LOVE FOR SALE |
Tras un mes de estancia
en La Habana, hace pocos días regresé. Hacía más de tres años que no iba a esa
isla a la que mi pensamiento me conduce —siempre o casi siempre o de cuando en
cuando— por razones genealógicas y culturales. Los preparativos del viaje
habían sido minuciosos habiendo considerado, de antemano, las difíciles condiciones económicas
y sociales del país. Entre paréntesis: decir quiero que no soy partidaria de
hacer análisis alguno sobre las causas de tales deplorables condiciones, para
qué, total. Deseo, sin embargo, relatar algunas de las vivencias que allí he
tenido y que he archivado en mi pensamiento (¡ojalá que mi inteligencia
emocional las procese en el mejor modo posible!).
¿Tienen mis recuerdos algo que ver con mis más recientes vivencias en una ciudad que otrora brillara en mis sueños? Desde luego, sí. Y es que en La Habana perviven, —intactas cual fotografías del archivo histórico— huellas urbanísticas del pasado. La Habana Vieja, por ejemplo, conserva espacios impecables que nos hacen creer en la magia, calles en las que emanan efluvios de atemporalidad (lo colonial en el entretejido del tiempo inalterable)… ¡Oh, vieja Giraldilla, que desde la punta del Castillo de la Real Fuerza etiquetas las mundialmente conocidas botellas de Havana Club! ¡Oh, Castillo de los Tres Reyes del Morro, que aguardando la entrada de un viejo galeón, hoy solo esperas barcos con pollos congelados, importados de Canadá! ¡Oh, calles empedradas, solitarias, mudas por no poder gritar! ¿A dónde ha ido a parar vuestra energía de ayer?
Real Fuerza con la Giraldilla |
He visto contrastes,
sí. Por ejemplo, he visto deambular la miseria por los barrios habaneros.
Miseria en un barrio habanero |
Restaurante privado H. Vieja |
Restaurante privado H. Vieja |
Mi pregunta es la siguiente: esos que han triunfado, ¿qué veden? O mejor dicho, ¿a quiénes venden? Supongo que, más que a la población, venden a un turismo hoy reducido a sombra en la capital caribeña. Venden, en fin, La Habana que podría ser aún…, algún día, quizá. Eso sí, algo me ha quedado claro: más allá de vender la imagen de esa Habana que podría ser, los habaneros tratan de vender para subsistir. Y así, venden lo que tengan a mano, incluso la memoria. Venden, por ejemplo, aquellos sillones en los que se sentaban los abuelos… y hasta sus casas con todo lo que hay en su interior. Venden, en fin, el paraíso que otrora imaginaron, hoy disuelto en el incomprensible caos. Venden el amor cargado de recuerdos, ese que hoy ha pasado a ser un artículo de lujo ante la cruel necesidad de aliviar el hambre. Venden todo, menos la luz.
© Rosa Marina González-Quevedo