Un barco naufragado, obra de Carlos Haes (1883). |
Por Astarté.
León, España.
Te quiero contar, hijo mío, la
historia de una vieja barca anclada en la orilla.Poco decía de grandes viajes, pues era muy pequeña.
Las olas lamían su armazón de madera corroída, absorbiendo todo lo que de
bosque quedaba en ella. Sin remos, mutilada, ofrecía lo último de sus fuerzas
por quedarse allí, ligada al pedazo de hierro del cual se sostenía (como se
sostiene un cuadro de un clavo en la pared). A duras penas, se alimentaba del
salitre y del olor a peces podridos, esos que la resaca arroja sobre el margen
de las playas. Y nada más. Su dueño, pescador de grandes metas nunca
realizadas, la había dejado abandonada cuando supo que el cáncer llegaba a su
fase terminal. Y muerto el hombre, quedó solamente la barca en un enjambre de
silencio. Quiero que sepas, además, que fue mi padre quien me enseñó a tirar un
bote hacia adelante en medio de la laguna. Creo que remar es un ejercicio
espléndido, no obstante la fatiga, claro está. Es como atrapar un líquido
viscoso para dejarlo escapar, inmediatamente, a golpe de fuerza. Sientes cuando
el agua entra y huye, una vez, dos entre los remos. La barca viaja y vive,
cumple su función de vehículo, pero su motor son tus brazos, no lo olvides,
hijo mío... ¿Sabes?, te cuento que el hombre, desde que es hombre, ha echado a
andar en el ir y venir de las mareas. Un buen día, del tronco de un árbol
construyó una vara larga y la hundió en la profundidad del agua hasta tocar el
fondo. Y gracias al impulso de sus brazos atravesó ríos, y después cruzó de
lado a lado el mar. Y es que el hombre no es otra cosa que una barca de remos,
que se va lejos y regresa, llena de peces o con una canasta vacía. A veces,
tiene que ir contra corriente. Y en esos momentos, sólo Dios decide si dejarlo
o no con energías suficientes para regresar y encender de nuevo la lumbre en su
hogar. Y te digo “Dios”, pues no sé qué otra cosa decir. Pero bueno, te contaba
la historia de la vieja barca abandonada en la orilla. No siempre fue vieja y
no siempre estuvo allí, ligada por una cuerda...
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El Balandrito, de Joaquín Sorolla (1909) |
Mi madre me contaba historias de
remos. Ella decía que nosotros, los seres humanos (nos llamaba hombres) éramos como barcas que se abren
el paso entre las olas, navegando, a veces, contra corriente. Y que nuestros
brazos eran los motores de la navegación. Y tenía razón. Hoy llegué a mi
oficina y mi jefe me llamó para anularme el contrato de trabajo, por eso de la
crisis, me dijo. Y bien, ahora es que me toca remar, haciendo uso de todas las
fuerzas del universo. Tengo mujer y dos hijos; uno de ellos, de la misma edad
que tenía yo cuando mi madre me contó un relato sobre una pobre barca
abandonada en una orilla. Y ahora debo sacarle partido a esa historia, por
desgracia sí. Y es que aquella armazón de palos, olvidada y carcomida por el
salitre y el limo, volvió un día a navegar. Ya sin remos, sin pescador, sin esperanzas
de regresar se lanzó a vivir la última de sus grandes aventuras. Una tarde de
viento, de esas en las que la resaca es fuerte y tira mar adentro cuanta cosa
pueda, se quebró la soga que mantenía atada la barca al hierro. Así, por
instinto, entre peces y espuma se dejó andar sin prejuicios. Y a sotavento, la
corriente la empujó en el sentido opuesto de la costa por dos días y dos
noches. Al final, arribó a un islote solitario, salvaje, lleno de palmas. En el
sentido opuesto. Sí. Pero llegó a alguna parte, eso al menos. Y yo llegaré a mi
casa, no puedo hacer otra cosa. No tengo ya un trabajo y mis remos se han
perdido en el fondo de este océano de mierda, al cual le han dado el nombre de crisis. Caminando, por instinto, como
barca al fin, llegaré y me haré un café, si todavía queda...
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Niña en la playa, de Joaquín Sorolla (1910). |
El día en el que papá perdió el
trabajo yo estaba en la escuela. La maestra nos había pedido que escribiéramos
una historia cualquiera, cosa difícil. Pero yo me acordé de mi abuela, sabia
mujer, la cual decía que para escribir algo bastaba solamente tener una pluma
en la mano. Y escribí la historia de unos remos descubiertos en la playa donde
siempre íbamos de vacaciones. Abandonados en la arena, como dos brazos
abiertos, así me esperaban. Yo no sabía remar. Tenía no más de diez años y era
flaquita como un güin. Sabía, sin embargo, que con nuestros brazos amamos y hacemos
señales; los policías del tránsito, por ejemplo. Fue entonces que inventé que
aquellos remos eran mis brazos. Y que me servían para volar, porque remar era
demasiado duro para mí. Y en mi fantasía de diez años tomé los remos y abrí las
alas. Y volé y llegué al sol, como ese tal Ícaro de la mitología griega. La
diferencia entre mi historia de remos y aquella del hijo de Dédalo estaba en
que yo, al final, tocaba el sol con mis brazos sin quemarme. Linda composición;
obtuve un premio y todo. Mi padre recuperó su trabajo una semana después, de la
misma forma en que la vieja barca regresó a su orilla. Porque desde el islote
en el que estaba abandonada, el barlovento la llevó de nuevo a casa. Y yo, ¡qué
decir!... Llegué a tocar el sol sin quemarme los brazos. Al parecer, el hombre
nació para remar, como decía mi abuela. Es un ejercicio muy fatigoso, pero la
condición del instinto lo impone. La vida también lo impone. Eso lo aprendí
cuando ese mismo día, al volver de la escuela, encontré una paloma en mi ventana.
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