PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




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miércoles, 11 de enero de 2017

Cuando mi hija pregunta (con nota de la autora).

Nota de la autora: Dicen las malas lenguas que una mujer, de tanto esperar lo deseado, vio salir el sol y la luna mil veces hasta que, un buen día, cobrando cuerpo de diosa, dio origen a una leyenda. Desde entonces forma parte de la mitología urbana. En los jardines del Parque del Chantre de la ciudad de León se ve una linda figura, la estatua de La Soñadora. A ella va dedicado este relato.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).




Cuando mi hija pregunta.
Por Astarté
León, España.


Dibujo femenino, Nathalie Picoulet (Francia, 1968).



Dicen que siempre se sentaba allí, en el rústico banco de leño y piedras, junto a un árbol. Representando cierta imagen paradisíaca de felicidad, de vez en cuando alzaba la vista al cielo y dejaba caer los brazos hasta quedar en perfecto relax. Parecía estar dormida (y a lo mejor dormía, quién dice que no). Pero, en realidad, aunque su cuerpo permanecía inmóvil, su corazón estaba bien despierto. Y latía sin cesar.

Eran las cinco y media de la tarde de un ardiente verano cuando sucedió lo del extraño transeúnte. La joven, acalorada, se había empapado con el agua de la fuente. No le importaba que la tela de lino que le cubría el cuerpo marcara sus pronunciados pechos, ni que los hombres, al pasar, le quitaran el vestido con la mirada. ¡Bah!... Para ella, había que vivir la vida y soñar, cumpliendo legítimos deseos y basta. Y la gente... ¿Qué le importaba la gente que iba y venía? A su alrededor había niños que corrían y gritaban. Había, también, mujeres (las madres de los niños que corrían y gritaban) dedicadas al cotilleo, pasando el rato, echando un vistazo al panorama para murmurar no se sabe qué. Y había ancianos, ya sabes, ésos que van al parque todos los días y se sientan en los bancos de siempre. Y luego, ella. Poseída por la fuerza de un delirio que la hacía cada vez más hermosa. Presa a su sensualidad lúdica, esperando a alguien, tal vez. Aguardando el paso de algún ángel, de uno de esos que brillan en el cielo y entonan, muy quedo, alguna canción de amor.    

Fotografía de Marcelo Oscar Barrientos Tettamanti.


Dicen, además, que mientras la joven soñaba, un extraño peregrino pasó a su lado. Y como iba hambriento de lujuria, su mirada fue así ¡tan aguda!... Una mirada igual a la del águila que acecha a la despavorida liebre. Y fue así ¡tan cálido! el remolino de aire y de hojarascas que se levantó entre ambos... ¡Hola, guapa!, él le dijo al pasar. Y ella, que tenía la piel demasiado ardiente, desenredó su vista del cielo para mirarle a los ojos. Y es que, a veces, no sabemos bien la diferencia entre los ángeles y las gorgonas...

__¿Y la convirtió en piedra, mamá?__, mi hija me interrumpe y me pregunta. Ella ya tiene edad suficiente para soñar con ángeles peregrinos. Y a mí me invade el miedo al ver su carita tierna. Por eso, le cuento fábulas. Pero ella, al fin y al cabo, cree en mis palabras. Y es que, cuando mi hija pregunta, no le miento. Aparto mi vista y la clavo en la pared de nuestra pequeña habitación.  Afuera la tarde es lluviosa. Intento hilvanar mis ideas. Navego en el espacio estrecho de mi fantasía. Recuerdo que también tuve dieciséis años y tantas ilusiones. Y entonces, le digo que la historia de Medusa es pura mitología. Y que aquel caminante era un ser real, de carne y huesos. Y que, enamorada, la joven soñadora, que era una estatua, aquella tarde de verano cobró alma y echó a volar. Eso respondo a mi hija. Y ella, simplemente, juega a creer que la maravilla existe.


miércoles, 3 de junio de 2015

Tres historias de remos.



Un barco naufragado, obra de Carlos Haes (1883).




Por Astarté.
León, España.


Te quiero contar, hijo mío, la historia de una vieja barca anclada en la orilla.Poco decía de grandes viajes, pues era muy pequeña. Las olas lamían su armazón de madera corroída, absorbiendo todo lo que de bosque quedaba en ella. Sin remos, mutilada, ofrecía lo último de sus fuerzas por quedarse allí, ligada al pedazo de hierro del cual se sostenía (como se sostiene un cuadro de un clavo en la pared). A duras penas, se alimentaba del salitre y del olor a peces podridos, esos que la resaca arroja sobre el margen de las playas. Y nada más. Su dueño, pescador de grandes metas nunca realizadas, la había dejado abandonada cuando supo que el cáncer llegaba a su fase terminal. Y muerto el hombre, quedó solamente la barca en un enjambre de silencio. Quiero que sepas, además, que fue mi padre quien me enseñó a tirar un bote hacia adelante en medio de la laguna. Creo que remar es un ejercicio espléndido, no obstante la fatiga, claro está. Es como atrapar un líquido viscoso para dejarlo escapar, inmediatamente, a golpe de fuerza. Sientes cuando el agua entra y huye, una vez, dos entre los remos. La barca viaja y vive, cumple su función de vehículo, pero su motor son tus brazos, no lo olvides, hijo mío... ¿Sabes?, te cuento que el hombre, desde que es hombre, ha echado a andar en el ir y venir de las mareas. Un buen día, del tronco de un árbol construyó una vara larga y la hundió en la profundidad del agua hasta tocar el fondo. Y gracias al impulso de sus brazos atravesó ríos, y después cruzó de lado a lado el mar. Y es que el hombre no es otra cosa que una barca de remos, que se va lejos y regresa, llena de peces o con una canasta vacía. A veces, tiene que ir contra corriente. Y en esos momentos, sólo Dios decide si dejarlo o no con energías suficientes para regresar y encender de nuevo la lumbre en su hogar. Y te digo “Dios”, pues no sé qué otra cosa decir. Pero bueno, te contaba la historia de la vieja barca abandonada en la orilla. No siempre fue vieja y no siempre estuvo allí, ligada por una cuerda...
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El Balandrito, de Joaquín Sorolla (1909)
Mi madre me contaba historias de remos. Ella decía que nosotros, los seres humanos (nos llamaba hombres) éramos como barcas que se abren el paso entre las olas, navegando, a veces, contra corriente. Y que nuestros brazos eran los motores de la navegación. Y tenía razón. Hoy llegué a mi oficina y mi jefe me llamó para anularme el contrato de trabajo, por eso de la crisis, me dijo. Y bien, ahora es que me toca remar, haciendo uso de todas las fuerzas del universo. Tengo mujer y dos hijos; uno de ellos, de la misma edad que tenía yo cuando mi madre me contó un relato sobre una pobre barca abandonada en una orilla. Y ahora debo sacarle partido a esa historia, por desgracia sí. Y es que aquella armazón de palos, olvidada y carcomida por el salitre y el limo, volvió un día a navegar. Ya sin remos, sin pescador, sin esperanzas de regresar se lanzó a vivir la última de sus grandes aventuras. Una tarde de viento, de esas en las que la resaca es fuerte y tira mar adentro cuanta cosa pueda, se quebró la soga que mantenía atada la barca al hierro. Así, por instinto, entre peces y espuma se dejó andar sin prejuicios. Y a sotavento, la corriente la empujó en el sentido opuesto de la costa por dos días y dos noches. Al final, arribó a un islote solitario, salvaje, lleno de palmas. En el sentido opuesto. Sí. Pero llegó a alguna parte, eso al menos. Y yo llegaré a mi casa, no puedo hacer otra cosa. No tengo ya un trabajo y mis remos se han perdido en el fondo de este océano de mierda, al cual le han dado el nombre de crisis. Caminando, por instinto, como barca al fin, llegaré y me haré un café, si todavía queda...
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Niña en la playa, de Joaquín Sorolla (1910).
El día en el que papá perdió el trabajo yo estaba en la escuela. La maestra nos había pedido que escribiéramos una historia cualquiera, cosa difícil. Pero yo me acordé de mi abuela, sabia mujer, la cual decía que para escribir algo bastaba solamente tener una pluma en la mano. Y escribí la historia de unos remos descubiertos en la playa donde siempre íbamos de vacaciones. Abandonados en la arena, como dos brazos abiertos, así me esperaban. Yo no sabía remar. Tenía no más de diez años y era flaquita como un güin. Sabía, sin embargo, que con nuestros brazos amamos y hacemos señales; los policías del tránsito, por ejemplo. Fue entonces que inventé que aquellos remos eran mis brazos. Y que me servían para volar, porque remar era demasiado duro para mí. Y en mi fantasía de diez años tomé los remos y abrí las alas. Y volé y llegué al sol, como ese tal Ícaro de la mitología griega. La diferencia entre mi historia de remos y aquella del hijo de Dédalo estaba en que yo, al final, tocaba el sol con mis brazos sin quemarme. Linda composición; obtuve un premio y todo. Mi padre recuperó su trabajo una semana después, de la misma forma en que la vieja barca regresó a su orilla. Porque desde el islote en el que estaba abandonada, el barlovento la llevó de nuevo a casa. Y yo, ¡qué decir!... Llegué a tocar el sol sin quemarme los brazos. Al parecer, el hombre nació para remar, como decía mi abuela. Es un ejercicio muy fatigoso, pero la condición del instinto lo impone. La vida también lo impone. Eso lo aprendí cuando ese mismo día, al volver de la escuela, encontré una paloma en mi ventana.