PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




sábado, 8 de septiembre de 2012

Tres historias de remos.





Por Astarté.
León, España.

- I -
Te quiero contar, hijo mío, la historia de una vieja barca anclada en la orilla. Poco decía de grandes viajes, pues era muy pequeña. Las olas lamían su armazón de madera corroida, absorbiendo todo lo que de bosque quedaba en ella. Sin remos, mutilada, ofrecía lo último de sus fuerzas por quedarse allí, ligada al pedazo de hierro, del cual se sostenía como se sostiene un cuadro de un clavo en la pared. A duras penas se alimentaba del salitre y del olor a peces podridos, esos que la resaca arroja sobre el margen de las playas. Y nada más. Su dueño, pescador de grandes metas nunca realizadas, la había dejado abandonada cuando supo que el cáncer llegaba a su fase terminal. Y muerto el hombre, quedó solamente la barca en un enjambre de silencio. Quiero que sepas, además, que fue mi padre quien me enseñó a tirar un bote hacia adelante en medio de la laguna. Creo que remar es un ejercicio espléndido, no obstante la fatiga, claro está. Es como atrapar un líquido viscoso para dejarlo escapar, inmediatamente, a golpe de fuerza. Sientes cuando el agua entra y huye, una vez, dos entre los remos. La barca viaja y vive, cumple su función de vehículo, pero su motor son tus brazos, no lo olvides, hijo mío... ¿Sabes?, te cuento que el hombre, desde que es hombre, ha echado a andar en el ir y venir de las mareas. Un buen día, de un tronco de árbol construyó una vara larga y la hundió en la profundidad del agua hasta tocar el fondo. Y gracias al impulso de sus brazos atravesó ríos, y después cruzó de lado a lado el mar. Y es que el hombre no es otra cosa que una barca de remos, que se va lejos y regresa, llena de peces o con una canasta vacía. A veces, tiene que ir contra corriente. Y en esos momentos, sólo Dios decide si dejarlo o no con energías suficientes para regresar y encender de nuevo la lumbre en su hogar. Y te digo “Dios”, pues no sé qué otra cosa decir. Pero bueno, te contaba la historia de la vieja barca abandonada en la orilla. No siempre fue vieja y no siempre estuvo allí, ligada por una cuerda...


- II -

Mi madre me contaba historias de remos. Ella decía que nosotros, los seres humanos (nos llamaba hombres) éramos como barcas que se abren el paso entre las olas, navegando, a veces, contra corriente. Y que nuestros brazos eran los motores de la navegación. Y tenía razón. Hoy llegué a mi oficina y mi jefe me llamó para anularme el contrato de trabajo, por eso de la crisis, me dijo. Y bien, ahora es que me toca remar, haciendo uso de todas las fuerzas del universo. Tengo mujer y dos hijos; uno de ellos, de la misma edad que tenía yo cuando mi madre me contó un relato sobre una pobre barca abandonada en una orilla. Y ahora debo sacarle partido a esa historia, por desgracia sí. Y es que aquella armazón de palos, olvidada y carcomida por el salitre y el limo, volvió un día a navegar. Ya sin remos, sin pescador, sin esperanzas de regresar se lanzó a vivir la última de sus grandes aventuras. Una tarde de viento, de esas en las que la resaca es fuerte y tira mar adentro cuanta cosa pueda, se quebró la soga que mantenía atada la barca al hierro. Así, por instinto, entre peces y espuma se dejó andar sin prejuicios. Y a sotavento, la corriente la empujó en el sentido opuesto de la costa, por dos días y dos noches. Al final, arribó a un islote solitario, selvaje, lleno de palmas. En el sentido opuesto, sí, pero llegó a alguna parte, eso al menos. Y yo llegaré a mi casa, no puedo hacer otra cosa. No tengo ya un trabajo y mis remos se han perdido en el fondo de este océano de mierda, al cual le han dado el nombre de crisis. Caminando, por instinto, como barca al fin, llegaré y me haré un café, si todavía queda...

- III -

El día en el que papá perdió el trabajo yo estaba en la escuela. La maestra nos había pedido que escribiéramos una historia cualquiera, cosa difícil. Pero yo me acordé de mi abuela, sabia mujer, la cual decía que para escribir algo bastaba solamente tener una pluma en la mano. Y escribí la historia de unos remos, descubiertos en la playa donde siempre íbamos de vacaciones. Abandonados en la arena, como dos brazos abiertos, me esperaban. Yo no sabía remar. Tenía no más de diez años y era flaquita como un güin. Sabía, sin embargo, que con nuestros brazos amamos y hacemos señales; los policías del tránsito, por ejemplo. Fue entonces que inventé que aquellos remos eran mis brazos. Y que me servían para volar, porque remar era demasiado duro para mí. Y en mi fantasía de diez años tomé los remos y abrí las alas. Y volé y llegué al sol, como ese tal Ícaro de la mitología. La diferencia entre mi historia de remos y aquella del hijo de Dédalo estaba en que yo, al final, tocaba el sol con mis brazos sin quemarme. Linda composición; obtuve un premio y todo. Mi padre regresó a su trabajo una semana después, de la misma forma en que la vieja barca regresó a su orilla. Porque desde el islote, el barlovento la llevó de nuevo a casa. Y yo, ¡qué decir!... Llegué a tocar el sol sin quemarme los brazos. Al parecer, el hombre nació para remar, como decía mi abuela. Es un ejercicio muy fatigoso, pero la condición del instinto lo impone. La vida también lo impone. Eso lo aprendí cuando ese mismo día, al volver de la escuela, encontré una paloma en mi ventana.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Sexo y frase: la palabra.




Por Astarté.
León, España.

Los complejos, que (generalmente) forman parte de la cruel adolescencia, llegan a recrudecerse o, por el contrario, a disminuir con la edad. Hoy quiero hablar de una palabra “prohibida” en los ilustres salones de la vida cotidiana: el sexo, elemento mucho más “apegado” a las cuestiones prácticas que a las teóricas. Pues si algo somos y hacemos es sexo. Sin embargo, su definición se ha transformado en tema escabroso para el ser humano, desde que la ética cristiana intervino como mediadora entre el ser sexual y el ser moral. Mencionar la palabra resulta, casi casi, un oprobio. Tal vez, el término latino sexus (de ambigüedad etimológica) se haya transformado en lema para designar eso que conocemos como el misterio de ser pervertidos.
Hubo, como siempre sucede, un revolucionario. Un invierno tuve la posibilidad de realizar uno de mis tantos sueños: visitar una extraordinaria ciudad, Viena. Sin prejuicios, puedo afirmar que ésta se reveló para mí un punto místico del planeta, repleto de emociones, mágico y terrible al mismo tiempo por su historia y su gente. Pero si Viena representaba un sueño, lo que no imaginé en mi existencia precedente fue poder traspasar las puertas de un apartamento, otrora parte de mi “nunca jamás”. Claro que en la vida todo es posible. Debéis creerme: Berggasse n. 19, primer piso, donde viviera (entre 1891 y 1939) un ser humano convertido en tabú para el pensamiento de su época, Sigmund Freud. 


Que si cuando estudié vagamente su punto de vista filosófico le temía o no coincidía plenamente con él, es cierto. Que si escuché tantas versiones sobre su vida personal y me aterrorizaba, también lo es. Pero los apasionados del misterio (¡somos tantos en el mundo!) que han ultrajado las paredes de su apartamento vienés en condición de “curiosos” (¡somos tantos en el mundo!...) podrán darme la razón al afirmar que la sensibilidad es un atributo humano, cuyo desarrollo depende solamente del espíritu. En su fotografía, débil y enfermo, desde el exilio, rodeado por sus seres queridos y sus perros, yacía el padre de familia, que era el mismo que hablara de sexo para describir aberraciones, traumas y psicosis. Tres ensayos sobre teoría sexual, obra que en su época provocara la violenta aversión del puritanismo (y no sólo de ello), fue uno de los libros que, con avidez, me lancé a adquirir. Y no sé por qué, de todo lo leído,  han quedado frases en mi mente como exergos; frases que, quizás, ayudarían a trazar una línea (torcida, pero interesante) para definir la enigmática palabra. Os propongo, queridos lectores, ésta: individuos que besan con pasión los labios de una bella muchacha no podrán emplear sin repugnancia su cepillo de dientes. Y pregunto (retóricamente, midiendo el espacio del silencio entre el lector y la frase), en este caso, si la boca del beso no es la misma que la del cepillo dental. Claro que sí.  Como vemos, basta una frase para encontrar un indicio del misterio y el poder del ser sexual. La palabra sexo quedará por siempre en el catálogo de los textos “apócrifos”. El sexo, al contrario, en el sacro nexo del ser humano con su propia especie. ¿Sexo? Sí, gracias. Pero no hablemos de él. Romperíamos el recinto de sus poderes ancestrales para caer, de bruces, en la noria de lo que se puede y de lo que no se puede ser y hacer.

jueves, 6 de septiembre de 2012

Texto críptico en torno a una piedra.





Por Astarté.
León, España.

Si no hubiera sido porque teníamos sueños escondidos, la piedra tendría que haber seguido siendo piedra y no fábula encantada. Ello explica entonces por qué el viejo vendedor de libros (estos también viejos) la tenía como metro del equilibrio existente en el maremágnum de pilas de textos amarillos, polvorientos, mustios. Un libro de poemas de Bécquer en la cúspide de la torre; otro de filosofía helenística como cimiento. Sin contar La isla del tesoro, El Libro de oro de los niños, La Crítica de la Razón Pura, Wuthering Heights Maremágnum sin orden, merecedor del Nobel al justo equilibrio.
Era la mañana de un lunes del mes de mayo. Y de tan cansado, arrastrando las piernas entre las imperfecciones del asfalto, el anciano comerciante tropezó con la caliza abandonada al desgaire, probablemente, por algún pescador del río. Y el viejo, que por ser viejo era buen orfebre, la refiguró entre sus preciadas joyas más arcaicas. En su mente de profeta diseñó el arcano de la justicia, la imagen de la balanza que todo pesa y contrapesa: si la torre caía, sobrevendría el caos. De ahí la función necesariamente arquitectónica de la piedra; es decir, la de calzar los libros para mantener el orden. Claro está, para el gato de la dueña del local que fungía como librería, este ambiente de signos no significaba nada en lo absoluto. Juguetón, se entretenía en lanzar con su zampa cuanto elemento del sistema armónico encontrara a su paso. Y como es de suponer, en un golpe de juego, la piedra del orden y del equilibrio fue a caer en el centro del salón. Y allí quedó por el entero fin de semana (librería cerrada a los clientes...). Y llegó la noche. El vitral del ventanuco oblicuo permitía la entrada de un rayo de luna, transformado en haz de color azul. Fue en aquel momento que sobrevino el acto de magia tan soñado por el viejo vendedor. ¿Has visto alguna vez danzar decenas de puntos de luz en torno a una piedra? Probablemente no. Sin embargo, yo sí. Como también he visto la metamorfosis de un cuerpo duro y blanco, en su devenir de cristal de roca. En fin, que a la mañana siguiente, un lunes del mes de mayo, el vendedor de libros encontró su torre caída. La piedra no estaba ya en su sitio y no calzaba el sistema armónico del saber. La transparencia de la caliza, devenida quarzo, había levitado y escapado por la ventana, llegando nuevamente al río. ¿Recuerdas el rumor de los peces? Eran muchos en torno a la piedra. El pescador lanzaba la pita en su obsesión de atrapar alguno, uno al menos... ¿Recuerdas las claves escondidas en The Waste Land? Ėramos entonces demasiado jóvenes como para hoy poder recordar el inicio de la vida. Y además, había un sol espléndido, amor mío. Y la piedra, en medio del camino, impedía el paso de la magia a la palabra. En resumen, era la mañana de un lunes del mes de mayo. El mes de las flores.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Yo, el sadismo y la manzana roja (A todos los hombres y mujeres que aman).




Por Astarté.
León, España.

Cuando a finales del S. XVIII Donatien Alphonse François de Sade, más conocido como “el Marqués de Sade”, diera a la luz sus “impúdicas” obras (las mismas que lo colocaran a la cabeza de la pornografía moderna), no había nacido aún el sadismo actual. La filosofía del sadismo abría las puertas, en aquel entonces, a una nueva forma de rebelión social: no por gusto autores como Simone de Beauvoir reconocerían en la literatura de Sade un ideal revolucionario contra los principales símbolos de la hipocrecía social (teología, nobleza, moralidad escuálida...). No obstante, es posible creer que si bien Sade fue crudo en su modo (explícitamente morboso) de detallar aquello que proponía como franjas de libertad humana a través del placer, fue también, por qué no decirlo, un maestro en la descripción narrativa del ideal de belleza. Sus principales biógrafos adjudican su crudeza de pensamiento a la decepción amorosa, específicamente, a su frustración personal por deber contraer matrimonio con una mujer no amada, teniendo para ello que renunciar a su cuňada, de quien estaba perdidamente enamorado desde muy temprana edad. De esta forma, la psicología del sadismo podría (por qué no) tener su corroboración psico-literaria en la palabra frustración. Y bien, queridos lectores, ¿somos hoy todos sádicos por antonomasia? ¿Nuestra sociedad contemporánea no nos está conduciendo al cinismo que alberga el pensamiento de Sade? ¿Somos el Homo Sapiens que no aspira al mal, pero que, a nivel planetario, tiende a lesionar al prójino? Bueno, nada de charla ideológica, cosa que, particularmente, he comenzado a detestar desde hace tiempo. Se trata, simplemente, de un apelo al amor, a lo que nos falta, a lo que no creemos tener como compromiso individual. Y no hablo de la acción cotidiana, sino de los métodos con los que, en ciertas ocasiones, ejercemos tal acción. Me detengo en un momento de uno de los diálogos contenidos en Filosofía en el tocador:

- EL CABALLERO: ¡Los medios que has empleado son espantosos!
- SEÑORA DE SAINT-ANGE: Así es como deben ser para que sean seguros.

Descontextualizando este fragmento del Primer Diálogo de la mencionada obra, creo que obtendríamos la explicación esencial de la psicología del llamado sadismo: la inseguridad, la incerteza, la falta de confianza en nosotros mismos como individuos. Cruzada de brazos miro, pues, una manzana roja. Y me pregunto: ¿dónde está la sepiente? Y la adivino allí, escondida bajo la cáscara, a la sombra del manzano, en nuestra incerteza de amor. Basta poco, poquísimo... Basta un minúsculo detalle de nuestra tendencia a sentirnos sobre una cuerda floja para revertir el placer no realizado en placer impelente a daňar a quien (creemos) nos ha despreciado. Lo digo por amor, y no por incredulidad. Lo digo porque he conocido el gusano perverso de la manzana roja bajo la piel del ser amado. Lo digo porque, en cierto modo, todos hemos tenido que morder esta fruta prohibida para luego, sin quererlo, sufrir la amargura del dolor. Lo digo porque, despuès de todo, no logro explicarme por qué Sade fue tan lúcido en su forma de expresar su rebeldía, dejando en pie un mito. Y lo digo por ti, corazón que late e su caja de música... Tú que vives hoy, por razones de época, en medio del desastre y del egoísmo humano, lavando en un río de vinagre el surtidor de tu propia sangre (roja como la manzana del amor). Tratemos, pues, de alzar la frente ante la vida, que la vida es breve... No me odies, no me hieras, no me flageles en el lecho donde has sido hombre o mujer. Vive para decirle a tus hijos, ser humano, que ante todas las cosas has sido y serás un puňado de tierra con alas de ángel y cuerpo de dios. ¿O no?