PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




domingo, 9 de abril de 2017

La fábula de las sombras chinescas en un viejo diario (con nota de la autora).

Nota de la autora: Nada de especial en este relato dedicado a la libertad de expresión. Eso sí, acepto y a la vez propongo en él un reto que, si bien está colgado del brazo de todo escritor, es siempre algo difícil de vencer: apagar las sombras que, a veces (muchas veces), "iluminan" las ideas, disfrazándolas para el carnaval de lo políticamente correcto.
Reto fácil de plantear y duro de actuar.
Pero no imposible.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté)





La fábula de las sombras chinescas en un viejo diario.

El Director de mi diario tenía una extraña costumbre. Yo lo observaba desde mi escritorio, desde un rincón de la sala de redacción. Y me daba cuenta de que, al llegar, realizaba cada día la misma operación: sacaba del bolsillo la llave de su oficina, abría la puerta y, antes de entrar, encendía una pequeña linterna para iluminar el paso. Luego, miraba hacia afuera a toda prisa, quizás para cerciorarse de que nadie le observaba. Y sin más, entraba y cerraba la puerta. 

¡Qué raro! pensaba siempre al verle. Porque claro, para mí, lo más lógico era encender la luz y no una linterna: Es probable que el jefe tenga problemas de electricidad en su oficina, pero... ¿por qué no los ha reportado a la compañía? ¿Será que esconde algo? pensaba. En fin, tantas preguntas salidas de obvias deducciones, para las cuales no encontraba respuestas.

Nuestro periódico estaba en uno de sus peores momentos de ventas. A decir verdad, las cosas iban de mal en peor y, por supuesto, todos los trabajadores estábamos esperando el fatal anuncio de despido. Por mi parte, desde hacía un par de meses escribía para la sección de Cultura. Aquella mañana me dedicaba a redactar  un artículo (algo vano, por cierto) titulado El arte de beber café. Entre paréntesis, confieso que en esos días las tazas del mágico néctar iban y venían a mi escritorio en forma descontrolada. En fin, estaba ensimismada en páginas de la historia, colgada en la humeante infusión oriunda de Abisinia cuando, tal vez inspirada por la cafeína o por algún ángel que por ahí volaba, decidí descubrir el misterio de la linterna. 

O de la luz. 

Ya no sabía qué pensar.

Así que esperé la hora en la que todos marchaban, como era costumbre, al bar. Calculé que (también por costumbre) el Director salía cuando los demás lo hacían, dejando por lo general la puerta abierta. 

Entonces, entré. 

Y a la velocidad del relámpago encendí la luz: Y bien, no veo nada extraño, comenté para mí misma.

Luego, para no dejar cabos sueltos en mi “iluminada pesquisa detectivesca”, cerré la puerta (a expensas de que el jefe llegara de improviso) y apagué el local, tratando de encenderlo de nuevo, claro... 

Pero sin resultados positivos.

Porque, en realidad, aquella habitación se llenó de sombras y no de luz.
Sombras chinescas.
Sombras que bailaban.
Se movían ridículamente en las paredes haciendo mil piruetas, capturando cualquier rayo de sol que llegara desde el exterior a través de la ventana de cristal.
Sombras vivientes...

¡Impresionante! fue la palabra que salió de mis labios como un trueno. Y antes de que mi jefe me pillara husmeando donde no debía, abandoné su despacho y volví a mi escritorio.

Juro que si aquella mañana no tomé diez cafés en total, es mentira que existo.

Pero al día siguiente, al llegar a la redacción, todos vimos aquel cartel colgado en la puerta del Director:

POR FAVOR, AL SALIR CIERRE LA PUERTA Y APAGUE LAS SOMBRAS.

Quedé petrificada. El jefe lo sabía todo. Sabía que las ideas estaban apagándose en aquel periódico local. Sabía que, al cierre, las paredes se llenaban de sombras y que debíamos, al menos, tratar de apagarlas para salir del mal período de ventas. Sabía que la mayoría de los periodistas estábamos escribiendo en "formato de sombra" cuestiones que de nada valían al conocimiento de hechos reales. Y sabía, por último, que para luchar contra las ideas-sombras había que destruirlas y cerrar la puerta a la esterilidad del pensamiento.

Así, desde entonces, cada día desconectábamos el interruptor de la estupidez al salir. Y al llegar, iluminábamos las ideas con pequeñas linternas. Con esos foquitos de luz construidos, artesanalmente, en el laboratorio de  nuestra fértil imaginación.

Por lo demás, no logramos salvar el diario: los intereses económicos no viajaban en la misma dirección de la verdad.

Pero, al menos, pudimos rescatar un ápice de la libertad perdida durante tantos años de encierro periodístico.

Al menos eso. Aunque no se sepa aún.





jueves, 9 de marzo de 2017

Hibernatus.

Nota de la autora: Propongo un viaje en tren para deshelar recuerdos. ¿Es posible caminar por los rieles del pasado mirando hacia el futuro? Puede que no. O puede que sí. La memoria es un viaje en perspectiva.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).




HIBERNATUS.

Por Astarté.
León, España.  

Acabábamos de tomar el tren cuando escuchamos el chasquido de un pájaro al estrellarse contra el cristal. (¡Qué triste modo de morir! pensé).
Sin decir adiós, dejé el pueblo aquella tarde gris.
Era otoño aún.
El viento arremolinaba hojas secas en el patio de la estación, creando pirámides de recuerdos.

Bajo aquel manto de naturaleza muerta yacía la memoria; animal durmiente que despertaría, quién sabe, al llegar el invierno . 

miércoles, 11 de enero de 2017

Cuando mi hija pregunta (con nota de la autora).

Nota de la autora: Dicen las malas lenguas que una mujer, de tanto esperar lo deseado, vio salir el sol y la luna mil veces hasta que, un buen día, cobrando cuerpo de diosa, dio origen a una leyenda. Desde entonces forma parte de la mitología urbana. En los jardines del Parque del Chantre de la ciudad de León se ve una linda figura, la estatua de La Soñadora. A ella va dedicado este relato.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).




Cuando mi hija pregunta.
Por Astarté
León, España.


Dibujo femenino, Nathalie Picoulet (Francia, 1968).



Dicen que siempre se sentaba allí, en el rústico banco de leño y piedras, junto a un árbol. Representando cierta imagen paradisíaca de felicidad, de vez en cuando alzaba la vista al cielo y dejaba caer los brazos hasta quedar en perfecto relax. Parecía estar dormida (y a lo mejor dormía, quién dice que no). Pero, en realidad, aunque su cuerpo permanecía inmóvil, su corazón estaba bien despierto. Y latía sin cesar.

Eran las cinco y media de la tarde de un ardiente verano cuando sucedió lo del extraño transeúnte. La joven, acalorada, se había empapado con el agua de la fuente. No le importaba que la tela de lino que le cubría el cuerpo marcara sus pronunciados pechos, ni que los hombres, al pasar, le quitaran el vestido con la mirada. ¡Bah!... Para ella, había que vivir la vida y soñar, cumpliendo legítimos deseos y basta. Y la gente... ¿Qué le importaba la gente que iba y venía? A su alrededor había niños que corrían y gritaban. Había, también, mujeres (las madres de los niños que corrían y gritaban) dedicadas al cotilleo, pasando el rato, echando un vistazo al panorama para murmurar no se sabe qué. Y había ancianos, ya sabes, ésos que van al parque todos los días y se sientan en los bancos de siempre. Y luego, ella. Poseída por la fuerza de un delirio que la hacía cada vez más hermosa. Presa a su sensualidad lúdica, esperando a alguien, tal vez. Aguardando el paso de algún ángel, de uno de esos que brillan en el cielo y entonan, muy quedo, alguna canción de amor.    

Fotografía de Marcelo Oscar Barrientos Tettamanti.


Dicen, además, que mientras la joven soñaba, un extraño peregrino pasó a su lado. Y como iba hambriento de lujuria, su mirada fue así ¡tan aguda!... Una mirada igual a la del águila que acecha a la despavorida liebre. Y fue así ¡tan cálido! el remolino de aire y de hojarascas que se levantó entre ambos... ¡Hola, guapa!, él le dijo al pasar. Y ella, que tenía la piel demasiado ardiente, desenredó su vista del cielo para mirarle a los ojos. Y es que, a veces, no sabemos bien la diferencia entre los ángeles y las gorgonas...

__¿Y la convirtió en piedra, mamá?__, mi hija me interrumpe y me pregunta. Ella ya tiene edad suficiente para soñar con ángeles peregrinos. Y a mí me invade el miedo al ver su carita tierna. Por eso, le cuento fábulas. Pero ella, al fin y al cabo, cree en mis palabras. Y es que, cuando mi hija pregunta, no le miento. Aparto mi vista y la clavo en la pared de nuestra pequeña habitación.  Afuera la tarde es lluviosa. Intento hilvanar mis ideas. Navego en el espacio estrecho de mi fantasía. Recuerdo que también tuve dieciséis años y tantas ilusiones. Y entonces, le digo que la historia de Medusa es pura mitología. Y que aquel caminante era un ser real, de carne y huesos. Y que, enamorada, la joven soñadora, que era una estatua, aquella tarde de verano cobró alma y echó a volar. Eso respondo a mi hija. Y ella, simplemente, juega a creer que la maravilla existe.


martes, 20 de diciembre de 2016

La fábula de Obatalá y la mujer-pétrea (con nota de la autora).


Nota de la autora: En lo más recóndito del monte, donde no llega el bullicio de la humanidad, gobierna la Naturaleza en su esplendor. Y allí, formando un gran pueblo, viven los orishas. Pienso que la fábula nos acerca a la dimensión de esta realidad intangible.

(Rosa Marina González-Quevedo)







Por Astarté.
León, España.

Un buen día, Obatalá, que en el panteón yoruba es orisha de respeto por gobernar las cabezas de los hombres y mujeres, dejó atrás su reino de palomas y entró en un viejo museo abandonado. Vale decir que, en esta ocasión, sus poderes se manifestaban en forma femenina (Obatalá a veces es mujer; otras, hombre). Así, por vanidad de fémina, quiso cambiar de vestido. Específicamente, su decisión de irse por ahí buscando cambios de ropaje tuvo que ver con su gran deseo de vestir de verde. Porque, por lo general, ella viste con el color de la espuma y usa como adornos piedras de cuarzo opalino. Sin embargo, desde hacía tiempo soñaba con vestir con el color del monte para poseerlo. (Bueno, que quede entre nosotros, según cuentan algunas leyendas, Obatalá ha envidiado siempre el brillo de la esmeralda de Oggún, su gran enemigo). En fin, que aquel día, despojándose de su túnica de blanco encaje, para realizar su deseo emprendió uno de sus tantos viajes de aventuras hasta llegar a aquel museo, ahora viejo y olvidado.

Solitaria, sobre una columna construida como pedestal, se erguía en piedra verde el busto de una mujer de semblante exótico, rudo y sublime al mismo tiempo. Su mirada era profunda. De la oscuridad de sus ojos huecos emergía la luz, si bien su expresión era composición de miedo y lujuria al mismo tiempo. No sé, algo así como la sorpresa de un animal de las cavernas al sentirse deslumbrado ante la maravilla del cielo.  Claro, para Obatalá no hay misterios que no puedan ser revelados. La enigmática expresión de la doncella verde era prueba de antiguos dolores no del todo superados, como si le faltara solamente hablar para pedir libertad. Y si nada decía, era por ausencia de pensamiento para construir palabras.


Entonces, Obatalá, que todo lo puede, moldeó el cráneo de la exótica mujer de piedra hasta convertir su cabeza en un templo piramidal. Y así, estableciendo una conexión de energía entre la cúspide de la pirámide craneana y el sol, la reina-orisha se posesionó de la figura estática de aquella escultura de piedra. Y desde entonces, en plena libertad, abriéndose paso por el monte, bajo la imagen de la mujer-pétrea gobernó por siempre, con su espléndido verdor, entre blancas palomas. 

miércoles, 14 de diciembre de 2016

Empezamos Diciembre: Nuria Viuda García y Las crónicas de los días que pasan.

Nota de la autora: Narrar lo imperceptible de los días que pasan... Porque los días se suceden unos a otros y no nos damos cuenta de que la sucesión es el único camino del tiempo que viaja "hacia delante", la dimensión de Cronos traducida en crónicas por parte de Nuria Viuda García, prolífica escritora de nuestra ciudad de León. Hoy tengo el placer de dar a conocer a los lectores de "Los días de Venus en la Tierra" el modo sutil en el que nuestra autora percibe lo imperceptible del frío diciembre: el blanco-azul cubriendo el amarillo-rojo de la luz solar en un cuadro cotidiano, la memoria de la niñez bajo los copos de nieve y tanta belleza, que por sus condiciones extremas a veces nos resulta hostil. 
Aquí, sin más, os dejo su artículo Empezamos Diciembre, recientemente publicado en la revista digital La charca literaria.

 (Rosa Marina González-Quevedo)


Paisaje con nieve y caballos, Robert Duncan
(1952, Salt Lake City, Utah, Estados Unidos)



Diciembre

Crónica de los días que pasan 


    En diciembre el mundo juega maliciosamente a tantear los bordes del espacio, buscando un mástil donde asirse, al despertar el alba desnuda de porqués. Desprevenido y cómico bombea el día su extensión-nenúfar.
    Se avecina un sufrido invierno enumerando pasos en la nieve, pasos pequeños, capaces de recorrer cien millas en un intervalo de cinco minutos y regresar al punto de partida, como niños que se alejan pero de los que jamás se pierde la referencia. Puntos negros allá en el horizonte, que se extiende ante los ojos, semejante a una lengua inmensa y blanca que lame el paisaje hasta donde alcanza la mirada, cegándola de luz y plato.
    La nieve posee esa gran capacidad de descifrar al instante los colores y convertirlos en tragedia.
    ¿Acaso no resulta trágica una camiseta azul hecha jirones, un caramelo de menta recién mordisqueado, una gota de sangre, una moneda extraviada; allí esparcidos y condenados a la desaparición; diluyéndose con cada copo en territorio níveo?
    En contraposición no existe nada tan hermoso como observar un alce hundiendo sus cuatro patas al unísono en nieve virgen; puntos negros en procesión concéntrica. Ni nada más tremendo que una tarde de diciembre pidiendo auxilio, sepultada por la inminente oscuridad que la transmuta en noche prematura, engullendo de un modo salvaje su condición de tregua.

martes, 13 de diciembre de 2016

Había una vez un pueblo (con nota de la autora).

Nota de la autora: Podrán quitarnos la palabra, pero no el pensamiento. El pensamiento es libre y reivindica la palabra. Así, al final, la palabra será siempre escrita, dibujada, representada en los mismos muros que le sirven de barrera. (Rosa Marina González-Quevedo).













Por Astarté.
León, España.

Según las leyes de aquel pueblo, sus residentes no podían seguir leyendo libros de poesía o cosas por el estilo. El máximo tribunal del Consejo Jurídico había dictaminado que ese tipo de literatura entraba en la categoría de propaganda inmoral, específicamente en aquella llamada “pornográfica” por estimular las mentes a la masturbación para provocar orgasmos de pensamiento:

INMORAL E ILÍCITA LA POESÍA ESCRITA. QUEDA ASÍ ESTABLECIDA SU PROHIBICIÓN PARA MANTENER LAS BUENAS COSTUMBRES Y EL ORDEN.

__¿Para mantener qué orden?__ se le ocurrió preguntar al tonto del pueblo y le crucificaron en medio de la plaza. Por inoportuno.

Por supuesto, tras la ejecución del pobre iluso, a nadie más le dio por hacer preguntas. Así, el sitio fue cubriéndose de un humo muy negro llamado “silencio”. La gente abría las puertas de sus casas y salía al exterior, caminaba por las calles, iba al mercado. La gente seguía haciendo lo de siempre. Pero en completa mudez. Para no cometer el trágico error de hacer preguntas.

Y fue así que los residentes de aquel lugar empezaron a usar la mímica para comunicar. Crearon un sistema de signos, algo raro por cierto, pero efectivo para decirse cosas entre sí. Y poco a poco, los poetas encontraron la forma de crear versos gestuales, los cuales no necesitaban de texto escrito alguno como tampoco ser publicados en carteles, panfletos, diarios, libros, etc. para ver la luz y vivir. En pocas palabras, la ley del gobierno fue, poco a poco, estrangulada, crucificada y destruida por la ley del amor. Y la poesía reivindicó su naturaleza eterna.


lunes, 28 de noviembre de 2016

Arquitectura de un sueño. Tres viajes de Gulliver.

 Nota de la autora: La vida es sueño, dijo Calderón de la Barca. Y bien, hasta en sueños podemos ser esclavos de nosotros mismos o libres. ¿Habrá un mundo de caballos inteligentes?
(Rosa Marina González-Quevedo).



Por Astarté.
León, España.

Muchas veces, alucinando, sueño con una calle llena de edificios ¡tan altos! que amenazan con venirme encima como los gigantes de Brobdingnag[1]. Ésta es una calle cualquiera y, a la vez, símbolo del mundo. No hay personas que caminen por sus aceras, ni coches que circulen, ni nada. Sólo edificios muy altos y un pedazo de asfalto divisado desde arriba. Es muy enigmático este sueño: no ver a nadie representa no verme a mí misma. Al despertar busco las moles endrinas, los gigantes fabricados de concreto; es decir, los altos edificios entre los cuales no significo nada. Pero doy con las paredes de mi habitación. Entonces, sin alarmarme demasiado, llego a la conclusión de que he estado despierta, vagando horas enteras por mi mente, presa de un estado de sonambulismo especial. La arquitectura de este sueño es simple y apunta hacia el cielo (¿hacia mis delirios e ideales?)... No tengo posibilidad alguna de caminar hacia los lados, sino de moverme, únicamente, hacia arriba y hacia abajo. Un hilo de oxígeno me toca desde lo alto pasando a través de la columna horizontal que se abre entre las hileras de edificios. Y si a nadie veo es porque, tal vez, tenga que ver pasar un ángel y no me he dado cuenta.

Hay una segunda posibilidad de arquitectura, que es ésa de construir mi propio sueño. Porque los sueños se inventan cuando y como queremos, ¿no lo sabías? Así, cierro los ojos y en mi mente construyo una plaza; en su centro una fuente (en cada plaza hay una fuente por lo general). Y tanta gente. Gente que da vueltas y vueltas sin rumbo fijo. Personas, para colmo conglomeradas, que tropiezan entre sí. Sin dudas, un sitio que reconozco. Desde la altura puedo ver el enjambre de hormigas humanizadas girando en torno a mi gigantesca estatura;  un sueño del ego recreado en Lilipud[2]. Un sueño que también es símbolo del mundo. Creo que en él no cabe posibilidad alguna de que llegue un ángel para rescatarme. Este sueño es tan enigmático como el primero. Y lo peor de todo es que yo misma lo he inventado. Por tanto, es obra de mi voluntad.

Queda una tercera posibilidad: la de entrar al país de los Houyhnhnms[3] donde me esperan caballos inteligentes, los Yahoo. No soy gigante ni enana. Y me encuentro ante la disyuntiva de escoger por mí misma si ser grande o pequeña. Este sueño no es inventado. Tampoco resulta de ninguna fase alucinatoria de la mente. No hay fuentes, ni calles, ni gente en su sentido más amplio. Hay solamente espléndidos caballos inteligentes que caminan, libres, de un prado a otro. Abundan los colores y reina el verde. Si decido quedarme aquí, claro está, tendré que sacudir de mis hombros la contaminación adquirida durante el viaje. Y, en segundo lugar, tendré que aprender a pastar, a vivir entre caballos salvajes y a reconocer que, después de todo, en la vida todo es posible. Al menos, éste es un sueño feliz.





[1] Segundo viaje de Gulliver.
[2] Primer viaje de Gulliver.
[3] Tercer viaje de Gulliver.