Por Astarté.
León, España.
Queriendo no hacerlo,
escribo, a pesar de la advertencia que me han dado de no ser comprendida (Ni
vendida. Ni comprada). Pero la necesidad de alimentar el alma es más fuerte que
la sed que tengo de alcanzar la fama. Y por eso, escribo. No obstante, siento que las frases (enlazo unas con
otras) son palabras que se agregan al papel, configurando el rostro de un
extraño dinosaurio de grandes ideas y estómago vacío. Entonces, pienso que (si
al menos) supiera dónde está el árbol gigante donde crece el pan de gloria,
podría ir allí, a desparramarme bajo su sombra. Como fuente de agua. O como
copa de sabrosa miel. En fin, rescataría algo del arte de los antiguos griegos.
Y así, entre gloria, sombra y ambrosía, me pondría a comer sin parar hasta
saciar mi descontrolada tripa de animal hambriento. Pero, a veces, pensar es lo
peor que puede hacer un dinosaurio. Y por eso, sin tener alternativas,
para rescatar el espacio de luz que brilla en el último reducto de mi ego,
escribo.
Ésta podría ser la prehistórica historia de un itinerario sin fronteras.
En ciertas ocasiones, preparamos viajes así, ¡tan breves!, como lo que dura un
sueño. Y si el corazón requiere equipaje, llenamos la maleta de objetivos
petulantes para tratar de no perder el camino. Pero igual da. Porque, sin más
ni más, nos perdemos en el falso paraíso de lo ignoto y tomamos frutas verdes
por maduras y llenamos nuestro estómago famélico con la llama ígnea que hay en
el centro de la Tierra, creyendo, prometeicamente, que un día hemos conquistado el fuego. Pero, en realidad, el fuego estaba allí. Desde siempre. Nos
precedía y nos precede. Y bien, que queriendo no hacerlo, una vez más lleno de
birriones la cara del papel, creyendo que, (y muy segura de mí), en el día de
hoy he descubierto la poesía. Cuando, en realidad, el reino del imago estaba
y está ahí, desde y donde siempre. Lejos y a poca distancia del palmo de mi
mano.
Palabras. Palabras. Palabras que ni van ni vienen. Palabras que me adjudico como autora original. Palabras que, al
final, acusan al hambriento dinosaurio de orgullo y al soñador de necedad.
Palabras que se vuelven contra la necesidad de ser y de existir en versos por
encima (y más allá) de las penurias, del rencor y del miedo. Palabras que
señalan con el dedo al hacedor de imágenes para decirle: ¡Eh, tú!,
¡despierta!... Que hay que cargar la leña para que haya fuego... Que hay que
trillar la huerta para que haya un árbol... ¡Despierta, dinosaurio! ¡Vete a la
guerra a combatir con municiones reales! Y tienen razón. Sin embargo, a
pesar de todo eso y de otras cosas más que ahora no me vienen a la mente,
queriendo no hacerlo, escribo. Para volver a intentarlo, tal vez, ¿quién sabe?.
(Repito lo que he dicho sobre la alimentación del alma). Pero, en realidad, mi
casa, hoy más que nunca, necesita leña y mi mesa, pan. Condiciones suficientes
para que esta prehistórica historia de ilusiones perdidas no me pierda en el
absurdo quehacer de emborronar cuartillas con frases que se agregan al papel.
Para luego morir.