos de los genitales de la persona y pedazos de uñas. Las uñas se muelen hasta hacerlas polvo. Luego, se busca una mata de platanillo y se abre la cebolla que ésta tiene en su raíz, se le introducen los vellos y las uñas molidas y después se vuelve a sembrar. Así se amarrará al sujeto”. Asquerosa y demasiado difícil la recetita. Y al final, ¡no vale la pena! Igual da, te condeno eternamente, aunque no sepa quién eres. Lo peor es que los símbolos nos pesan demasiado si los llevamos al cuello, pero si nos los quitamos, nos hacen falta.



viernes, 21 de septiembre de 2012

Historia de un cuadro de amor pintado a mano alzada.




Por Astarté.
León, España.

Tengo que contarte, vida mía, una historia, tan inverosímil como cierta. Son de esas historias que frisan en el tiempo de las simples leyendas, en las cuales los protagonistas son triángulos, círculos, figuras geométricas en el sentido más amplio de la palabra geometría. Bueno, lo de geo es por aquello de querer siempre imaginar que el contexto tiene algo que ver con la tierra como espacio… Pero digo yo: ¿es que no hay, acaso, rombos en el cielo?... La constelación de Virgo, por ejemplo. Busquemos una mínima información y la veremos allí, opulenta, espléndida, entre Leo y Libra, en perfecto equilibrio: fiereza y misura. Mujer zodiacal que ilumina el cielo de los cultivadores de trigo, cada amanecer, con la obsesión de una estrella denominada Espiga por los campesinos medievales. Claro, queden en su casa los astrónomos, haciendo cuentas con la física cósmica. Yo solamente te quiero contar, amor mío, la historia de un dibujo astral. Fue diseňado a piceladas incompletas por un ángel, pícaro, ebrio como el mejor postor. Está pintado a mano alzada, ya sabes, sin proyecto alguno que le sirviera de modelo. Más o menos, la historia dice así:

En la constelación de Virgo, un buen día, nació un árbol. Y de entre frutas y flores de todas las especies terrestes y celestes un elemento, de extraňa figura, cayó; no por gravedad, claro está. Newton fue un pobre ser humano que no habló de cosas que caen del espacio infinito donde viven los ángeles. Y bien, el raro cuerpo llegó a nuestro oscuro planeta con el sol de abril. Espiga, esa estrella de Virgo, salió por vez primera a gobernar el mundo mineral terrestre. Y un espermatozoide gravitacional germinó, entonces, en el mágico territorio del hierro y de la fertilidad. Y nació el amor. Y en el silencio del alba pasó un ángel y vio la escena. Dicen las malas lenguas que se trataba de un ángel caído, quién sabe de dónde. A veces, ángeles y cuerpos extraňos caen al mismo tiempo y del mismo sitio... El caso es que el ángel, ebrio como estaba, se creyó discípulo de los grandes maestros. Pincel en mano, y sin reparar en los remilgos de príncipes moralistas, inició a pintar un círculo, del cual ideó un cuadrado y luego un triángulo. Era algo así como la refiguración de un ser primario, sin identidad. Brazos, piernas, corazones germinaron pues... Dos caras se unieron en la misma abreviatura de un beso interminable. Y dos cuerpos surgieron de la extraňa figura (¿geométrica?)...

¿Sabes, amor? Los sueňos son extraňos. Casi siempre comienzan como historias y terminan en deseo. Quién sabe si aquel ángel, repleto de locura, quiso pintar un acto de pasión y no supo cómo hacerlo... Quién lo sabe... Pero, ¿qué nos importa? Te amo. Me amas. Y eso es suficiente. Escribamos, entonces, el epílogo. Que aquel ángel, borracho como estaba, duerme y sueňa todavía. Como un hombre. Como tú.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Filosofando: Casualidad Vs pesimismo.




Por Astarté.
León, España.

Que la pimienta dulce pudiese ser utilizada como poderoso repelente contra las hormigas fue algo descubierto así, “en modo casual”, por mi padre. Recuerdo que en aquel tiempo tenía yo la manía de inventar receteas. Y digo esto de “inventar” a pesar de saber muy bien que la pimienta dulce, usada en cocina (por ejemplo, para adobar un pollo), no es obra de grandes olimpiadas científicas. Las palabras pueden ser usadas (y de hecho lo son) para creernos (o hacer creer) que somos lo que queremos ser y no lo que somos en realidad...

El descubrimiento de mi padre, sin embargo, fue genial (¿y casual?...) ¡Eureka!: Expresión de un buen tío que un día de calor descubriera que cada cuerpo tiene un lugar en el espacio, justo cuando se disponía a entrar en la baňera de su lúgubre cuarto de aseo personal. Al menos, es esto lo que cuenta la leyenda. Lo cierto es que, de tal anécdota, podríamos llegar a la conclusión que el buen Arquímedes se baňaba algunas veces, o por lo menos, de vez en cuando en su vida. Y con respecto a lo que contaba antes sobre la pimienta dulce... ¡Ja!... Regar ingredientes sobre la meseta de nuestra cocina, más que arte de desordenados, bien podría llegar a ser concebido (¿y por qué no?) móvil para la experimientación científica. Mi padre, que era un genial observador, vio que las hormigas desviaban su ruta rectilínea, sólo por evitar aquellos desparramados granos del mencionado producto natural, “des-cubreindo” así sus propiedades insecticidas.

Y bien, ¿qué es entonces la casualidad? Hay quien dice que no existe, ni como categoría, ni como hecho. Los llamados “pesimistas”, por ejemplo, niegan totalmente sus posibilidades de existencia real. En tal caso, no tenemos que llegar a pensar que un ladrillo caído de un techo en construcción nos ha roto, funestamente, la cabeza en modo casual y por desgracia. Porque, aunque no hayamos tenido en cuenta esta posibilidad, nosotros íbamos necesariamente a pasar por esa calle; el ladrillo tenía, necesariamente, que caer... Y la rajadura craneana (o la muerte como consecuencia en el peor de los casos) son nada de haberse podido evitar: era ese nuestro día de subir al reino de los cielos para sentarnos a la diestra del Seňor. Fin de un programa de vida. Fin de una de las vidas...

¿Y cómo definir, entonces, la necesidad? Todo sucede para bien, decía mi querida bisabuela. ¿Todo está previsto? Volvamos a Arquímides (entrando en la baňera) y a mi padre (entusiasmado ante el cambio de ruta de las hormigas en la meseta). El antiguo genio griego (y lo de “genio” se lo doy por su enorme capacidad de observar y sacarle partido al juego universal del Cosmos) y mi padre son, en tal caso, una y la misma persona en el acto de observar pequeñas piezas de un engranaje que llamaremos “divino” (por denominarle de alguna manera): Leyes entreveradas en condiciones aparentemente casuales. ¿Por qué enfurecernos, pues, al perder el avión por retraso del taxi hacia el aeropuerto?

Jerigonzas del tiempo y del espacio en sus infinitas nupcias. Todos y cada uno de nuestros actos son, tal vez, no más que puntos de una línea suspensiva. Pero continŭus, línea al fin. Y entonces... ¿nada de curvas? ¿No existen? ¿Son ilusiones ópticas?... ¿Nada de precipicios? ¿No existen? ¿Son, solamente, calles rectas que nos unen al vacío? ¿Y el vacío? ¿Nos lleva a algún sitio? Y bien, seamos pesimistas, por qué no...  Recordad que, llamémosno o no como queramos, las palabras, como tal, son parte del juego de tantos iconos que, en esta vida,  nos atan a un barco en  quietas aguas. Y que nos perdemos en el camino, sobre todo, cuando queremos “no ser hormigas” por creer que “siendo hombres” hemos “des-cubierto” la mejor manera de salvarnos como seres errantes. Claro está, podríamos también ser optimistas y jugar en el tablero del por nosostros inventado “azar”... Igual da, siempre que consideremos (y muy en serio) la necesidad de continuar por el camino que los humanos, constructores y responsables del propio destino, nos hemos ya trazado antes de tocar puerto en este mundo real.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Impotencia: la fuerza del poder.


"La gente odia los genios, detesta una cabeza vieja sobre unos hombros jovenes",Erasmo de Rotterdam.




Por Astarté.
León, España.

  "Incluso en el trono más alto, uno se sienta sobre sus propias posaderas".
   Michel de Montaigne


Hace algunos aňos, cuando todavía el optimismo más elemental cosquilleaba mis sienes y era una impetuosa estudiante que, por cierto, pocas huellas dejara a su paso por la universidad italiana, me convertí, sin saber por qué, en leader de mis condiscípulos. La anécdota, muy simple: Inciábamos un curso de teatro shakespeareano en literatura inglesa. El aula, no adecuada para el amplio número de matriculados, no daba abasto en puestos para cada alumno, razón por la cual muchos tendríamos, o que presenciar la conferencia de pie (haciendo malabares para tomar notas en el aire), o echarnos por el piso, en sesión de meditación hinduista, con las piernas en posición de loto. Sin grandes objeciones, muchos de los allí presentes escogieron la segunda opción. Por mi parte, observaba el piso mugriento, incómodo y (¿por qué no?), hasta cierto punto, innoble para seguir la lectura de un drama circunscrito en la era de Gloriana, the Virgin Queen. Fue entonces que irrumpió la tragedia cósmica al centro de mi ingenuidad, al no transigir en materia de derechos robados, alzando la voz: “¡Pagamos un impuesto por estudiar en esta institución! Y bien, no tengo la menor intención de usar mis pantalones para limpiar el piso cuando me toca, irrevocablemente, una silla en esta aula...” ¡¡¡JA!!!... Un aplauso ensordecedor anegó el recinto... “¿Conque aquí tenemos la leader del curso?”; la sonrisa sardónica de la docente se clavó en mis atónitas pupilas, mientras el “pueblo de seguidores” continuaba aplaudiendo al espectro de mi más humilde desventura. Mi involuntario liderazgo me llevaba al patíbulo de los santos inocentes, pues al dar el examen, tendría que haber sido estrella en lengua inglesa y recitar varias escenas  del Otello, recordando el texto y sin mirar la traducción, para no caer en desgracia. Bien, en perfecto italiano, no habría más que evocar el tan citado proverbio popular que dice: La vendetta è un piatto che va servito freddo... Pues desde el púlpito del poder, la sed de venganza de quien decidiera en aquel instante mi suerte académica arremetió contra mi condición de leader, representante de no se sabe qué categoría de secuaces. Al menos, la muerte de Desdémona por venganza, estrangulada por el moro de Venecia, tenía por causa una poderosa razón: los celos, el amor ciego y descomunal, la pasión...
Desde aquel entonces, algo me hizo reflexionar sobre la impotencia como la cara escondida de lo que llamamos potencia o fuerza del poder, valga en tal caso la redundancia implícita en la frase. Y es que la anécdota del leader que no quería limpiar el piso con sus pantalones, nos podría conducir a una simple conclusión: la impotencia del “poder ser” está en el “no poder hacer”. De nada vale tomar parte en la batalla cuando sabemos, de antemano, que nuestra espada no puede triunfar contra los dardos enemigos. Los dardos son armas de largo alcance, mientras la espada, reina de la mitología y de la épica, tiene que ser usada con valor, pero metiendo por delante el cuerpo y la vida. Queda a vosotros, mis queridos y sabios lectores, la elección de qué arma usar para defenderse del poder. Por experiencia, puedo solamente afirmar que el don de los poderosos es efímero, como efímero es nuestro paso por este mundo. Al mismo tiempo, claro está, los efectos del poder, aunque efímeros, son aplastantes. Tan aplastantes y asquerosos como la caricatura de un homo sapiens en cuclillas.

Sexo.



Por Astarté.
León, España.

Pero me escondo detrás
De eso que sientes pero que no das
Pero te miro a través
De eso que escuchas pero que no ves
Pero te bebes la  miel
De eso que tocas pero que no es piel
Pero con sexo te di
De eso que tengo pero que perdí
Pero me abraza el placer
De eso que eres y no puedes ser
Pero me escapo al final
De eso que duele pero que no es mal.
Tú.