Este relato tiene la intención de ser la reproducción de un viaje a través del subconsciente, por tanto, un relato surrealista. Me resulta muy difícil describir los sueños y, al mismo tiempo, quedar ligada a la realidad sin confundir lo que veo, toco y pienso con aquello que imagino. Y bien, os invito a cruzar el "ojo de la aguja" de la realidad física para caer de bruces en el mundo "imago" (o de las imágenes literarias) con el fin de rescatar a este personaje de las fauces del miedo. Lo merece.
Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).
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Alicia en la urna, Eduardo Naranjo (1944, España) |
La urna.
Por Astarté.
León, España.
El cielo estaba repleto de venas rojizas. Era uno de
esos cielos extraños. Sin dudas, se avecinaba un temporal de los lindos y había
llegado el momento de esconderse. En la plaza, la muchedumbre agitaba banderas
de papel. Y tantas y tantas banderas impedían ver el fragmento de sol que persistía
aún entre los nubarrones.
Empecé a subir la cuesta. Subía y cantaba cuando
un hombre con gafas oscuras me cerró el paso. Era el teniente:
__¡Eh, tú! ¿Y dónde está tu bandera?
__La tenía en la mano hasta ahora, teniente... o
en el cuello, no, no recuerdo muy bien__, murmuré.
__¡Lo siento, pero por aquí no pasas!
Una compuerta de vidrio se cerró a mis espaldas. Y
de buenas a primeras y sin recibir los honores que se dan a los santos o a los
muertos me vi empotrada en una rara especie de urna de cristal. Una nube de
polvo se alzó en remolinos. Y a partir de ese instante, a través del vidrio
pude percibir la imagen de un niño índigo (quizás un fantasma o un héroe lilipudsiano escapado de un cuento
infantil) que llevaba un enorme papalote entre las manos, de esos llamados
“cardenales”. Quise dar la vuelta a la redonda dentro de la urna, pero el círculo
se había achicado hasta llegar a convertirse en una raya tan estrecha como el
brazo del teniente.
Inmóvil como estaba logré, al menos, ponerme en
cuclillas para esperar el fin de la jornada. La lluvia saltaría de las nubes y
llegaría a mi mente para formar una tormenta de ideas, pensé. Y así, pasaron
las horas. Y poco a poco comencé a sentir una fuerza sobre mi cabeza. Era el
techo circular de la urna de cristal, el cual, en proceso de reducción, comenzaba
a presionarme dulcemente el cráneo. Y digo dulcemente, sí. A veces, el peso del
miedo nos sabe a miel.
***
El antiguo palacete, semidestruido y convertido en
consultorio médico, había sido la lujosa mansión de un antiguo pariente. Sin
embargo, a pesar de su derruido aspecto, el tiempo había dejado en pie huellas
de la opulencia que dominara, otrora, en su interior. Así, bajorrelieves de
escenas mitológicas donde abundaban faunos, centauros y otras figuras daban al
escuálido presente algunas pinceladas de leyenda con la gloria del pasado. Por
ejemplo, en la pared del vestíbulo resaltaba, a primera vista, la protuberancia
de una cabeza de Gorgona manchada por el moho y el hollín. Y en un oscuro y
penoso rincón, un busto de Sócrates en mármol blanco, las cuencas de sus ojos
vacías, en su base se leía la siguiente inscripción: Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no
lo descuides (últimas palabras del filósofo, según Platón. Vamos a creerle).
Tragué en seco y subí la escalera acelerando el paso hasta mi
destino. En la segunda planta me esperaba un corredor estrecho y varias
consultas que se amalgamaban a razón de pocos metros: PEDIATRÍA – PSICOLOGÍA –
GERIATRÍA, una verdadera confusión. La
consulta del psicólogo, la última de todas, puerta “X-Y”.
Con paciencia de anacoreta encontré un hueco en el
banco de espera. Me senté entre una anciana que mascullaba un cabo de tabaco y
una joven madre con su bebé cagaleriento en brazos:
__¿Me haces el favor de aguantarle las piernitas? Es
que tengo que cambiarle el pañal.
El pequeño daba coces de cabrito sin control. La
vieja lo miraba y seguía mascullando el cabo de tabaco. Un hombrecito bajo y
flaco vestido de blanco asomó la cabeza por la puerta “X-Y”:
__¡Que pase el próximo!
La
sensación del encierro no me abandonaba desde que el teniente me confundiera
con uno de los abanderados, metiéndome en una especie de urna de cristal. En
fin, que tras varias preguntas de rutina, la sesión de acupuntura no se hizo
esperar. El psicólogo, poseído por un
cierto aire orientalista aprendido en algún seminario técnico, me clavaba agujas detrás de las orejas y en
la nuca. Al parecer, era todo cuestión
de tacto. O de energía. O de estrategias para calmar el hambre que quemaba mi
estómago. Por otra parte, a través de la ventana de vidrio de la consulta “X-Y”,
mientras el psicólogo me convertía en alfiletero, veía pasar a hombres y
mujeres con muchas banderas en grupos de tres o cuatro. Y luego, otro grupo más
numeroso... y otro... y otro. Y en la muchedumbre, como espectro, vi también
pasar al chico índigo con el cardenal en la mano. El cielo era violeta con
venas rojizas. Un hombre con sonrisa cínica se acercó. Me aguijoneó en la nuca
y detrás de las orejas y me preguntó la hora. Era el teniente. Sus gafas
oscuras escondían las cuencas vacías de sus ojos.