Nota de la autora: Nada de especial en este relato dedicado a la libertad de expresión. Eso sí, acepto y a la vez propongo en él un reto que, si bien está colgado del brazo de todo escritor, es siempre algo difícil de vencer: apagar las sombras que, a veces (muchas veces), "iluminan" las ideas, disfrazándolas para el carnaval de lo políticamente correcto.
Reto fácil de plantear y duro de actuar.
Pero no imposible.
Rosa Marina González-Quevedo (Astarté)
La fábula de las sombras chinescas en un viejo
diario.
El
Director de mi diario tenía una extraña costumbre. Yo lo observaba desde mi
escritorio, desde un rincón de la sala de redacción. Y me daba cuenta de que, al
llegar, realizaba cada día la misma operación: sacaba del bolsillo la llave de
su oficina, abría la puerta y, antes de entrar, encendía una pequeña linterna
para iluminar el paso. Luego, miraba hacia afuera a toda prisa, quizás para
cerciorarse de que nadie le observaba. Y sin más, entraba y cerraba la puerta.
Nuestro
periódico estaba en uno de sus peores momentos de ventas. A decir verdad, las
cosas iban de mal en peor y, por supuesto, todos los trabajadores estábamos
esperando el fatal anuncio de despido. Por mi parte, desde hacía un par de
meses escribía para la sección de Cultura. Aquella mañana me dedicaba a redactar un artículo (algo vano, por cierto) titulado El arte de beber café. Entre
paréntesis, confieso que en esos días las tazas del mágico néctar iban y
venían a mi escritorio en forma descontrolada. En fin, estaba ensimismada en
páginas de la historia, colgada en la humeante infusión oriunda de Abisinia cuando,
tal vez inspirada por la cafeína o por algún ángel que por ahí volaba, decidí
descubrir el misterio de la linterna.
O de la luz.
Ya no sabía qué pensar.
Así que esperé
la hora en la que todos marchaban, como era costumbre, al bar. Calculé que
(también por costumbre) el Director salía cuando los demás lo hacían, dejando
por lo general la puerta abierta.
Entonces, entré.
Y a la velocidad del
relámpago encendí la luz: Y bien, no veo
nada extraño, comenté para mí misma.
Luego,
para no dejar cabos sueltos en mi “iluminada pesquisa detectivesca”, cerré la
puerta (a expensas de que el jefe llegara de improviso) y apagué el local,
tratando de encenderlo de nuevo, claro...
Porque, en realidad, aquella habitación se llenó de sombras y no de luz.
Sombras chinescas.
Sombras
que bailaban.
Se
movían ridículamente en las paredes haciendo mil piruetas, capturando cualquier
rayo de sol que llegara desde el exterior a través de la ventana de cristal.
Sombras
vivientes...
¡Impresionante! fue
la palabra que salió de mis labios como un trueno. Y antes de que mi jefe me
pillara husmeando donde no debía, abandoné su despacho y volví a mi escritorio.
Juro que si aquella mañana no tomé diez cafés en total, es mentira que existo.
POR
FAVOR, AL SALIR CIERRE LA PUERTA Y APAGUE LAS SOMBRAS.
Quedé
petrificada. El jefe lo sabía todo. Sabía que las ideas estaban apagándose
en aquel periódico local. Sabía que, al cierre, las paredes se llenaban de
sombras y que debíamos, al menos, tratar de apagarlas para salir del mal
período de ventas. Sabía que la mayoría de los periodistas estábamos
escribiendo en "formato de sombra" cuestiones que de nada valían al
conocimiento de hechos reales. Y sabía, por último, que para luchar contra las
ideas-sombras había que destruirlas y cerrar la puerta a la esterilidad del
pensamiento.
Así,
desde entonces, cada día desconectábamos el interruptor de la estupidez al salir.
Y al llegar, iluminábamos las ideas con pequeñas linternas. Con esos foquitos
de luz construidos, artesanalmente, en el laboratorio de nuestra fértil imaginación.
Por
lo demás, no logramos salvar el diario: los intereses económicos no viajaban en
la misma dirección de la verdad.
Pero,
al menos, pudimos rescatar un ápice de la libertad perdida durante tantos años de encierro periodístico.
Al
menos eso. Aunque no se sepa aún.