Por Astarté.
León, España.
Éramos pocos los allí
presentes: mi libro de historias de la selva, el viejo tocadiscos de plato, mi
perro y yo... ¡Ah, sí!... Olvidaba mi muñeca preferida, que no era la más guapa
de todas, pero sí la que más quería. ¿Qué hice de ella?... ¡Bah! No tengo idea.
Uno se aleja. Sí. Uno se aleja de todo y de todos. Y mientras nos alejamos,
vamos tocando con el corazón nuevas fronteras. ¿O me equivoco? El corazón va
delante de los pies, abriéndose paso en la estrechez del día a día. Y la
memoria, esa que a veces llamamos “decrepitud del alma” (porque sí, porque
somos conscientes de su tendencia a tejer recuerdos del pasado...) queda
prisionera en el cajón de la locura; cabizbaja, pensativa... La memoria... Sin
embargo (y pasando revista a los aquí presentes), seguimos siendo pocos: mi
libro de cuentas, la televisión, los pájaros del tejado del vecino y yo...
¡Ahhhhh! Y mis gafas de sol, que no son “Armani”, pero son buenas igual. ¿Qué
hice del sombrero de ala ancha que cubría mi frente en el surco de tantas
profesiones inconclusas?... ¡Bah! Ni tengo idea, ni me importa. Uno se
acostumbra a las inclemencias. Sí. Uno se acostumbra al frío y al calor y a las
tormentas y a todo. Y mientras aceptamos el inevitable rasponazo del
conocimiento (saber cosas araña la piel y de qué manera...), seguimos arando la
tierra sin llevar un sombrero que nos cubra, a fin de recoger frutos en árboles
plantados a lo largo de la historia. ¿O me equivoco? La voluntad va delante de
la frente en la cosecha del día a día. Y la fuerza, esa que nos llega del
vientre, esa que a veces llamamos “supervivencia del espíritu” (porque sí,
porque somos conscientes de la energía que reporta), sigue regando el entero
territorio de nuestras mejores esperanzas; impetuosa, corajuda... La fuerza...
Y entonces, para resumir y darle algún sentido a esta maraña de alucinaciones,
te confieso, querido sueño, que estoy probando seriamente a sumar fuerza y
memoria. Y lo hago para no perderme mientras duermo, para no escapar de mi
cuerpo sin dejar un hilo que me guíe a mi regreso. O, tal vez, para no dejar de
poseerme del todo en el persistente afán de trascender. Pues no sé aún cómo
hacer para dilatar, a mis anchas, el camino del tiempo.