PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




martes, 20 de diciembre de 2016

La fábula de Obatalá y la mujer-pétrea (con nota de la autora).


Nota de la autora: En lo más recóndito del monte, donde no llega el bullicio de la humanidad, gobierna la Naturaleza en su esplendor. Y allí, formando un gran pueblo, viven los orishas. Pienso que la fábula nos acerca a la dimensión de esta realidad intangible.

(Rosa Marina González-Quevedo)







Por Astarté.
León, España.

Un buen día, Obatalá, que en el panteón yoruba es orisha de respeto por gobernar las cabezas de los hombres y mujeres, dejó atrás su reino de palomas y entró en un viejo museo abandonado. Vale decir que, en esta ocasión, sus poderes se manifestaban en forma femenina (Obatalá a veces es mujer; otras, hombre). Así, por vanidad de fémina, quiso cambiar de vestido. Específicamente, su decisión de irse por ahí buscando cambios de ropaje tuvo que ver con su gran deseo de vestir de verde. Porque, por lo general, ella viste con el color de la espuma y usa como adornos piedras de cuarzo opalino. Sin embargo, desde hacía tiempo soñaba con vestir con el color del monte para poseerlo. (Bueno, que quede entre nosotros, según cuentan algunas leyendas, Obatalá ha envidiado siempre el brillo de la esmeralda de Oggún, su gran enemigo). En fin, que aquel día, despojándose de su túnica de blanco encaje, para realizar su deseo emprendió uno de sus tantos viajes de aventuras hasta llegar a aquel museo, ahora viejo y olvidado.

Solitaria, sobre una columna construida como pedestal, se erguía en piedra verde el busto de una mujer de semblante exótico, rudo y sublime al mismo tiempo. Su mirada era profunda. De la oscuridad de sus ojos huecos emergía la luz, si bien su expresión era composición de miedo y lujuria al mismo tiempo. No sé, algo así como la sorpresa de un animal de las cavernas al sentirse deslumbrado ante la maravilla del cielo.  Claro, para Obatalá no hay misterios que no puedan ser revelados. La enigmática expresión de la doncella verde era prueba de antiguos dolores no del todo superados, como si le faltara solamente hablar para pedir libertad. Y si nada decía, era por ausencia de pensamiento para construir palabras.


Entonces, Obatalá, que todo lo puede, moldeó el cráneo de la exótica mujer de piedra hasta convertir su cabeza en un templo piramidal. Y así, estableciendo una conexión de energía entre la cúspide de la pirámide craneana y el sol, la reina-orisha se posesionó de la figura estática de aquella escultura de piedra. Y desde entonces, en plena libertad, abriéndose paso por el monte, bajo la imagen de la mujer-pétrea gobernó por siempre, con su espléndido verdor, entre blancas palomas. 

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Empezamos Diciembre: Nuria Viuda García y Las crónicas de los días que pasan.

Nota de la autora: Narrar lo imperceptible de los días que pasan... Porque los días se suceden unos a otros y no nos damos cuenta de que la sucesión es el único camino del tiempo que viaja "hacia delante", la dimensión de Cronos traducida en crónicas por parte de Nuria Viuda García, prolífica escritora de nuestra ciudad de León. Hoy tengo el placer de dar a conocer a los lectores de "Los días de Venus en la Tierra" el modo sutil en el que nuestra autora percibe lo imperceptible del frío diciembre: el blanco-azul cubriendo el amarillo-rojo de la luz solar en un cuadro cotidiano, la memoria de la niñez bajo los copos de nieve y tanta belleza, que por sus condiciones extremas a veces nos resulta hostil. 
Aquí, sin más, os dejo su artículo Empezamos Diciembre, recientemente publicado en la revista digital La charca literaria.

 (Rosa Marina González-Quevedo)


Paisaje con nieve y caballos, Robert Duncan
(1952, Salt Lake City, Utah, Estados Unidos)



Diciembre

Crónica de los días que pasan 


    En diciembre el mundo juega maliciosamente a tantear los bordes del espacio, buscando un mástil donde asirse, al despertar el alba desnuda de porqués. Desprevenido y cómico bombea el día su extensión-nenúfar.
    Se avecina un sufrido invierno enumerando pasos en la nieve, pasos pequeños, capaces de recorrer cien millas en un intervalo de cinco minutos y regresar al punto de partida, como niños que se alejan pero de los que jamás se pierde la referencia. Puntos negros allá en el horizonte, que se extiende ante los ojos, semejante a una lengua inmensa y blanca que lame el paisaje hasta donde alcanza la mirada, cegándola de luz y plato.
    La nieve posee esa gran capacidad de descifrar al instante los colores y convertirlos en tragedia.
    ¿Acaso no resulta trágica una camiseta azul hecha jirones, un caramelo de menta recién mordisqueado, una gota de sangre, una moneda extraviada; allí esparcidos y condenados a la desaparición; diluyéndose con cada copo en territorio níveo?
    En contraposición no existe nada tan hermoso como observar un alce hundiendo sus cuatro patas al unísono en nieve virgen; puntos negros en procesión concéntrica. Ni nada más tremendo que una tarde de diciembre pidiendo auxilio, sepultada por la inminente oscuridad que la transmuta en noche prematura, engullendo de un modo salvaje su condición de tregua.

martes, 13 de diciembre de 2016

Había una vez un pueblo (con nota de la autora).

Nota de la autora: Podrán quitarnos la palabra, pero no el pensamiento. El pensamiento es libre y reivindica la palabra. Así, al final, la palabra será siempre escrita, dibujada, representada en los mismos muros que le sirven de barrera. (Rosa Marina González-Quevedo).













Por Astarté.
León, España.

Según las leyes de aquel pueblo, sus residentes no podían seguir leyendo libros de poesía o cosas por el estilo. El máximo tribunal del Consejo Jurídico había dictaminado que ese tipo de literatura entraba en la categoría de propaganda inmoral, específicamente en aquella llamada “pornográfica” por estimular las mentes a la masturbación para provocar orgasmos de pensamiento:

INMORAL E ILÍCITA LA POESÍA ESCRITA. QUEDA ASÍ ESTABLECIDA SU PROHIBICIÓN PARA MANTENER LAS BUENAS COSTUMBRES Y EL ORDEN.

__¿Para mantener qué orden?__ se le ocurrió preguntar al tonto del pueblo y le crucificaron en medio de la plaza. Por inoportuno.

Por supuesto, tras la ejecución del pobre iluso, a nadie más le dio por hacer preguntas. Así, el sitio fue cubriéndose de un humo muy negro llamado “silencio”. La gente abría las puertas de sus casas y salía al exterior, caminaba por las calles, iba al mercado. La gente seguía haciendo lo de siempre. Pero en completa mudez. Para no cometer el trágico error de hacer preguntas.

Y fue así que los residentes de aquel lugar empezaron a usar la mímica para comunicar. Crearon un sistema de signos, algo raro por cierto, pero efectivo para decirse cosas entre sí. Y poco a poco, los poetas encontraron la forma de crear versos gestuales, los cuales no necesitaban de texto escrito alguno como tampoco ser publicados en carteles, panfletos, diarios, libros, etc. para ver la luz y vivir. En pocas palabras, la ley del gobierno fue, poco a poco, estrangulada, crucificada y destruida por la ley del amor. Y la poesía reivindicó su naturaleza eterna.


lunes, 28 de noviembre de 2016

Arquitectura de un sueño. Tres viajes de Gulliver.

 Nota de la autora: La vida es sueño, dijo Calderón de la Barca. Y bien, hasta en sueños podemos ser esclavos de nosotros mismos o libres. ¿Habrá un mundo de caballos inteligentes?
(Rosa Marina González-Quevedo).



Por Astarté.
León, España.

Muchas veces, alucinando, sueño con una calle llena de edificios ¡tan altos! que amenazan con venirme encima como los gigantes de Brobdingnag[1]. Ésta es una calle cualquiera y, a la vez, símbolo del mundo. No hay personas que caminen por sus aceras, ni coches que circulen, ni nada. Sólo edificios muy altos y un pedazo de asfalto divisado desde arriba. Es muy enigmático este sueño: no ver a nadie representa no verme a mí misma. Al despertar busco las moles endrinas, los gigantes fabricados de concreto; es decir, los altos edificios entre los cuales no significo nada. Pero doy con las paredes de mi habitación. Entonces, sin alarmarme demasiado, llego a la conclusión de que he estado despierta, vagando horas enteras por mi mente, presa de un estado de sonambulismo especial. La arquitectura de este sueño es simple y apunta hacia el cielo (¿hacia mis delirios e ideales?)... No tengo posibilidad alguna de caminar hacia los lados, sino de moverme, únicamente, hacia arriba y hacia abajo. Un hilo de oxígeno me toca desde lo alto pasando a través de la columna horizontal que se abre entre las hileras de edificios. Y si a nadie veo es porque, tal vez, tenga que ver pasar un ángel y no me he dado cuenta.

Hay una segunda posibilidad de arquitectura, que es ésa de construir mi propio sueño. Porque los sueños se inventan cuando y como queremos, ¿no lo sabías? Así, cierro los ojos y en mi mente construyo una plaza; en su centro una fuente (en cada plaza hay una fuente por lo general). Y tanta gente. Gente que da vueltas y vueltas sin rumbo fijo. Personas, para colmo conglomeradas, que tropiezan entre sí. Sin dudas, un sitio que reconozco. Desde la altura puedo ver el enjambre de hormigas humanizadas girando en torno a mi gigantesca estatura;  un sueño del ego recreado en Lilipud[2]. Un sueño que también es símbolo del mundo. Creo que en él no cabe posibilidad alguna de que llegue un ángel para rescatarme. Este sueño es tan enigmático como el primero. Y lo peor de todo es que yo misma lo he inventado. Por tanto, es obra de mi voluntad.

Queda una tercera posibilidad: la de entrar al país de los Houyhnhnms[3] donde me esperan caballos inteligentes, los Yahoo. No soy gigante ni enana. Y me encuentro ante la disyuntiva de escoger por mí misma si ser grande o pequeña. Este sueño no es inventado. Tampoco resulta de ninguna fase alucinatoria de la mente. No hay fuentes, ni calles, ni gente en su sentido más amplio. Hay solamente espléndidos caballos inteligentes que caminan, libres, de un prado a otro. Abundan los colores y reina el verde. Si decido quedarme aquí, claro está, tendré que sacudir de mis hombros la contaminación adquirida durante el viaje. Y, en segundo lugar, tendré que aprender a pastar, a vivir entre caballos salvajes y a reconocer que, después de todo, en la vida todo es posible. Al menos, éste es un sueño feliz.





[1] Segundo viaje de Gulliver.
[2] Primer viaje de Gulliver.
[3] Tercer viaje de Gulliver.

martes, 25 de octubre de 2016

Manos rotas.


Manos ofreciendo, óleo de Anna Arderiu Gil (Alemania)

Por Astarté
León, España.


Con estas manos dibujé en tu cuerpo
aquel  país de extrañas lejanías,
y  un mar enamorado del silencio
con su misterio de asombradas islas.
(Alberto Cortés, Canción para mis manos)

Despertó y vio que sus manos estaban repletas de incomprensibles abismos, algunos profundos; otros, más superficiales. Y bien, mejor tenerlas rotas que vacías, pensó; sobre todo, porque en tal estado sus manos representaban la constancia de estar vivo aún. Y además, porque sabía muy bien que las pasiones, si son desenfrenadas, al igual que el viento, tarde o temprano terminan erosionando la piel y despedazando la carne (por no decir el alma). En fin, que en la habitación de aquel hotel permanecían él y sus aventuras dibujadas en sus manos, las cuales, quizás, estaban rotas de tanto usarlas (probablemente sí)... ¡Benditas las pasiones!... Virilidad, hambre saciada en cuerpos extraños. (A veces, también en cuerpos conocidos que luego llegaban a parecerles extraños). Y es que con esas manos  había dado la vuelta al mundo, robando ilusiones y amasando victorias que alimentaban su insatisfecho ego de varón dominante. Sin embargo, a pesar de tantas dudas, lo cierto era que sus manos, ésas que antes esculpieran caricias y desencadenaran vibraciones extremas no eran ya las mismas. Pues ahora, si bien entrelazadas y en reposo, estaban a punto de quebrarse cual esculturas de barro bajo la acción de un terremoto.
Claro, como hombre había navegado sin límites en el mar de la experiencia y ya nada podría resultarle inquietante. Por ello, a pesar de su sorpresa, no se inmutó en lo absoluto ante la incomprensión. (Todo lo absurdo es real, ¿no?) Porque, al final, nada había que entender: él estaba allí, y aunque transformadas, esas manos seguían siendo las suyas y no piezas de museo, ni nada por el estilo. Entonces, simplemente, se detuvo a observarlas, igual que haría un niño al descubrir un cuadro impresionista de Paul Wright entre sus juguetes más preciados. Y así, observándolas, inició una especie de estudio ¡tan minucioso! como el que podría realizar el mejor de los científicos. Para encontrar algo nuevo en ellas, algo que explicara el misterio de su quiebra.  
De esta forma, comenzó por analizar las características de cada hendidura, clasificándolas de acuerdo con parámetros como la longitud y la profundidad. Le importaba descubrir, ante todo, cuál de todas las incomprensibles grietas era la más peligrosa, por donde quizás había escapado una mayor cuota de felicidad. Y nada: las conclusiones no fueron demasiado alentadoras. Porque más allá de los datos visibles, descubrió la existencia de pozos sin fondo abiertos por la soledad y el despecho de un macho abandonado; esos que explicaban por qué, en los últimos años de su vida, había dejado huir el amor reteniendo sólo deseos erosivos.
Tenía, por tanto, que tomar alguna medida urgente. Necesitaba hacer alguna acción de salvamento antes de perder para siempre aquellas manos. Y pensó que, a pesar de estar rotas, éstas todavía podían permitirle producir y sacar a la luz sentimientos que, por vanidad, había mantenido ocultos en su pecho desde hacía mucho tiempo.
Y fue así que probó a escribir. A pesar del dolor que le provocaba sujetar la pluma entre sus dedos quebradizos, a pesar de la insoportable sensación provocada por las heridas y las llagas, probó a escribir de nuevo.
Y escribió un poema a la memoria.
Y luego, tomando el pincel, dibujó con sus manos rotas un enorme corazón.
Tal vez, desde un extraño país, ella estaría leyendo ésa, su última carta de amor. 

domingo, 2 de octubre de 2016

Vivir fuera buscando prestigio.

Por Astarté.
León, España.

Vivir fuera de las posibilidades reales y personales buscando prestigio; enlazo esta reflexión con el término MOVING OUT, que literalmente viene traducido como"mudarse" y que a mí me suena a "transformarse en otra cosa" o "mutar" o algo por el estilo; sabrá un buen experto en lengua inglesa dar en el clavo con la mejor traducción de este phrasal verb. 

Esta canción de Billy Joel, uno de sus mayores éxitos de finales de los setenta (1978) es una de mis favoritas. La misma hace referencia a todo lo que somos capaces de hacer en un momento dado por alcanzar un status materialmente "respetable" (el de clase media burguesa; a ello se refiere, específicamente, el autor) que nos garantice ser aceptados en un contexto confortable: Anthony se mata trabajando en una tienda de comestibles para ahorrar dinero y poder mudarse a las afueras (busca prestigio); el sargento O'Leary trabaja de noche como barman sólo por cambiar su Chevy por un Cadillac... ¿Fuera hoy de contexto? ¡Ni mucho menos! Cambiar la esencia en apariencia y vivir fuera de lo que realmente somos no está jamás fuera de lugar: tú, yo, todos y cualquiera hemos vivido fuera de lo que somos, evadiendo complejos, miedos, incompetencias, envidias, y todo el ramillete de piedras contenidas en el pesado saco del ego, mudando nuestra verdadera cara (llena de arrugas, manchas, ojeras, etc) por otra mucho más coqueta, con tal de ser reconocidos. Claro, a veces exageramos; es cuando, sobre-valorando nuestra obra (y siempre buscando prestigio), nos creemos supergeniales e infalibles, al extremo de obviar el hecho de que nuestra obra es importante solamente porque existe la persona humana que somos todos, ninguno excluido.

sábado, 24 de septiembre de 2016

La urna (con nota de la autora).

Este relato tiene la intención de ser la reproducción de un viaje a través del subconsciente, por tanto, un relato surrealista. Me resulta muy difícil describir los sueños y, al mismo tiempo, quedar ligada a la realidad sin confundir lo que veo, toco y pienso con aquello que imagino. Y bien, os invito a cruzar el "ojo de la aguja" de la realidad física para caer de bruces en el mundo "imago"  (o de las imágenes literarias) con el fin de rescatar a  este personaje de las fauces del miedo. Lo merece.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).



Alicia en la urna, Eduardo Naranjo (1944, España)

La urna.

Por Astarté.
León, España.

El cielo estaba repleto de venas rojizas. Era uno de esos cielos extraños. Sin dudas, se avecinaba un temporal de los lindos y había llegado el momento de esconderse. En la plaza, la muchedumbre agitaba banderas de papel. Y tantas y tantas banderas impedían ver el fragmento de sol que persistía aún entre los nubarrones.
Empecé a subir la cuesta. Subía y cantaba cuando un hombre con gafas oscuras me cerró el paso. Era el teniente:

__¡Eh, tú! ¿Y dónde está tu bandera?
__La tenía en la mano hasta ahora, teniente... o en el cuello, no, no recuerdo muy bien__, murmuré.
__¡Lo siento, pero por aquí no pasas!
Una compuerta de vidrio se cerró a mis espaldas. Y de buenas a primeras y sin recibir los honores que se dan a los santos o a los muertos me vi empotrada en una rara especie de urna de cristal. Una nube de polvo se alzó en remolinos. Y a partir de ese instante, a través del vidrio pude percibir la imagen de un niño índigo (quizás un fantasma o un héroe lilipudsiano escapado de un cuento infantil) que llevaba un enorme papalote entre las manos, de esos llamados “cardenales”. Quise dar la vuelta a la redonda dentro de la urna, pero el círculo se había achicado hasta llegar a convertirse en una raya tan estrecha como el brazo del teniente.
Inmóvil como estaba logré, al menos, ponerme en cuclillas para esperar el fin de la jornada. La lluvia saltaría de las nubes y llegaría a mi mente para formar una tormenta de ideas, pensé. Y así, pasaron las horas. Y poco a poco comencé a sentir una fuerza sobre mi cabeza. Era el techo circular de la urna de cristal, el cual, en proceso de reducción, comenzaba a presionarme dulcemente el cráneo. Y digo dulcemente, sí. A veces, el peso del miedo nos sabe a miel.

***
El antiguo palacete, semidestruido y convertido en consultorio médico, había sido la lujosa mansión de un antiguo pariente. Sin embargo, a pesar de su derruido aspecto, el tiempo había dejado en pie huellas de la opulencia que dominara, otrora, en su interior. Así, bajorrelieves de escenas mitológicas donde abundaban faunos, centauros y otras figuras daban al escuálido presente algunas pinceladas de leyenda con la gloria del pasado. Por ejemplo, en la pared del vestíbulo resaltaba, a primera vista, la protuberancia de una cabeza de Gorgona manchada por el moho y el hollín. Y en un oscuro y penoso rincón, un busto de Sócrates en mármol blanco, las cuencas de sus ojos vacías, en su base se leía la siguiente inscripción: Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides (últimas palabras del filósofo, según Platón.  Vamos a creerle).
Tragué en seco y subí la escalera acelerando el paso hasta mi destino. En la segunda planta me esperaba un corredor estrecho y varias consultas que se amalgamaban a razón de pocos metros: PEDIATRÍA – PSICOLOGÍA – GERIATRÍA, una verdadera confusión.  La consulta del psicólogo, la última de todas, puerta “X-Y”.
Con paciencia de anacoreta encontré un hueco en el banco de espera. Me senté entre una anciana que mascullaba un cabo de tabaco y una joven madre con su bebé cagaleriento en brazos:
__¿Me haces el favor de aguantarle las piernitas? Es que tengo que cambiarle el pañal.
El pequeño daba coces de cabrito sin control. La vieja lo miraba y seguía mascullando el cabo de tabaco. Un hombrecito bajo y flaco vestido de blanco asomó la cabeza por la puerta “X-Y”:
__¡Que pase el próximo!

 La sensación del encierro no me abandonaba desde que el teniente me confundiera con uno de los abanderados, metiéndome en una especie de urna de cristal. En fin, que tras varias preguntas de rutina, la sesión de acupuntura no se hizo esperar.  El psicólogo, poseído por un cierto aire orientalista aprendido en algún seminario técnico,  me clavaba agujas detrás de las orejas y en la nuca.  Al parecer, era todo cuestión de tacto. O de energía. O de estrategias para calmar el hambre que quemaba mi estómago. Por otra parte, a través de la ventana de vidrio de la consulta “X-Y”, mientras el psicólogo me convertía en alfiletero, veía pasar a hombres y mujeres con muchas banderas en grupos de tres o cuatro. Y luego, otro grupo más numeroso... y otro... y otro. Y en la muchedumbre, como espectro, vi también pasar al chico índigo con el cardenal en la mano. El cielo era violeta con venas rojizas. Un hombre con sonrisa cínica se acercó. Me aguijoneó en la nuca y detrás de las orejas y me preguntó la hora. Era el teniente. Sus gafas oscuras escondían las cuencas vacías de sus ojos.