Nota de la autora: Dicen las malas lenguas que una mujer, de tanto esperar lo deseado, vio salir el sol y la luna mil veces hasta que, un buen día, cobrando cuerpo de diosa, dio origen a una leyenda. Desde entonces forma parte de la mitología urbana. En los jardines del Parque del Chantre de la ciudad de León se ve una linda figura, la estatua de La Soñadora. A ella va dedicado este relato.
Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).
Cuando mi hija pregunta.
Por Astarté
León, España.
Dibujo femenino, Nathalie Picoulet (Francia, 1968). |
Dicen que siempre se sentaba allí, en el
rústico banco de leño y piedras, junto a un árbol. Representando cierta imagen
paradisíaca de felicidad, de vez en cuando alzaba la vista al cielo y dejaba
caer los brazos hasta quedar en perfecto relax. Parecía estar dormida (y a lo
mejor dormía, quién dice que no). Pero, en realidad, aunque su cuerpo
permanecía inmóvil, su corazón estaba bien despierto. Y latía sin cesar.
Eran las cinco y media de la tarde de un
ardiente verano cuando sucedió lo del extraño transeúnte. La joven, acalorada,
se había empapado con el agua de la fuente. No le importaba que la tela de lino
que le cubría el cuerpo marcara sus pronunciados pechos, ni que los hombres, al
pasar, le quitaran el vestido con la mirada. ¡Bah!... Para ella, había que
vivir la vida y soñar, cumpliendo legítimos deseos y basta. Y la gente... ¿Qué
le importaba la gente que iba y venía? A su alrededor había niños que corrían y
gritaban. Había, también, mujeres (las madres de los niños que corrían y
gritaban) dedicadas al cotilleo, pasando el rato, echando un vistazo al
panorama para murmurar no se sabe qué. Y había ancianos, ya sabes, ésos que van
al parque todos los días y se sientan en los bancos de siempre. Y luego, ella.
Poseída por la fuerza de un delirio que la hacía cada vez más hermosa. Presa a
su sensualidad lúdica, esperando a alguien, tal vez. Aguardando el paso de
algún ángel, de uno de esos que brillan en el cielo y entonan, muy quedo,
alguna canción de amor.
Fotografía de Marcelo Oscar Barrientos Tettamanti. |
Dicen, además, que mientras la joven soñaba,
un extraño peregrino pasó a su lado. Y como iba hambriento de lujuria, su
mirada fue así ¡tan aguda!... Una mirada igual a la del águila que acecha a la
despavorida liebre. Y fue así ¡tan cálido! el remolino de aire y de hojarascas
que se levantó entre ambos... ¡Hola, guapa!, él le dijo al pasar. Y
ella, que tenía la piel demasiado ardiente, desenredó su vista del cielo para
mirarle a los ojos. Y es que, a veces, no sabemos bien la diferencia entre los
ángeles y las gorgonas...
__¿Y la convirtió en piedra, mamá?__, mi hija
me interrumpe y me pregunta. Ella ya tiene edad suficiente para soñar con
ángeles peregrinos. Y a mí me invade el miedo al ver su carita tierna. Por eso,
le cuento fábulas. Pero ella, al fin y al cabo, cree en mis palabras. Y es que,
cuando mi hija pregunta, no le miento. Aparto mi vista y la clavo en la pared
de nuestra pequeña habitación. Afuera la
tarde es lluviosa. Intento hilvanar mis ideas. Navego en el espacio estrecho de
mi fantasía. Recuerdo que también tuve dieciséis años y tantas ilusiones. Y
entonces, le digo que la historia de Medusa es pura mitología. Y que aquel
caminante era un ser real, de carne y huesos. Y que, enamorada, la joven
soñadora, que era una estatua, aquella tarde de verano cobró alma y echó a
volar. Eso respondo a mi hija. Y ella, simplemente, juega a creer que la
maravilla existe.